Paseos por el Danubio en Navidad. Viena

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En los coletazos del año, me gusta escaparme unos días a disfrutar de la iluminación y los mercadillos navideños por alguna de las viejas ciudades de Centroeuropa. Con tiempo, existen ofertas de vuelos sorprendentemente baratos. Solo pongo una condición, que las ciudades de destino sean históricas (a ser posible Patrimonio de la Humanidad) y tengan buenos ríos. Con los años me he dado cuenta de una obviedad, que ese segundo requisito sobra, porque cualquier ciudad centroeuropea que se precie los tiene. No es casual, claro. Las grandes arterias que nacen en las montañas, sobre todo en Alpes, fueron su cordón umbilical, su razón de ser, los caminos de su comercio y transporte, su abasto y regadío, y también en muchas ocasiones su barrera defensiva a través de canales y fosos perimetrales.

Dejo para otra ocasión hablarles de las diferentes maneras de recorrer estos grandes ríos, para ir enlazando hermosas ciudades ribereñas. Una forma de hacer turismo a pie, en bicicleta, en tren o en barco, que es de lo más apetecible y placentero en cualquier época del año, si bien yo prefiero para eso el otoño y el crudo invierno, aunque a algunos pueda extrañarles. Las riberas heladas o cubiertas de nieve son bellas estampas navideñas que me aseguran una casi completa soledad y me trasmiten sensaciones muy placenteras.

Pues bien, así fue como a finales de este pasado mes de noviembre recalé en Viena, al pie de los Alpes, ciudad que conocía de una ocasión anterior. Para quién no la conozca, Viena, capital de Austria, es una ciudad imperial maravillosa. Sus edificios, calles, plazas y monumentos son el vivo retrato de una urbe que viene de un pasado cultural glorioso, una ciudad palpitante, que rebosa glamour, historia y, sobre todo, música. Una ciudad cuidada y sin edificios ni monumentos abandonados, muy diferente en eso a tantas otras, donde el patrimonio es abundante, pero está frecuentemente desatendido o maltratado. En esta ocasión llevaba en cartera recorrer a pie el Canal o Pequeño Danubio, y el Viejo Danubio (el río), dejando para otra ocasión el Nuevo Danubio, el Alto Danubio y la Isla del Danubio. Demasiados “danubios” urbanos y semiurbanos para tan poco tiempo disponible.

La iluminación, los mercadillos y el ambiente navideño ocuparon mis primeros días. Pero muy pronto, los diferentes brazos del río que bañaban la ciudad empezaron a ejercer sobre mí una poderosa atracción. Y así fue como una mañana me dispuse a conocer el antiguo brazo del río, convertido en 1598 en un canal de 17 kilómetros de longitud que bordea la ciudad histórica, a apenas siete minutos de la plaza de la Catedral de St. Stephan. Tracé mi ruta por la margen derecha (la más pegada al casco viejo), desde la confluencia del río Wien hasta el puente de la carretera 221 (Adalbert-Stifter-Straße). Un recorrido de unos cuatro kilómetros aguas arriba y una hora a paso normal.

Al descender las escaleras que daban acceso a la plataforma del canal me sentí transportado a otra ciudad. Todo aparecía lleno de grafitis. El camino ribereño olía a pintura. Muros, suelos, farolas, papeleras y barandillas habían sido objeto de sprays de todos los colores y estilos imaginables. Había llegado hasta allí distraído y no estaba preparado para ese brusco choque, que fui asimilando e intentando comprender, poco a poco. Por lo pronto, me sentí transportado a otros ámbitos, no sé, portuarios, de extrarradios, de barrios marginales, de espacios vanguardistas o de polígonos industriales abandonados.

Canal del Danubio a su paso por Viena

 

El panorama no cambió en todo el recorrido. Miles de pintadas de nulo o escaso valor artístico, se alternaban con algunos lienzos y detalles decorados con obras fantásticas. Seguramente, el raro era yo, que no llegaba a entender ese arte callejero en un espacio tan sagrado para mí como era esa ribera del canal. Tampoco encontré en ese “ambiente” comercios, tiendas de artesanía, talleres, restaurantes o terrazas. Solo locales con las persianas pintadas y echadas, en gran parte cercenados por el paso de la vía del tren que discurría paralela al canal. Tampoco encontré apenas atraques, ni barcazas, ni clubes de deportes de agua, ni piraguas, ni embarcaderos. Por el contrario, bajo los puentes que salvan el canal se dejaban ver restos de pequeños botellones, o enseres de personas sin techo y marginadas. Y en concordancia con todo ello, cierta suciedad, abandono y poca gente paseando. Sabía que el otoño y el invierno eran estaciones poco propicias al bullicio, mientras que en la primavera y el verano la situación cambiaba, con una mayor concurrencia, festividad y alegría.

