Molinos hospedería, crónica de un «hidroturista»

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En el último post hablé de «hidroturismo», una especialización turística de viaje, descanso o deporte que busca el agua, y ello en sus facetas natural, histórica-cultural y/o recreativa-deportiva. De esa forma, el «hidroturista» es aquél que lo practica, una especie de friki del agua, que la busca como excusa para sus escapadas y para relacionarse con el territorio, del que le interesan normalmente muchas cosas más, también el campo, los pueblos, sus gentes y sus cosas, como me gusta decir (¡y practicar!). Pues bien, cuando un «hidroturista» planea salidas de vacaciones, fin de semana o puentes, con pernoctas incluidas, recomiendo vivamente un tipo de alojamientos hechos a nuestra medida, como son algunos de los antiguos molinos rehabilitados como hospederías. Al promocionarlos y acudir a ellos (con precios que suelen ser razonables) ayudamos a sustentar las maltrechas economías rurales y damos oportunidades para que algunas de estas emblemáticas construcciones (y otras similares) se salven de la ruina y del olvido. Son muchas las afinidades, sinergias, vibraciones positivas y simpatías que siento por estos refugios de autenticidad y de paz que perviven anclados en el tiempo junto a ríos y grandes manantiales. Cuando me he alojado en ellos, siempre me he sentido como en casa, he conseguido desconectar y he vuelto a mi rutina rebosante de experiencias y satisfecho. En gran parte creo que ese bienestar es debido al agua que los envuelve y fluye junto a ellos, eso que un ilustre colega mío de la Fundación Nueva Cultura del Agua dio en llamar «fluviofelicidad», una interesante filosofía sobre la que otro día podemos extendernos.

Pero ahora, si quieren, les cuento la crónica de uno de mis últimos viajes a esos molinos hospedería, que puede valer para casi todos, cortados por el mismo patrón, aquí en Andalucía y en cualquier otro rincón de nuestra querida España. Ahora bien, el que avisa no es traidor, llegar a ellos no siempre es cuestión sencilla. Hay que adentrarse por carreteras secundarias y estrechas e incluso por caminos de tierra, e ir muy atentos a mínimas señales artesanales en cunetas y balates que nos llevan hasta el «escondite» donde se suelen encontrar estas hospederías. No valen aquí los recursos del google maps, ni otros parecidos.

Después de dar un par de vueltas de reconocimiento, acierto por fin con el hotelito. Es una casa de piedra de dos plantas, casi oculta por una frondosa vegetación. Apenas tres o cuatro coches se disponen en el aparcamiento de tierra improvisado frente a él. Como me imaginaba, es pequeño, coqueto, rústico y noble. Nada más salir del vehículo empiezo a detectar detalles perfeccionistas, que delatan que quién cuida de aquello es persona sensible que ama la naturaleza. Dispone de una primorosa huerta y de un arboreto de frutales bien cuidado. Atravieso la acequia original del molino y junto a la puerta principal veo adosado un pilar de piedra con chorro permanente. Lo circunvalan gran cantidad de macetas con flores y un enorme jazmín, que casi tapa la entrada. La placeta tiene varios alcorques con higueras y naranjos. Todo acaba de ser baldeado, y huele a tierra mojada. Tras pasar el zaguán, me adentro en una estancia acogedora. En las paredes, piedra del terreno y lienzos lisos de color salmón, en el suelo barro viejo y en el techo recias maderas que no son de imitación; la iluminación es suave y nada se oye. A mi izquierda hay un salón con una gran chimenea, varios sillones de orejeras que parecen cómodos, lámparas, una mesa baja y a ambos lados del hogar dos estanterías repletas de libros bastante desordenados. Sobre una mesa reposan revistas y prospectos. A mi derecha queda la minúscula recepción y una pequeña barra con cafetera y grifo de cerveza. Toco una campanilla y al poco aparece el que supongo es el dueño de todo aquello. Por teléfono había pedido una habitación con vistas, pero sobre la marcha me doy cuenta (una vez más) que ello es una redundancia propia de un cateto de ciudad, porque estos establecimientos no tienen habitaciones interiores.

