Los ríos, manantiales de «fluviofelicidad»

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Si ustedes preguntan al doctor Google por la «fluviofelicidad», verán que esa palabreja, tan evocadora y bella, ya ha sido inventada. ¡Qué pena!, lo que me hubiera gustado a mí haber sido el artífice de ese feliz vocablo.

El tema de hoy está relacionado con la universal y contumaz búsqueda de la felicidad. Los hombres, por su capacidad de raciocinio y conciencia, siempre han visto zarandeada su existencia por vaivenes anímicos, tanto positivos como neutros y negativos, entre estos últimos tensiones, angustias, traumas, depresiones, nostalgias, hiperactividades, miedos, tristezas, y mil lindezas más de esa calaña. Y si imaginamos que eso fue así desde la más remota antigüedad, en estos tiempos modernos de prisas, ruidos, competitividades, productividades, consumismos, excelencias y eficiencias, lo es mucho más. Hoy, el cuerpo y el alma están regidos por los caprichosos tiovivos de enzimas, vitaminas y hormonas, descontroladas por nuestros sensores, entre ellos por el estrés, que hace mucho dejó de ser ese sabio mecanismo natural que segregaba adrenalina para preparar al hombre primitivo frente a un inminente contratiempo, digamos por ejemplo que el ataque de un tigre de dientes de sable, que en aquellos tiempos prehistóricos eran abundantes, tenían hambre y acortaban las vidas de los pobladores de estas tierras del sur peninsular.

Aunque el Primer Mundo disfruta de un bienestar y confort como nunca antes se ha vivido, en paralelo, ese hombre acomodado está ahora más necesitado (¿paradójicamente?) de restañar sus heridas anímicas, curas a las que tampoco escapan los demás. Para ello siempre hubo varias alternativas. A saber: a) dejar pasar el tiempo, b) buscar apoyo (religión, familia, amigos, profesionales, pastillas, sucedáneos…), y c) reencontrarse en la Naturaleza. Precisamente, en esta última categoría se incluye este remedio de la «fluviofelicidad», un recurso que suena bien y que me atrae especialmente por el uso que hace del agua como medio relajante y sanador ¿Quién no se ha detenido alguna vez a ver pasar las aguas de un río buscando sosiego en sus reflejos, sonidos y brisas? Seguramente somos legión los que hemos recurrido, a lo mejor inconcientemente, a esa medicina tan barata y accesible.

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Banco dispuesto para la contemplación del río Júcar a su paso por Cuenca

 

Profundizando en los remedios de base contemplativa, para mí hay tres situaciones especialmente balsámicas. Tanto si estoy bien, porque me dan un plus de bienestar, como si estoy tocado, porque me reconfortan. Nunca me sobran. Mis preferencias no son nada especiales ni novedosas. Verán. En invierno me encuentro muy a gusto delante de una chisporreteante chimenea cortijera, a ser posible sintiendo caer el agua a chuzos afuera, lo que me augura agradables paseos oliendo a tierra mojada. En cualquier estación, menos en verano, me relaja mucho un paseo por las rompientes del mar (navegar sería parecido, pero no practico ese deporte). Y cualquier momento es bueno para pasear junto a un río, o bien dejarse llevar por sus aguas (en piragua es una excelente idea). ¡Ah, se me olvidaba! Hay otro escenario que me deja como la seda, pero reconozco que no a todo el mundo le funciona. Es la noche en el campo, a ser posible en soledad y negra como boca de lobo (sin luna) con el fin de contemplar con toda magnificencia el firmamento cuajado de estrellas. Es una excelente terapia para reflexionar sobre la inmensidad, la eternidad y la insignificancia microscópica del hombre y sus problemas. Y ya puestos, también puede valer, ahora es moda que arrasa, darse una andada a buen ritmo por un bello sendero. Eso cansa, relaja y genera endorfinas, que a fin de cuentas son las hormonas de la felicidad.

Por lo que respecta a los remedios de base hídrica y dejando de lado las aguas del mar, que son otra cosa, las continentales han ejercido siempre y en todas las civilizaciones un efecto benefactor para el hombre. Manantiales, fuentes, aguas termales (muy buenas), humedales, lagos, estanques, canales y ríos han sido tradicionalmente lugares de meditación, contemplación y relajación.

