Un Homo sapiens anacoretus en el río Castril. Una lectura para tiempos de confinamiento

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Desfiladero del barranco de Túnez. Detrás de esos farallones calizos vivió el personaje de esta historia, en el corazón de la sierra de Castril

¡Qué descansada vida

la del que huye del mundanal ruido,

y sigue la escondida

senda, por donde han ido

los pocos sabios que en el mundo han sido!

 

Fray Luis de León (Oda I, Vida Retirada, s. XVI)

 

Es 11 de mayo de 2020, después de dos meses de confinamiento a raíz de la pandemia de Covid-19 que azota al mundo. Demasiado tiempo de reclusión forzada para una sociedad más ávida que nunca por lo urbano, lo social, el bullicio y el consumo, y, en consecuencia, muy alejada de lo rural, la austeridad y la tranquilidad. Dos formas muy diferentes de entender la vida, que quedan reflejadas en la siguiente anécdota. Al mes de confinamiento, un joven periodista preguntó a una monja qué cómo lo llevaban. “Pero hijo, si no hemos notado cambio alguno, esta es nuestra vida”. El bisoño reportero, contraatacó. “Ya, ¿pero no se sienten agobiadas por esa vida?”. De nuevo, respondió la monja. “¡Uy, qué va!., agobio el que sentimos cuando de vez en cuando traspasamos las paredes del convento. Para angustia la de ustedes, lo suyo no es vida”.

Sesenta días dan para pensar en si vamos por buen camino. En disfrutes perdidos, como era el del lento pasar del tiempo, el de las cosas sencillas, el de la justa necesidad, el de la tranquilidad, la contemplación o el del contacto íntimo con la Naturaleza. Aparte de ello, antiguamente lo religioso y lo espiritual tuvieron enorme peso. Aunque hoy pueda parecer increíble a la juventud, muchas personas hicieron de ello profesión o modo de vida. Fueron monjes, frailes, monjas, cenobitas, solitarios, ermitaños, eremitas, ascetas, y un largo etcétera. Fueron los habitantes de eremitorios, “desiertos” o de los cientos de monasterios que salpican la Península, levantados en desfiladeros o aislados valles y montañas. Eran también los solitarios, aquellos que vivían en cuevas o chozas. Lugares que aunaban lo recóndito con la existencia de agua que les posibilitara una vida de autosuficiencia. Agua que era alimento para el cuerpo, pero también para el alma. La más deseada, la que manaba de la tierra por su pureza y regularidad frente a sequías. En todos los casos, se buscaba con ella el abasto de huertas y ganados, incluso el cultivo de peces en estanques. Aguas que sanaban también el espíritu por sus propiedades presuntamente divinas, sagradas, santas o purificadoras. Aguas que eran caños, pilares, abrevaderos, presas y acequias, pero también altares, ermitas y santuarios de oraciones, peticiones, contemplaciones y penitencias. Laborar y orar, era la vida de la mayoría.

Antiguo monasterio del Cuervo (Medina Sidonia, Cádiz, un “desierto” carmelitano alrededor de un campo de fuentes (les dejo enlace del un artículo al final. Foto José María Fernández Palacios)

Monasterios y aguas, solitarios y fuentes, han sido temas por los que siempre he sentido atracción cuando se cruzaban en mi camino, dentro de una rama que me apasiona, la etnografía del agua (con similar temática a la de este artículo, les dejo algunos a otros al final). Y así fue como en uno de mis recorridos por el Parque Natural de la Sierra de Castril en el año 2001, con motivo de la preparación del libro Manantiales de Granada, fui a dar con la historia de un anacoreta y una fuente, en uno de sus más altos e inaccesibles valles.

En este ambiente de confinamiento, me ha parecido curioso reponer una versión resumida de aquella historia del solitario del río Castril, una de las 120 viejas historias recogidas en la tercera edición (2018) de La Sierra del Agua. Ahí va:

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Quién le iba a decir a aquella recóndita y olvidada fuente del Barranco de Túnez, rodeada de un anfiteatro de inexpugnables farallones calizos, que a sus orillas vendría a beber todos los días, durante años, un solitario hombre, conocido, por su oficio y el nombre del lugar, como el «Maestrillo de Túnez».

