«Ya iréis viendo como se maneja la piragua», nos dijeron
Hace tiempo hice un descenso en piragua por un caudaloso y salvaje río (sin presas) del norte de España, de los que ya van quedando pocos. Aunque no era la primera vez, en esta ocasión, con unas aguas crecidas y concurridas, sentí la experiencia de forma distinta. Ya se sabe, un mismo camino es diferente cada vez que se recorre. A fin de cuentas, percibimos con nuestras experiencias, estados de ánimo y sensibilidades, en continuo trasiego a lo largo de la vida. En cualquier caso, y como siempre que ando cerca del agua, resultó una jornada muy gratificante. Como les decía, no se trató de un recorrido por aguas mansas. Nada que ver con los paseos contemplativos que se hacen en las tranquilas aguas de embalses o de tramos bajos de grandes ríos, como las del Ebro, donde, precisamente, nació la filosofía de la fluviofelicidad por parte de un compañero, Javier Martínez Gil (artículo). Pero lo que quería contarles hoy no son esas placenteras sensaciones de dejarnos llevar (o más bien arrastrar en este caso) por un río, sino otras que tienen que ver con la analogía que guardan los descensos fluviales con el devenir de nuestras vidas. Al final del día, reflexionando, quedé sorprendido por la cantidad de similitudes que encontré entre nuestro paseo (lo hacía en pareja) y la vida. A fin de cuentas, nada nuevo. A lo largo de la historia el Agua y la Vida han estado íntimamente unidas, y no solo en el aspecto meramente corporal. En el plano espiritual se han escrito multitud de ensayos al respecto. «Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir», define bien lo que digo. Y de eso trata este pequeño articulo. A ver si consigo trasmitir las sensaciones que ahora rememoro de aquél día fluvial (y existencial).
Fue un día radiante, no demasiado frecuente en la cornisa cantábrica. Con mínimas explicaciones, nos despacharon sin contemplaciones, ya digo había mucha gente a la que atender. Ya iréis viendo como se maneja la piragua, nos dijeron, después de abrocharnos los chalecos salvavidas y de darle una patada a la quilla de la embarcación para introducirnos en el agua. Eso sí, el monitor tuvo la delicadeza de «depositarnos» en un tramo afable. Ahí, en ese bautismo del río, empezaron a rondar por mi cabeza las analogías con la vida. Me sentí como un hijo al que el sus padres empujaban fuera del regazo para valerme por mi mismo, al principio por terreno «controlado».
Los primeros tablazos fueron un continuo errar, corregir y aprender. Pese a la torpeza propia del momento, nos inundaba la alegría por lo inédito, por el atrevimiento, por la espléndida aventura que teníamos intacta por delante en un desconocido río, que se abría majestuoso ante nuestros ojos entre soberbias montañas. Pero tras una corta fase inicial, empezaron a presentarse las dificultades. Las corrientes, los saltos, los remolinos y las profundas pozas. Y en esos trances, aparecieron los primeros nervios, las inseguridades, las dudas, las discusiones y los reproches. ¿No es eso la vida? Y algún que otro susto subido de tono. ¡Joder!, en algunos correntales lo pasamos solo regular. Ahí comenzó a aflorar la sensación de peligro que abría las compuertas de la adrenalina, tan necesaria para la vida y que activaba nuestro cuerpo para darlo todo (y rápido). Y así fuimos mal-rodando por el río, hasta que, a fuerza de golpes contra rocas semi-sumergidas y arbustos de las orillas, empezamos a manejarnos. Entonces, de nuevo, como al principio, volvimos a disfrutar de la navegación, del río y de sus paisajes.
«Nos inundaba la alegría por lo inédito, por el atrevimiento, por la espléndida aventura que teníamos intacta por delante en un desconocido río, que se abría majestuoso ante nuestros ojos entre soberbias montañas»
En las horas centrales del día llegó una etapa, en la que nos recreábamos y alegrábamos, incluso, cuando se aceleraba la corriente y percibíamos la proximidad de rápidos. Quiero entender que era por puro placer, por sentir la aventura, por una necesidad de sacudirnos la rutina en que nos sumían ya los tramos fáciles y conocidos. O quizás fuera también porque necesitábamos conocernos mejor y poner a prueba nuestras habilidades. En definitiva, sentirnos más vivos, útiles y capaces. Esa parte media del río, igual que ocurre en la vida, fue seguramente la más placentera. Aunábamos, experiencia, conocimiento, destreza, ilusión y fuerza. Eso sí, siempre tuvimos la sensación de que se trataba de una efímera etapa que el tiempo devoraría rápidamente ¿No es eso la vida?