No sé ustedes qué opinarán, pero para mí, de todas las manifestaciones de agua que les he citado, los ríos constituyen las más completas, las que aportan mayor número de condimentos para la felicidad (de ahí lo de «fluviofelicidad»). Nada extraño por otra parte, porque los cauces, sus riberas y sus vegas han sido seguramente los lugares más amables (algunas veces también temibles) para la humanidad y en todos los tiempos. No en vano, las civilizaciones nacieron y se desarrollaron a sus orillas. Aguas que están en nuestro ADN desde la acuosa placenta, y de ahí en la conciencia más profunda y atávica. Aguas de ríos que fluyen, a diferencia de las plácidas de estanques y lagos, dibujando continuas e irrepetibles formas y reflejos que hipnotizan, de forma semejante a como lo hacen las olas del mar o las llamas de una lumbre. Aguas que son también música, que trasmiten sinfonías que no son uniformes, que tienen altibajos y oscilaciones, que se dejan acompañar por cantos de pájaros y por el susurro de aires y hojas. Aguas que también son olores, muchos, diferentes y cambiantes. Pero hay bastante más. Estoy seguro que, aunque sea de forma inconsciente, vemos a los ríos como espejos de nuestras vidas. Aguas que son cíclicas, que nacen, fluyen y mueren. Aguas que son también reflejo de edades y ánimos, que son impulsivas, bravas o tranquilas, que son puras, transparentes o turbias, y tantas sensaciones y evocaciones más. Aguas que, como las etapas de la vida, pasaron para no volver nunca más.

Por todo eso (y por otras cuestiones de conciencia ambiental), estaba a huevo que alguien le diera forma al concepto y a la filosofía de la «fluviofelicidad». En España, el término fue acuñado por otro hidrogeólogo (una casualidad, porque como se sabe no nos dedicamos a eso), F. Javier Martínez Gil, catedrático de la Universidad de Zaragoza, y destacado miembro de la Fundación Nueva Cultura del Agua (FNCA). En realidad, y cómo ocurre con frecuencia, la inspiración le llegó de forma más o menos fortuita como organizador, a través de la FNCA, de viajes de varios días en piragua por el tramo final del Ebro. Según Martínez Gil, «Piragüear en grupo camino del mar era como caminar juntos por la vida, de la mano, sin competir, avanzando gozosos hacia un destino común, en un viaje en el que todo el mundo se sentía compañero…Días en los que sentíamos la naturaleza de un modo especial, sin competir con ella, desde una actitud de paz y de agradecimiento a la vida, descubriendo el valor profundo de la percepción de su armonía y de nuestra comunión con ella… En torno al río se disfruta la belleza, se ralentiza el tiempo… la prisa es una enfermedad peligrosa, incompatible con la armonía necesaria para alcanzar un mínimo nivel de sosiego interior que necesita del silencio y la calma… La experiencia fluviofeliz nos permite enfrentarnos ante los ríos como espejos de nuestra realidad humana, personal y colectiva, en ellos se puede ver el rostro oculto de nuestro modelo de progreso, que nos enfrenta a la obscenidad moral de la degradación sin límite».


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Los paisajes del Ebro fueron el escenario veraniego donde se dieron los encuentros de fluviofelicidad (foto: www.terra.org)

Como se ve, el catedrático enfocó el concepto desde una aproximación ecológica, de comunión y equilibrio del hombre con la Naturaleza, de forma que a esas vivencias que generaban bienestar a través del empoderamiento y de una mayor conciencia ambiental le llamó la «experiencia fluviofeliz». Y una vez que el término cuajó e hizo fortuna, empezó a enriquecerse en sucesivos años, dando lugar en 2010 al libro La experiencia fluviofeliz. Una obra que es poesía práctica, un libro “inútil”, en palabras de su autor. Un regalo en forma de reflexiones e imágenes, que lo es también para los oídos cuando uno escucha el CD incluido, con poesías y canciones de otros «enamorados del agua», en cuyas letras y músicas los ríos son protagonistas. 0010985

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