– ¿Prefiere usted ver la montaña o el río, me pregunta mi interlocutor?

– Pues si puedo elegir me gustaría ver el río y si es posible desde la planta de arriba

– Pues tome– y me alarga una llave de las de toda la vida (en estos sitios no se estilan las tarjetas magnéticas) unida a un madero que pone «Charco del Ahogado». Menos mal que no soy supersticioso.

Al entrar en la habitación, con el nombre rotulado en un azulejo, siguen los detalles. Piedra, ladrillo viejo y estuco con el mismo color salmón de la recepción. La cama de matrimonio es enorme, con un cabecero de hierro de forja, presidida por una foto de época en la que se ve un arriero por una vereda que acompaña a un serpenteante río. La ventana es de madera pintada en verde, sin postigos, con la luz solo matizada por un visillo de fino encaje. Está claro que la actividad arranca pronto en este lugar, como si la hospedería no hubiera cambiado las costumbres del antiguo molino. Y no, es gana de buscar, no hay televisor, solo una mesa baja, un par de mullidos sillones junto a la ventana y a una lámpara de pie entre ambos. Entonces, en un efecto reflejo, consulto mi móvil, y como ya intuía no da señal de cobertura. Entro en el cuarto de baño, que huele a lavanda. La grifería es de latón viejo y me llama la atención una bañera elevada esmaltada en blanco, como las de antes, junto a una ventana más pequeña que también da al río.

Tras la reconfortante ducha después del largo viaje, bajo al salón chimenea y entonces reparo que en una habitación lateral hay un pequeño televisor apagado y un teléfono de monedas (de los que ya se ven pocos). Sobre la mesa del salón, donde imagino que los huéspedes hacen la tertulia, veo esparcidas revistas de viajes, de naturaleza y de fotografía, junto a varios prospectos de empresas de la zona que ofrecen servicios turísticos, casi todo rutas, algunas ecuestres, y deportes de aventura. Ni un ruido se percibe, parece que el hotel esté deshabitado. Entonces, discretamente, se me acerca el dueño, que con suma delicadeza me pregunta si necesito algo, si conozco la zona y quiero que me aconseje. Me comenta que tiene varias bicicletas de montaña y que organiza rutas guiadas por los alrededores. Tiene tiempo para hablar conmigo, la prisa parece que no va con él, y denoto que desea ofrecerme un trato cercano y familiar. Nuestra mejor propaganda es el boca a boca, me dice. Este sitio lo conoce muy poca gente, pero es fiel y con esa clientela tenemos suficiente, no queremos más, solo personas amables que sepan apreciar la naturaleza. Los fines de semana llenamos, pero entre diario tenemos menos gente, la mayoría extranjeros, que conocen nuestros tesoros mejor que los de la comarca o la provincia. Me explica que el establecimiento está orientado al relax y la tranquilidad, que para bullicios y estreses ya tenemos todo el año. Por eso no hay televisores (salvo el ya comentado para irreductibles futboleros, me cuenta), ni conexión a Internet, ni cobertura de teléfono (un regalo de la orografía), pero se apresura a comentarme que no estamos aislados, que el teléfono fijo está permanentemente disponible para recibir y para llamar. Para utilizar el móvil me indica que debo subir a la parte alta del cerro, donde ha instalado la antena del televisor, junto a la era, que allí van algunos de sus huéspedes habituales por la noche a conectarse un rato, si bien la cobertura sigue siendo mala.

Se ha brindado a explicarme sobre un papel lo que debo ver y las rutas a pie más interesantes para los dos próximos días, siempre alrededor del agua, como me he ocupado de recalcarle. También me ofrece su carta de restauración, corta, pero elaborada con productos de suministradores locales (la mayoría ecológicos, aunque no estén certificados) y recetas tradicionales de la zona. Eso si, debo prevenirle con antelación cuantos comensales vamos a ser para comer o para cenar. El desayuno está incluido, pero me advierte que es tempranero, de las 7 a las 9,30. Me dice que el pan y el aceite son exquisitos. Eso me agrada especialmente, porque un buen desayuno es un placer de dioses, la mejor manera de encarar con ilusión un nuevo día de vacaciones.

