Bullicioso domingo de un provinciano por el Támesis

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Vista del río Támesis a su paso por Londres desde el puente de Westmister (aguas abajo)

 

Un soleado domingo de la primavera de 2016, alojado en Cambridge, tomé un tren para pasar el día en Londres. Desde la estación de Liverpool Street cogí el metro a Queensway, con idea de trazar una diagonal que ensartara el Hyde Park y el Green Park en dirección al Parlamento. Cuando me encuentro en una gran ciudad intento escaparme, aunque sea un rato, por sus ríos y parques, auténticos oasis de muchas gentes que buscan en ellos una sencilla válvula de escape (otros acuden obsesivamente a los centros comerciales). Desde el Green Park me desvié hacia el norte para rendir visita a las fuentes de Piccadilly Circus, que lucían con una nueva y efímera escultura, en aquél momento un esqueleto de caballo.

No obstante, todo esto no era más que una maniobra de aproximación, un abrir boca, porque mi objetivo ese día no eran esos parques, ni sus canales y lagos, ni tampoco las monumentales fuentes de Piccadilly, sino el río Támesis. Para él había urdido un plan, un itinerario de nueve kilómetros que me llevaría algo más de tres horas en recorrer con cierta tranquilidad. En concreto, quería hacer un paseo circular desde el puente de Westmister, ascendiendo por la margen derecha hasta el puente Tower, para descender por la orilla opuesta hasta el punto de salida.

En las grandes ciudades, dónde me siento relativamente desubicado, siento verdadero placer en el deambular, en el dejarme llevar por un plano (de papel o digital). Así pues, quería ese día hacer de curioso visitante, de observador, de mirón interesado. Y todo ello del tramo más turístico, de uno de los ríos más afamados del mundo, en un domingo primaveral y soleado que presuponía una extraordinaria afluencia de vecinos y turistas.

Antes de continuar, y por si alguno de ustedes se lo está preguntando, en esto de los paisajes del agua de este blog tienen cabida todos los lugares dónde haya agua, ya sean urbanos, agropecuarios, naturalizados o salvajes, y no solamente esos bucólicos paisajes que siempre rondan en nuestro imaginario de riberas arboladas junto a caudalosos ríos que vienen de montañas nevadas. Es más, son muchas más las personas a las que les interesan los paisajes urbanos del agua, y apenas nada los de nuestros más excelsos espacios naturales. Muy bellos para verlos por televisión desde la butaca de su casa, pero donde «no se les ha perdido nada». Hoy que está tan de moda la demoscopia, no hay más que contar los visitantes que se agolpan en las riberas de ríos urbanos, parques, jardines, lagos y canales artificiales, para ver la enorme desproporción con los que buscan las aguas del campo. Algo parecido ocurre con las áreas recreativas, abarrotadas los días festivos, pero casi desiertas a centenares de metros a la redonda. E igual podría decirse de las gentes que se agolpan en las playas urbanizadas o urbanas, frente a las que prefieren calitas aisladas, recónditas o salvajes.

Bueno, la verdad es que mejor así, porque la naturaleza, frágil y vulnerable de por sí, no admitiría tanta presión. Puede que algún día me anime a escribir lo que pienso al respecto. Bueno, a lo que iba. Antes de llegar al puente de Westmister ya percibía un sordo murmullo de marabunta. Convenientemente prevenido, no me extrañó encontrarme entonces las balaustradas del puente completamente atestadas de gente que se hacían selfies con el río como telón de fondo. Tuve que esperar algunos segundos para ocupar un hueco recién dejado y comprobar que, efectivamente, por allí abajo pasaba un silencioso y enorme río, hasta entonces tapado por la multitud. Junto al puente, en la margen derecha, tenían amarre varios barcos turísticos. Por sus embarcaderos entraban y salían riadas de personas. Barcazas cuyas terrazas aparecían tapizadas de minúsculas cabezas. Y mientras, en el agua, embarcaciones de todos los tipos y tamaños se entrecruzaban en lo que parecía más bien una autopista en hora punta.

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Vista del río Támesis a su paso por Londres desde el puente de Westmister (aguas arriba)

 

Visto aquel espectáculo colorido y ruidoso, emprendí mi particular excursión urbana. Igual que he comentado que ocurre en campo abierto con las zonas recreativas, en cuanto me fui alejando de Westmister fui dejando atrás los empujones y el hormiguero. Sin solución de continuidad, fui pasando por muelles de atraque de barcos de recreo, turísticos, restaurantes, de copas, de mercancías, oficiales y otras embarcaciones inclasificables de diferente pelaje. El gran río, un brazo de agua turbia de más de 250 metros de anchura, y el intenso tráfico naval, ofrecían unas magnitudes que sobrepasaban en mucho a los paisajes de los ríos que caben en la cabeza de un mediterráneo como yo, criado a orillas del Darro granadino. Y no digamos las dimensiones de los impresionantes y modernistas edificios que se alzaban a mi vista en comparación con las casas de mi Albayzín. Abierto a dejarme empapar por sensaciones, eran muchas las cosas que llamaban la atención de unos ojos provincianos.