«En las horas centrales del día llegó una etapa, en la que nos recreábamos y alegrábamos, incluso, cuando se aceleraba la corriente y percibíamos la proximidad de rápidos»
Y, a velocidad de vértigo, quemamos esa magnífica parte del día para ir encarando el ocaso con el último tramo, próximo ya a la mar, donde la pendiente decaía, el cauce se ensanchaba y las aguas se remansaban. Habían desaparecido los sobresaltos, y con ello las sorpresas, los nervios y los cosquilleos ante lo desconocido o imprevisto. Entonces, fue dando la cara otra sensación nueva, la rutina del cansino paleo, sin corrientes que nos impulsaran, sin sobresaltos que nos motivaran, con pocas ilusiones y con las energías casi agotadas. ¿No es eso la vida? Afloró entonces otra extraña sensación. La relativa liberación que nos suponía saber que la meta estaba próxima. Quién nos lo iba a decir solo unos kilómetros más arriba, en el cenit de la aventura, cuando todo eran sonrisas y una montaña rusa de emociones. Era la sensación de estar culminado un proceso natural, de acabar con la pesada carga que ya nos suponía remar en aguas mansas, sin alicientes y casi exhaustos. Era la percepción de estar llegando al fin del ciclo fluvial. Cabría revitalizarse organizando sobre la marcha el descenso de un nuevo río, para no perder nunca la ilusión. Ahí lo dejo ¿No es eso la vida?
Pero todo eso fue únicamente en el plano vital de las percepciones. En el aspecto social tuvimos asimismo sensaciones similares a las que se dan en la vida. Fueron las compañías, las empatías, las amistades, los desencuentros y las soledades con nuestros semejantes. Lo más común, fue compartir tramos cortos del río con compañeros eventuales. Gentes que se conducían de forma diferente, más despacio o más rápido, con mayor o menor destreza, con otros intereses u objetivos. De forma poco frecuente, hubo coincidencias que nos mantuvieron unidos tramos más largos. Pero, en cualquier caso, las mayores complicidades cristalizaron en las adversidades y no en los tramos tranquilos. Los rápidos y los saltos (una mezcla de penares y gozos intensos) fueron los lugares de cita, de encuentro y de afinidades ¿No es eso la vida?
Esos puntos complicados se comportaron como auténticas cribas físicas, pero también personales. Aguas difíciles en las que salían a relucir las personas, con sus virtudes, sus defectos e incluso sus maldades. No fallaba. Al aproximarnos a los lugares más comprometidos teníamos que enfrentarnos al agua, pero también a la observación de curiosos. Las orillas se convertían allí en improvisados graderíos, si exageramos en los de un circo romano, o en los de un plató de programas televisivos de cotilleo. El espectáculo estaba servido, y consistía en contemplar cómodamente cómo sorteaban los «nuevos» las dificultades. Allí se reunían los que a voces intentaban corregirte o darte consejos si veían que los necesitabas. Eran los menos. Los grupos más nutridos disfrutaban del espectáculo de forma pasiva, eso sí, dispuestos a sonreír ante la torpeza. Les faltaban las palomitas, porque cerveza, refrescos y bocadillos si tenían. Hay que tener en cuenta que esos lugares eran aprovechados fundamentalmente también (era un dos por uno) para descansar y reponer fuerzas. Otros miraban atentamente para aprender, para ver cómo la gente iba resolviendo sus problemas, incluso para aplaudir si era necesario. Y, por fin, estaban, imagino, los envidiosos o traumatizados, aquellos que querían ver a la gente tropezar en las mismas dificultades que ellos, para así consolarse y alegrarse si había otros que lo hacían peor. ¿No es eso la vida? En fin, he exagerado, lo sé, pero allí, observando finamente la realidad, podía uno encontrarse casi todos los tipos de especímenes con los que nos cruzamos en la vida.
Conducirse por montañas, ríos y mares en el disfrute placentero, pero sobre todo en las adversidades de la dura aventura, nos sirve para entender mejor la vida. También para conocernos a nosotros mismos y a los demás. No todo es observación de plantas, animales y bellos paisajes. Las actividades deportivas en grupo al aire libre son una escuela de Naturaleza, pero también de Vida.
El descenso de ríos en canoa o piragua es una experiencia contemplativa e introspectiva placentera, que nos ayuda además a conocer el mundo que nos rodea, a nosotros mismos y a los demás. Creo que nos hace mejores personas
Post Data. Esta escueta aventura «dominguera» no dio para más en el aspecto personal. Imagínense lo que daría de sí una travesía en grupo de semanas de duración por altas montañas, ardientes desiertos o embravecidos ríos o mares
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