Este año he tenido dos experiencias completamente opuestas. En mitad de la primavera hice varias etapas del Camino de Santiago por tierras gallegas. El campo, pese a la gran sequía que decían que se había sufrido allí, daba gusto verlo. Ya se sabe, todo es relativo en la vida, y siempre hay alguien que está mejor y peor que uno. El paisaje era una mezcla casi perfecta de praderas, setos arbolados, sembrados, pequeños huertos y frondosos bosques, todo ello hidratado por continuos manantiales, regueras, arroyos y ríos, y aderezado con coquetas aldeas de pizarra. Una pinturilla. Un rico mosaico que presagiaba una elevada biodiversidad. En el grupo de amigos (éramos cinco) había un pajaritero, Manuel. Su entretenimiento principal durante el Camino fue estar pendiente de los pájaros y de sus cantos. ¿Dónde está Manuel?, nos preguntábamos al principio, hasta que caíamos en la cuenta que generalmente iba por delante del grupo, ensimismado en los pájaros, oyendo los variados cantos que acompañaban nuestro caminar. Poco a poco, nos fue introduciendo en ese mundo tan ajeno a la mayoría de los mortales. Hay gente para todo, como se suele decir. ¡Calla, calla, ese es un petirrojo que se está dirigiendo a su hembra, que tiene el nido cerca! No se si sabía inglés, pero en el lenguaje de las aves era un traductor cualificado. Auténticas sinfonías, insistentes, descaradas, todas con su lenguaje, su mensaje y su nombre, que solo era capaz de descifrar Manuel. Imagino que acabó con tortícolis, de mirar hacia las altas copas intentando descubrir a los henchidos tenores. De todas formas, se cuidó mucho de no quejarse, porque ya se sabe: «sarna con gusto, no pica».
Manuel iba siempre por delante del grupo, identificando cantos y pájaros, muchos posados en las copas de los altos árboles que jalonaban a tramos nuestro camino
Paisaje típico del Camino de Santiago por tierras gallegas. Pastizales, cultivos, setos arbolados y bosquetes (algunos extensos)
Reconocía los mejores lugares para los nidos, diferentes de unos tipos de pájaros a otros. Curiosamente, muchos se localizaban en estrechos setos del Camino, pegados al paso de las personas. Ahí solía ir muy atento a la entrada o salida de pájaros, para detectar donde se encontraban los nidos y saber a quienes pertenecían, y comprobar, de paso, como iba la puesta o la pollada. Del mismo modo, en las calles arboladas y jardines de los pueblos, donde estaban los albergues de peregrinos, Manuel no bajaba en absoluto la guardia. En el más insignificante macetero, a la puerta de una concurrida taberna, te podías encontrar un nido de mirla. Los pájaros buscan la proximidad de los hombres para hacer sus nidos, porque ahí se sienten más protegidos de los depredadores naturales, nos decía. Es verdad, ahora los núcleos urbanos se han convertido en auténticos refugios de fauna. Nunca se han visto tantos pájaros anidar o dormir en las arboledas de nuestras ciudades ¡Cómo han cambiado las cosas! Recuerdo cómo antaño sus mayores depredadores eran los chiquillos, con sus redes, trampas varias, gomeros, escopetillas de plomos y jaulas, siempre trepando a los árboles en busca de nidos. Pero, también recuerdo como, pese a esa presión, el campo estaba lleno de vida. Entonces, los depredadores (denominadas alimañas) se perseguían, había comida, agua, y no se echaban venenos. En fin, no me quiero extender en este apasionante mundo de los pájaros, que daría para mucho. Para terminar de contarles esta primera experiencia, solo decirles que disfrutamos de días radiantes, aunque por las amanecidas el rocío mojaba nuestras botas y las nieblas mañaneras echaban su capa sobre el campo, amén de algunas chaparradas sin mayor consistencia. Ya lo avancé al principio, la humedad y el agua impregnaban el ambiente, pese a la sequía. Por suerte, tampoco tuvimos demasiada gente para ser primavera, y menos aún cuando arrancábamos a andar con el lucero del alba. Fueron días felices de inmersión en lo verde, en el agua y en los pájaros.