Algunos restaurantes flotantes contaban con barcazas anexas donde se apilaban montañas de plateados barriles de cerveza, entiendo que vacíos. En otros lugares, los embarques estaban custodiados por fornidos porteros con pinganillo, que dejaban ver a las claras que allí se entraba sólo con invitación, que los admitidos no deseaban ser importunados, que eran VIP en fiestas privadas. En cubierta, se movían con elegancia hombres y mujeres bien trajeadas, con copas en la mano que no parecían precisamente de cerveza, sino más bien de caro champagne. Auténticos pub de lujo, que según me contaron tenían cerrados sus carísimos alquileres por años enteros. Y mientras, en lontananza, en la orilla contraria, hileras de gente iban o venían de la gran noria, desde la que, como al regreso comprobaría, se disponía de una vista privilegiada del centro de la gran urbe.

Al dar el primer recodo del río (hacia mi derecha), se me presentó de frente un skyline de esbeltos y modernos rascacielos, cuyas cúspides sobresalían por encima de lejanos puentes, que realzaban sus espléndidas dimensiones ligeramente velados por brumas de vapores y humos. De poco en poco iba pasando delante de bancos enfrentados al río, ocupados casi siempre por familias humildes, que daban la impresión de estar allí pasando las horas de aquél día festivo, sin más entretenimiento que mirar el trasiego de barcos y de personas.

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«Al dar el primer recodo del río (hacia mi derecha), me apareció de frente un skyline de esbeltos y modernos rascacielos»

 

Y así, fui alcanzando diferentes puentes y pasarelas que invitaban a cambiar de orilla al cerrarse, de vez en cuando, el paseo ribereño por construcciones pegadas al agua. Jamás he entendido ese cercenamiento de los paseos fluviales ¿No habíamos quedado en que, salvo excepciones, son zonas de servidumbre de paso? No obstante, perseveré con algunos rodeos en mi orilla derecha hasta dar vista a los genuinos perfiles del magnífico puente Tower (o puente de la Torre) con sus dos torres defensivas. Entonces, igual que me había sucedido dos horas antes en Westmister, volví a percibir nítidamente el murmullo de un inmenso gentío. Hileras de personas se agolpaban nuevamente en las barandillas del río para fotografiarse con tan singular y turístico puente fortificado de tramos levadizos. Otros hacían cola para visitar la Torre de Londres, oficialmente el Palacio Real y Fortaleza de su Majestad, un castillo a orillas del río, una visita interesante para la que hoy no disponía de tiempo. Había llegado a mi destino, por encima del cual ya no quedaban apenas objetivos del mayor interés. Tocaba, según el plan previsto, regresar por la orilla contraria. Pero antes, una esclusa lateral espoleó mi curiosidad. Tras ella, escondida entre altos y lujosos bloques, aparecieron varias ensenadas de un exclusivo y lujoso puerto deportivo, donde se alineaban veleros, yates, lanchas, y caros restaurantes. Londres siempre sorprende.

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El inconfundible puente Tower, con sus torres defensivas

Atravesé el puente Tower y comencé a descender el cauce. Es curioso. Un mismo río puede resultar completamente diferente de una orilla a otra, y también según se suba o se baje. Y este era uno de esos casos paradigmáticos. Esta orilla izquierda era más rústica, más industrial, menos atractiva, destinada a atraques de mercancías, de embarcaciones de guerra, con muelles de reparaciones… No sé, me pareció otro río, otro paseo… Enfrente quedaba ahora un skyline diferente y magnífico de la parte central de la gran ciudad. Iba con prisa (el billete de vuelta del tren mandaba), porque si bien había calculado correctamente los tiempos, los vericuetos de esas ensenadas portuarias junto al puente Tower habían roto mis previsiones, incluidas las de reserva. Así pues, aceleré el paso, con unas vistas frente a mí mejores que las de la orilla anterior, eso sí, desde un paseo menos atractivo, poco comercial y con menos ambiente, que fue cambiando al aproximarme a la gran noria y al puente de Westmister, el epicentro del bullicio de aquél lejano día festivo de primavera en Londres, en la que un provinciano como yo deambuló por unas horas junto al río Támesis.

 

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