La historia de ese hombre fue recogida, al menos, en un libro y en un reportaje del periódico Ideal de Granada, el 25 de marzo de 1990. Era la aventura de un hombre retirado del mundanal ruido junto a una fuente (no podía ser de otra manera), un huerto y una choza. Convivió con especies en peligro de extinción, como el águila real o el quebrantahuesos. Pero, sin saberlo, él mismo fue otro animal exclusivo, un Homo sapiens anacoretus, hoy prácticamente extinguido de nuestras montañas. Solteros, frailes, locos, huidos, desengañados, introvertidos, inadaptados y también personas cuerdas, vivieron de forma autosuficiente en soledad y aislamiento en chozas, cuevas y abrigos hasta bien mediado el siglo pasado.

El «Maestrillo de Túnez», uno de los muchos solitarios andaluces, que vivió en una choza del Alto Castril (fotos Javier Diez, periódico Ideal de Granada del 25 de marzo de 1990)

El personaje se llamó Enrique Iglesias, nacido en Vélez Blanco (Almería) en 1904. Maestro sin título, se ganaba la vida enseñando las letras y las cuatro cuentas por las numerosas cortijadas que entonces había diseminadas por las montañas de extremo norte de la provincia de Granada. Con la emigración del mundo rural y la generalización de la escolarización en la segunda mitad del siglo XX se fue acabando su modo de subsistencia, un revés, al que sumaba una profunda herida que arrastraba desde 1955. Fue un desengaño amoroso. Su última novia vivía en un cortijo en el que daba clases. Con ella tenía establecido un sistema de comunicación, de forma que no había moros en la costa cuando colgaba una toalla en la ventana. Hasta que un día acudió al trapo y descubrió que la señal no era sólo para él.

Así pues, entre unas y otras cosas, decidió “echarse al monte”. Con una mula, a la que llamaba Imperio Argentina, y un baúl de libros por única compañía, se retiró para el resto de sus días a un valle colgado en la vertiente derecha del río Castril. Allí comprobó lo certero del consejo de Fray Luis de León, cuando dijo aquello de «¡Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido!», y ya no quiso salir de su particular anfiteatro de montañas.

Allí levantó, junto a un arroyuelo de aguas cristalinas, una choza de piedras, barro y broza. Arregló las aguas y construyó una pequeña balsilla para facilitar los riegos. Sembró varias paratas de nogueras, árboles frutales y parras, y levantó un huertecillo, en el que criaba de todo lo necesario. En los meses más duros del invierno, bajaba de vez en cuando al pueblo a por víveres, o algún pastor o recovero se los subía.

Se dice que previendo su final llegó a cavar su propia tumba con el fin de ser enterrado por el primero que lo encontrase muerto. A principios de los 90 se metieron unos inviernos de nieves muy malos. Le fallaba la vista y el alcalde de Castril, Joaquín Fernández, mandó a por él. Enrique Iglesias, «el Maestrillo de Túnez», murió en 1993 a los 90 años de edad. Sus restos reposan en el cementerio de Castril.

La historia de este hombre, es para muchos parte del legado cultural del Parque Natural Sierra de Castril. Por eso, es necesario seguir insistiendo en la rehabilitación como refugio de aquella sencilla choza, hoy en estado ruinoso. Sería un bonito recuerdo y homenaje a este último anacoreta de aquellas brutales montañas, que alguien bautizó como el Tibet granadino.

Los pedantes dicen ¡que loquito soy!

porque en la montaña de continuo estoy.

¿No saben los laicos y gente ruin

que estoy a gusto y llevo buen fin?

Me voy al trabajo y cumplo con Dios.

Cuando me canso y me siento con sed,

me voy a la fuente y empiezo a beber,

me doy media vuelta y bebo otra vez,

me lío un cigarro y bebo sin sed…

 

El «Maestrillo de Túnez»

 

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