Mi otra experiencia la tuve inmediatamente después, al regreso al semiárido sureste peninsular. El contraste fue brutal. Con el regusto que me habían dejado las melodías pajariles gallegas, un domingo recorrí casi de madrugada un carril de dos kilómetros y medio del Parque Natural de la Sierra de Huétor (Granada), que atravesaba un bosque mixto de umbría. Ese camino lo llevo en el alma desde niño. En su tiempo hilvanaba, como las cuentas de un rosario, ocho fuentes con sus respectivas albercas de riego. En ese paseo primaveral, ya se sabe, la mejor época de las fuentes, solo se mantenía a duras penas una de ellas (que se secaría por primera vez, que mis ojos vieran, este pasado verano). Acostumbrado a los continuos trinos del monte gallego, apenas pude distinguir el arrullo de unas palomas torcaces, y el grajeo de algunos arrendajos. Nada más. Ni una nota diferente, ni siquiera un vuelo o un avistamiento. No me sorprendió, me lo esperaba, pero no tanto. La desazón fue grande. Inmediatamente, eché mano de mis recuerdos infantiles (años 60). En aquella lejana década ya flaqueaban ligeramente un par de albercas, pero las otras seis rebosaban, y a partir de ellas se regaban hortales, frutales y tres viveros forestales. Recuerdo perfectamente la cantidad de pájaros que acudían a beber a aquellas aguas. Las más comunes eran palomas, tórtolas, arrendajos, perdices (había unas bandas que daba gloria verlas), gorriones, pitos reales, colorines, camachos, verderones, verdecillos, chamarines, pinzones, y muchos más. Había otra avifauna más menuda, discreta y escurridiza que me encantaba ver. Eran los insectívoros, los petirrojos, escribanos, tarabillas, currucas, collalbas, carboneros, currucas, papamoscas, mosquiteros, herrerillos (menudos y bellísimos), y tantos más.
Ahora, impera el silencio del agua y de los pájaros. El bosque está lleno de fuentes secas y de nidales de madera vacíos, muchos desvencijados por los suelos. Los pequeños insectívoros, esas avecillas que me extasiaba ver de pequeño agarrarse y trepar por los troncos de los árboles, han desaparecido. Imagino que las causas serán múltiples, si bien los expertos andan desorientados, porque es un proceso que también afecta a regiones húmedas y alejadas de zonas agrícolas. Se habla de los plaguicidas, de la escasez de insectos. Pero, sin duda, la sequedad ambiente y la ausencia de bebederos de nuestras montañas del sureste peninsular han tenido que influirles forzosamente.
Un mes más tarde, llamando a las puertas el verano, tuve otra experiencia impactante. La he contado en este mismo blog. Bandadas de pinzones se tiraban como posesos a beber del agua que quedaba en las pocetas de unos arbolillos que regaba mi padre. Esa experiencia dio pie a un artículo sobre la necesidad de instalar bebederos allí donde las fuentes naturales habían desaparecido (texto). En esa misma parcela de campo puse de inmediato un bebedero. Iluso de mí. De los pinzones sedientos, imagino que de paso, nada más supe. Durante los largos meses del tórrido verano solo de dejaron caer al agua algunas torcaces y arrendajos, y una legión de avispas. Ninguna abeja y ningún pájaro diferente. Nada que no hubiera ya. Revertir las condiciones ambientales es sumamente difícil, sino imposible en muchos casos. Se necesitan medidas a gran escala y mantenidas en el tiempo. Ahora, en este caluroso comienzo del otoño, he visto a un solitario insectívoro junto al agua, trepando por el tronco de la encina que custodia el bebedero. ¡Que no se pierda nunca la ilusión y la esperanza!
No todo está perdido, claro está. En pequeños humedales, setos fluviales, fuentes de toda la vida, colas de embalses y charcas de buen tamaño y tradición, me complace oír a amigos ornitólogos y fotógrafos que las aguas albergan a primera hora de la mañana pájaros de diferente tipo. Y bien que me alegro, cuando veo las bellas imágenes que comparten tomadas desde sus artificiales y miméticos hides. Se trata de pequeños oasis de frescor, comida y agua. Pero son islas, y no están en el monte, sino más bien en linderos, zonas de pie de monte, depresiones, vegas y zonas agrícolas con riberas arboladas, e incluso en zonas urbanas. Siempre lo he dicho, la diversidad ambiental se nutre, valga la redundancia, en la diversidad de ambientes, y los montes del sureste, demasiado mono-específicos y también excesivamente espesos, sin apenas calvas, enclavados, setos, pastizales, baldíos, cultivos, ni cortijadas, no son lo mejor para los pájaros, ni para casi ningún animal. Ahí la Galicia que conocí en el Camino de Santiago si que parecía una pintura. Ya lo dije, un mosaico de prados, cultivos, bosques y aguas, salpicado de aldeas ancladas en el pasado. Un bello y armonioso paisaje cultural, fuente de biodiversidad. Ojalá el sur recupere en algún momento algo de ese glorioso pasado rural, con sus cultivos de montaña, sus aguas y sus gentes. Ojalá deje de imperar el silencio de los pájaros y del agua. Sería una buena señal para todos.
Banda de perdices abrevando en una charca en mitad del verano. Las perdices necesitan imperiosamente el agua para soportar los estiajes andaluces (foto José Ángel Rodríguez)
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