Todo lo que rodea al molino es agua que corre y se siente, y frondosa vegetación. Está el pilar de la entrada (el agua viene de una fuentecilla), la acequia original del molino, el río aledaño con sus charcos y pozas, una pequeña huerta con árboles frutales y, sobre todo, una arboleda impresionante de álamos, mimbres, olmos y fresnos. A nuestra vera pasa una vereda de buena hechura, la de la molienda que enlazaba con el pueblo, situado unos 7 km aguas abajo. Me la recomienda sin dudarlo. Entre ida y vuelta puede usted echar sus buenas cuatro horas, más de cinco si va tranquilo, me dice.

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Tras una vuelta por los alrededores para hacerme con los caminos rurales y tapear por el pueblo, regreso ya tarde. La noche siempre me ha encantado, soy más bien búho. Desde mi cómodo refugio del «Charco del Ahogado», arrimo uno de los sillones un poco más a la ventana, abierta de par en par, y, con la habitación a oscuras, dejo que mis pupilas se vayan dilatando. Al poco veo perfectamente las copas de los álamos y las mimbreras bañadas por la luz lechosa de la luna, al tiempo que llega hasta mí una fresca brisa que arrastra un dulce olor a azahar y una sinfonía campera que es gloria bendita para mis oídos. De fondo permanente el rumor sordo del río, al que se superpone un grillerío potente, el croar de unas ranas y los cantos de celo de varios ruiseñores (estamos en plena primavera), con notas aisladas de, al menos, un autillo. Para mí, todo ello es sumamente placentero, la dulce melodía de un río nocturno, un extraño anacronismo en nuestra cotidiana y rutinaria vida urbana actual. Ni que decir tiene que quedo dormido profundamente sin el más mínimo problema, hasta que la luz del amanecer se cuela entre los visillos de encaje. Entonces caigo en la cuenta de que la sinfonía ha cambiado. El agua sigue con su runruneo, pero los grillos se han callado y los ruiseñores compiten ahora con otros pájaros de ribera, cuyos cantos no diferencio, salvo las inconfundibles notas de dos oropéndolas, y me da alegría saber que están por allí cerca. De la planta baja asciende un inconfundible olor a café y a pan tostado. Tras el reparador desayuno, ando ilusionado con un día repleto de aventuras y de experiencias hídricas en un territorio que conozco poco. El sendero del río, un desfiladero, una acequia colgada en una pared, un antiguo puente romano, una cueva con pinturas prehistóricas y un gran manantial son algunos de mis objetivos para estos dos días. Repaso como encajar todo ello en el tiempo disponible sobre un plano extendido entre tostadas y cafés. Y me recreo pensando que aún me queda otra noche y otro medio día, hasta regresar de nuevo a la urbe, a mis ocupaciones, a la rutina, al ruido de motores y a la tortura de las noticias políticas y del teléfono.

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Al final he cumplido todos los objetivos de agua, menos el del desfiladero, que veo desde arriba, pero que requiere de vadeo por el interior del cauce, para lo que no voy preparado. Han sido dos noches y tres días de mucha actividad, pero sumamente relajantes, en los que he practicado la «fluviofelicidad». Definitivamente, los molinos hospedería que andan repartidos por las orillas de los mejores ríos españoles, en hoces y valles todavía bastante vírgenes y tranquilos, son lugares ideales para cualquier «hidroturista» que se precie. Muchos no aparecen en los habituales portales de búsqueda de alojamientos, por eso sus contactos los tengo siempre a mano en mi agenda telefónica. A ellos regreso cuando el cuerpo y el alma me piden sosiego.

 

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