«No hay jugo para tanto pino»: el decaimiento de fuentes forestales

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Fuente y estanque contra-incendios (en ruinas y sin agua), dentro de un espeso pinar de repoblación sin naturalizar

 

Empecé a darle forma a este artículo el pasado verano (2016), uno de los más calurosos y secos que se recuerdan. Un severo estrés hídrico afectó de forma inmisericorde al sureste español. Las heridas fueron graves e irreparables, con notables extensiones de pinares enfermos o muertos en las provincias de Granada, Almería y Murcia, y de forma especial en las bajeras nororientales de la sierra de Baza. En uno de mis recorridos de campo por un pinar de la sierra de Segura murciana, en busca de una fuente casi perdida («La fuente del cortijo fantasma»), un viejo serrano, al que preguntaba por tanta seca de arroyos y manantiales, me dijo, «mire usted, ya no nieva como antes, todo está lleno de pozos, pero es que además estas espesuras se están bebiendo las pocas agüillas que había, que no hay jugo para tanto pino». Al momento, supe que esas sabias palabras eran titular de un artículo que abundara en ese asunto. Ese testimonio me recordó al de otro paisano suyo que vivió en una nava de esa misma sierra de Segura, y que dio lugar a otra historia, «El enigma de las fuentes nocturnas». Léanla, creo que les gustará y les dará la clave de parte de lo que está pasando con la seca (epidémica) de fuentes forestales.

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Pinares de repoblación muy densos (sin naturalizar) en zonas límite de baja pluviometría han empezado a morir por sequía y plagas, con el riesgo de que las trasmitan a masas sanas (sierra de Baza, 2 de diciembre de 2016, foto José Ángel Rodríguez)

 

Que quede claro antes de seguir que defiendo los árboles y los bosques, una bendición para la vida, el bienestar de las personas, los paisajes y el ciclo del oxígeno y del agua. Pero dicho esto, en el término medio está la virtud. En áreas de moderada a baja pluviometría y elevadas temperaturas estivales (casi todo el sureste peninsular), extensos montes de repoblación apenas entresacados, con una desorbitada densidad de pies, da lugar a una merma de biodiversidad, y a un aumento del estrés hídrico y de la deshidratación del suelo, lo que eleva los riesgos de plagas, secas e incendios catastróficos (de miles de hectáreas y muy difíciles de combatir). Aunque estos montes son mayoría, también existen otros que, por las razones que sea, tuvieron buenos tratamientos selvícolas, y han evolucionado hacia bosques abiertos o mixtos que da gusto verlos. Aminorar a niveles razonables los efectos de la deshidratación evapotranspirativa del suelo («celulosa secante», le he llamado en alguna ocasión a ese proceso) requeriría del manejo silvícola extensivo (e intensivo) de estas enormes masas de repoblación, casi todas procedentes de la segunda mitad del siglo XX. Hoy día se considera una tarea imposible o, cuando menos, titánica, por el coste de esos trabajos, las abruptas orografías y las grandes superficies a tratar. En estas circunstancias, serán la selección natural (secas) y los incendios las que actúen. A fin de cuentas, es lo que ya está ocurriendo (a gran velocidad), con montes cada vez más maduros que requieren mayor cantidad de agua, con temperaturas más altas y mayores déficit hídricos, un caldo de cultivo idóneo para incendios «explosivos», una terminología reciente para denominar aquellos de enorme poder calorífico, muy difíciles por tanto de controlar. Los ejemplos se suceden por muchos países mediterráneos y estados norteamericanos. En España los bomberos forestales vienen alertando de ellos.

Los que amamos a los árboles, los suelos y también a las aguas, que viene a ser lo mismo, sufrimos con sus respectivos decaimientos y deseamos su compatibilidad, que para las aguas se ve amenazada cuando las detracciones evapotranspirativas estivales superan en bastante a las descargas naturales a ríos y manantiales. Aguas preciadas que hasta hace pocas décadas alegraban la vida al paso de las gentes y de sus animales en caminos, vías pecuarias, veredas y cortijos. Bebederos, abrevaderos y aguaderos, ¡que palabras más bellas!, que eran socorro para la fauna silvestre. Fuentes forestales para las que, al igual que para el monte y sus gentes, el tiempo ha pasado demasiado deprisa. Hagamos un poco de historia.

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Típica fuente forestal de mampostería comida por la vegetación y seca

 

Hacia finales del siglo XIX, con un sur peninsular gravemente deforestado, empezaron a llevarse a cabo los primeros planes de ordenación de montes. Los fines eran luchar contra la erosión, producir madera y dar trabajo. Fueron épocas en las que multitud de cuadrillas se afanaron con ahínco en poner pinos, décadas de intensos y loables trabajos que dieron como fruto miles de hectáreas repobladas, hoy convertidas en extensas mantas verdes, muchas dentro de nuestros más queridos espacios naturales protegidos. Nada que objetar, sino todo lo contrario, a esa política forestal de los siglos pasados.