Por lo que respecta al propio cauce, la primera parte aparecía con poca vegetación, encofrada ente verticales muros de hormigón flanqueados a tramos por modernos edificios, con la excepción del pequeño parque Wettstein, en la orilla opuesta a la que recorría. En ese andar, me reconfortó llegar a la transición del primitivo canal, con riberas de escollera, festoneadas por una estrecha cinta de vegetación compuesta por elegantes mimbreras y esbeltos álamos. También me alegró ver el paso de un barco turístico. Por el contrario, apenas vi fauna, ni pescadores. Y así, pensativo, regresé de nuevo a zambullirme en la bellísima e impoluta ciudad imperial que brillaba allí al lado, donde todo era glamour y refinamiento. ¡Qué contraste!

Ese puente hacía de frontera entre un encofrado Canal del Danubio y un cauce de escolleras y vegetación de ribera

Barco turístico haciendo el recorrido del Pequeño Danubio, que bordea el casco histórico de Viena

 

La mañana siguiente vino con lluvia fina, sin aire, ni frío. Una delicia, y quise desquitarme apostando por la ribera del viejo río, que discurría más retirada, a poco más de tres kilómetros del centro de la ciudad, unos 40 minutos de paseo. A través de la avenida Lassallestraße llegué a los muelles donde atracan los cruceros fluviales que hacen el recorrido hacia Budapest (Hungría), pasando por Bratislava (Eslovaquia). Me encontraba en la margen derecha del Danubio y mi objetivo era ascenderla hasta llegar a la toma del canal de la ciudad, junto al puente Schemerl. Me separaban casi 5 kilómetros, poco más de una hora. Me apetecía remontar ese gran río, el Viejo Danubio, el original. Al otro lado del río discurría otro canal, el Nuevo Danubio, del que derivaba un nuevo brazo con forma de cayado, el conocido como Alto Danubio, diseñado para dar lugar a una gran isla artificial, convertida en una zona recreativa de la ciudad. Allí era donde estaban las playas, restaurantes, zonas de recreo, clubes de deporte, jardines y algunos bosques. También sabía que en junio se celebraba en ella el festival al aire libre más grande de Europa. Pero para verla en su esplendor, y no llevarme un chasco, había que ir en primavera, aparte de que tenía que cruzar uno de los grandes puentes y alejarme más de la ciudad histórica. Así es que dejé para mejor ocasión la isla.

Aunque el río me pareció enorme, comprobé que el nivel estaba bajo, lo que había impedido la salida de los cruceros turísticos rumbo a Budapest, entre ellos los de Viking, Amasonata y Croisi Europe. Entonces recordé que en verano la prensa local se había hecho eco del bajo nivel del río, situación que no había mejorado en otoño, con muy poca nieve aún en los Alpes, como había podido comprobar con mis propios ojos desde la ventanilla del avión. Pese a todo, para un simple paseante fluvial del extremo sur de Europa aquello carecía de significación, dadas las magnitudes del brazo de agua. El río daba gusto verlo, con 300 metros de anchura y unas riberas con defensas de escolleras en pendiente, pero sin hormigón. Eso sí, con poca vegetación, quizás como medida de protección frente a riadas, aunque a lontananza, fuera del tramo urbano, se apreciaban sugerentes manchas de bosques ribereños, ya sin hojas.

Cerca de los embarcaderos de los cruceros turísticos que hacían el trayecto hacia Budapest

 

Todo aquí aparecía limpio y cuidado, sin pintadas, con abundantes zonas aledañas ajardinadas y dotadas de mobiliario urbano, como farolas, descansaderos y bancos. El paseo emanaba un ambiente plácido y agradable. Pese a ello, aquella lluvia fina que me acompañó me sumió en una extraña soledad, apenas importunada por algunos corredores. Me resultaba extraño contemplar grandes distancias de paseo absolutamente desiertas. Igual que me ocurrió en el canal, tampoco me tropecé con embarcaderos, ni barcos, ni tráfico fluvial, imagino que una excepcionalidad de aquellos días fríos y desapacibles que eran la antesala del invierno. A pesar de todo, o quizás por todo eso, disfruté mucho de aquella mañana, bien protegido para el agua.

Mañana de lluvia mansa, paseando por la margen derecha del Danubio

 

Y así fue como poco a poco fui abandonando la zona más urbana, para irme aproximando a unas colinas, que me había impuesto como final de mi recorrido. Allí esperaba encontrar lo que fue el antiguo brazo del río, convertido en canal desde 1598. Tras pasar una primera toma, llegué al puente metálico de Schemerl, que salvaba el arranque del gran canal. Una obra de finales del XIX, rematado por desafiantes leones frente a las impetuosas aguas del Danubio, que daba la bienvenida a la ciudad, en forma de puerta de entrada navegable. Un sistema de vertederos y esclusas contemporáneas con el puente permitían regular el caudal y evitar las antaño frecuentes inundaciones.

Al fondo el Danubio y en primer plano el canal de la ciudad de Viena, y el estribo derecho del puente Schemerl

 

Me tocaba regresar por el mismo sitio, aunque también valoré reingresar a la ciudad a través de la traza del canal, lo que me habría permitido hacer un circuito circular de unos 15 kilómetros en total. Dejo para otra ocasión conocer la Isla del Danubio y hacer esa vuelta.

 

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