Otoño en el río de la Ermita

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Otoño en el río de la Ermita, aguas abajo del Despeñadero

 

Ahora que el húmedo otoño tiñe de colores sierras y valles, es buen momento para traer a esta ventana de «Paisajes del Agua» un rincón especial, como es el del río de la Ermita (de Prado Negro o del Molinillo), en la provincia de Granada.

El río de la Ermita tiene muchas cosas interesantes que mostrar. En su cabecera se halla el arroyo del collado del Agua y el manantial de Fuente Grande (de Prado Negro, que con ese nombre tan común es necesario poner apellido), donde brotan aguas frías y puras de las calizas de Sierra Arana. Aguas viajeras, cuyos derechos de propiedad, desde siglos, permitieron su transporte por canal a varias decenas de kilómetros de distancia. A tal efecto, en el mismo nacimiento de Fuente Grande tiene su embocadura la conocida como acequia del Fardes, una obra monumental que llevaba el líquido elemento hasta las puertas de la ciudad de Granada. Un primitivo trasvase de cuencas desde la del Guadiana Menor a la del Genil. Hoy, la acequia no cumple su inicial función por su importante deterioro y por el escaso caudal del manantial, si bien sirve como privilegiada plataforma para un sendero de montañeros y visitantes del parque Natural de la Sierra de Huétor, donde se localiza este coqueto valle.

La cabecera de la cuenca es abundante en nacimientos, que responden al drenaje de varias «escamas» calizas superpuestas, las cuales se dejan ver en el paisaje como esbeltas muelas y altos farallones, una de las señas de identidad más genuinas de este valle. Son las escamas que los geólogos dieron en llamar las de Despeñadero-Cañamaya. Precisamente, el topónimo del Despeñadero alude a una de esas escamas, otro de los rincones interesantes que conviene visitar, un alto cortado en trancos o escalera por donde se precipitan las aguas nacientes para dar lugar a vistosas cascadas tapizadas de travertinos y viejos musgos. Y, a partir de ahí, transcurre ya un humilde río de apenas 5 kilómetros de longitud (una vida demasiado efímera para un cauce tan bello) hasta fundirse con el río Fardes. En esa confluencia se levantó en tiempos remotos una venta carretera muy conocida, la del Molinillo, por donde después pasaría la carretera nacional de Granada a Murcia y Almería, que más tarde sería abandonada por al autovía (la A-92) que sorprendentemente se trazó por la umbría, la margen contraria. Durante mucho tiempo, la venta fue lugar de parada obligada para degustar jamón, vino y un excelente pan casero. En su añeja barra se acodaban para contar sus lances los pescadores que acudían en busca de las bravas truchas comunes del río. El lugar fue elegido también por el famoso curandero Manuel para alzar allí su choza. Hoy, estos ríos del Fardes y de la Ermita, igual que la venta y la choza, son un espejismo, casi una ruina, de su glorioso pasado.

Pero, dejando atrás estas nostalgias del pasado y si bien la abundancia de caudales no acompaña, el paisaje de este valle sigue siendo realmente sobresaliente. La policromía de su bosque de galería le brindan una rica paleta de colores en otoño. Son entonces muchos los devotos que acudimos allí a empaparnos de sus abigarradas coloraciones, dorados-oro de alamedas y choperas, rojos de espinos, rosales, majuelos y majoletos, anaranjados de cornicabras o rojizos de quejigos. Paleta salpicada con otros amarillos y dorados de fresnos, olmos y sauces, o de árboles de fruto de sus abandonadas vegas, como membrillos, higueras y manzanos. Y todo aderezado con verdes de diferentes tonos, desde los vivos de los pinos hasta los apagados de las viejas encinas, que dominan su bosque, típicamente mediterráneo. Y en las terrazas y vegas del arroyo, alfombras de hojas muertas y otro mundo de color y diversidad, el de las setas, que también tienen su legión de devotos y seguidores.

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Sí, este valle de la Ermita es toda una delicia de luces, colores y olores en el otoño, al que es muy recomendable rendirle, al menos, esta visita anual.

Dejo para otra ocasión hablar de las causas de sus cada vez más raquíticas corrientes, en las que antaño nadaban valientes truchas comunes y habitaba el cangrejo de río autóctono.

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