Pero con ser vital la enérgica política forestal, sobre todo la de la segunda mitad del siglo XX, hubo otras causas que ayudaron a la rápida expansión de nuestros montes. Mucha influencia tuvo el éxodo de la población rural (a partir de las décadas de los 50 y 60). Con ello, se abandonaron importantes superficies de cultivo que fueron repobladas o recolonizadas por el monte, al tiempo que se iniciaba un vertiginoso declive del pastoreo, cuyo diente del ganado venía ejerciendo hasta entonces una eficiente labor aclaradora. Y el monte prosperó sin cabras que se comieran los tiernos tallos y porque, seguramente lo más trascendente, cesaron los carboneos, al tiempo que dejaron de sacarse leñas y maderas para construcción, minería, chimeneas, hornos y cocinas, la principal causa de esquilmación de nuestros montes en siglos pasadas. Hay quién mantiene (con toda razón) que al inventor de la bombona de butano, hacia mediados de los años 50, habría que haberle dado el «Nobel» de Ecología.

Bueno, sigamos. Lo que ha venido ocurriendo desde entonces, con el veloz paso de los años, era previsible y está a la vista. Montes artificiales de repoblación que se han ido extendiendo y espesando vertiginosamente. Tan rápido ha sido este proceso, que el tímido manejo silvícola llevado a cabo después, la segunda parte de toda repoblación, apenas ha sido mínimamente suficiente. Hoy harían falta verdaderos ejércitos de motosierristas para reconducir la naturalización (demasiado tardía) de muchos de nuestros montes, aunque es bien sabido que esta debería haber sido gradual. Así las cosas, las labores de silvicultura han quedado relegadas casi en exclusiva a aclareos en fajas y cortafuegos, dentro de la indispensable prevención y lucha contra-incendios. Ahora, ante la catástrofe que se avecina, hay quién defiende que la disminución de pies la haga la selección natural, con la seca de los menos vigorosos. Muy interesante también es la corriente de técnicos y bomberos forestales que aboga por generar pequeños incendios controlados, como medio de regeneración del monte, creación de pastizales, claros y sotobosques, todo ello con el fin de minimizar los devastadores efectos que tendrán los incendios del futuro.

En caso contrario, los pinares de repoblación seguirán creciendo mientras haya humedad disponible en el suelo para quedarse estancados en un momento dado, o iniciar progresivamente (o de golpe) una regresión por sequías, plagas e incendios, que empezarán normalmente por especies poco adaptadas para su altitud, en zonas límite, con suelos pobres, temperaturas más elevadas y escasas precipitaciones, todo ello acelerado, sin duda, por el calentamiento global (con mayores temperaturas, y menores nevadas y heladas). Para los pinares más altos o de zonas más húmedas la crisis tardará en llegar o lo hará de forma más progresiva y suave.

Retomando el hilo argumental del agua, en paralelo al decaimiento que les viene afectando a estos pinares de que hablamos, decaen también sobretodo los manantiales de ladera (o «colgados»), origen de la mayor parte de las fuentes forestales y de los nacimientos de arroyos. De esta forma, lo que vemos hoy en nuestros paseos son caños, pilones, abrevaderos, albercas y acequias secas, donde no hace tanto tiempo el agua corría generosa por encima de la tierra y todo era vida. En otra ocasión les hablaré de la gran influencia que el abandono de labores agrícolas y ganaderas tradicionales (acequias, careos, siembras de aguas, riegos, etc) ha tenido también en el decaimiento de estas fuentes. Y otras muchas veces he comentado el efecto indirecto que tienen en el decaimiento de las aguas de nuestros montes los centenares de sondeos que deprimen niveles desde las periferias y a larga distancia. Lo que me sorprendente es la celeridad del agotamiento de caudales. Todo demasiado rápido, porque siendo la vida humana un insignificante fogonazo temporal, he visto con mis propios ojos esos drásticos cambios de la retirada de aguas de ríos, arroyos, manantiales y fuentes, al tiempo que la pluviometría no decaía apenas (o se incrementaba) y el monte se espesaba a pasos agigantados. Parecidas sensaciones, imagino que tendrán las últimas generaciones de serranos, observadores privilegiados de estos cambios del mundo rural.

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Otra típica fuente forestal seca

 

Desgraciadamente, el margen de maniobra que tenemos es mínimo, y tampoco sé decididos a actuar llegaríamos a tiempo. Dando por hecho que los tratamientos selvícolas no podrán ser extensivos, creo que deberían dedicarse más medios a los aclareos preventivos en caminos y fajas contra-incendios, con cortas más extensas y enérgicas, casi a destajo las zonas accesibles para crear grandes claros y discontinuidades. Algo parecido debería hacerse en las zonas «productoras de agua», como pueden ser las cabeceras de los principales ríos y de los nacimientos más valiosos ambientalmente. La escasez de aguas es un limitante de primer orden para la biodiversidad, y de forma drástica para anfibios, abejas y aves, grupos vitales en la biología de la conservación.

Algunas actuaciones de aclareos y de creación de claros a pequeña escala, o de ensayo, se vienen haciendo con magníficos y vertiginosos resultados. Ojalá las administraciones se convenzan de la necesidad interesada de manejar más decididamente los extensos montes de repoblación del sureste peninsular sobre todo. Aunque ello necesita dinero, las funciones y beneficios ambientales que tendrían esas masas naturalizadas a futuro serían enormes (para suelos, biodiversidad, aguas, paisajes, etc), al tiempo que los trabajos serían un magnífica medida para dar empleo, fijar población y revitalizar las áreas rurales de interior, enormemente deprimidas y faltas de inversiones. Sería, además, un reencuentro afectivo de los lugareños hacia «sus» montes, de los que dejaron de vivir y se alejaron hace ya demasiado tiempo.

 

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