El río Darro, a su paso por Granada (archivo Fundación Rodríguez Acosta, hacia 1865)
Dauro, Hadarro, Darro…, así pudo llamarse Granada. Este artículo quiere rendir memoria y reconocimiento al río de Granada por excelencia. Ser un recuerdo a aquella ciudad acuosa, pujante, viva, alegre y exótica, que llegó incluso a ser la más populosa de Europa junto con París hacia mediados del siglo XIV.
Nuestros más remotos ancestros ya cazaban y carroñeaban hace, que sepamos, 1,4 millones de años por los alrededores. A tiro de piedra, seguramente hicieron descubiertas río abajo y se asomaron a las colinas rojas auríferas de Granada, cuando al codiciado oro de sus sedimentos y a los metales les faltaban muchos miles de años para ser aprovechados. Mientras tanto, las nieves de Sierra Nevada siguieron ejerciendo de potente faro, imán y promesa de fertilidad a través de sus generosas aguas de verano.
El primer resto de asentamiento estable encontrado corresponde a un poblado de la Edad de los Metales, al que sucede el oppidum íbero de Illíberri. Como era de esperar, los íberos, hace unos 27 siglos, levantan la ciudad fortificada en una colina, cálida en invierno y fresca en verano. Un lugar en alto para dominar y defenderse mejor. Elevado para facilitar también drenajes, minimizar escarchas, y resguardarse de los envites del río. Pero al mismo tiempo, próximo a las aguas del Darro y de las planicies aluviales del Genil. Un terreno de conglomerados rojos, fáciles de tallar y excavar, pero consolidados, sin peligro de derrumbes ni deslizamientos. Un lugar donde manaban pequeños nacimientos de los que abastecerse. Si, el lugar elegido era el altozano de poniente de la colina del Albaicín, desde el que se divisaba una extensa llanura, con el discurrir de los ríos Darro y Genil hacia la puesta del sol.
El río Darro fue el cordón umbilical de la ciudad de Granada. En la imagen, a su paso por la Carrera del Darro, de la que se dice que es la calle más bella del mundo
En época de la Illíberri romana, los cerros próximos habían sido minados en busca de aguas, insuficientes en caudal en agudos estiajes y secas para aquella ciudad. Con bastante probabilidad, pusieron sus ojos y sus manos en las cristalinas, permanentes y caudalosas aguas de la cercana Fuente Grande, que podían ser transportadas fácilmente por canal a la ciudad, en lo que sería en época árabe la acequia de Aynadamar. El gran manantial de Deifontes, donde dejaron huella de captación, les cogía lejos, y sobre todo a insuficiente cota para ese fin. La Illíberri romana se convirtió en una próspera ciudad, en buena parte merced a una intensa minería del oro por el método de ruina montium, en muchos de sus contornos, y en especial en el Cerro del Sol, a partir de las aguas derivadas desde el río Beas. Sin contar con algún artefacto para la elevación del agua del río, con esa minería empezó realmente la dependencia de la ciudad con el Darro (el Beas es afluente).
Con el tiempo, la ciudad fue descolgándose hacia el cauce, buscando mayores disponibilidades de suelo y agua. Pero no sería hasta época zirí cuando el Darro es captado por una coracha y poco después por las acequias de Axares y Romayla para el abasto de nuevos barrios y de la gran medina de la Mezquita Mayor. Desde el Genil se derivarían también dos importantes acequias para la ciudad, la Gorda y la del Cadí, no sabemos si sobre construcciones previas. Mientras tanto, el suministro del Albaicín estaba confiado a la acequia de Aynadamar y a una tupida red de aljibes. El rompimiento del esplendor de Granada llegaría en época nazarí con la traída de aguas de la Acequia Real y el levantamiento de la ciudad palatina de la Alhambra, y desde esa acequia de nuevos arrabales en las laderas de las colinas de la Sabika y del Mauror, por encima de las acequias preexistentes.
Así pues, la ciudad se fue acomodando a las márgenes del Darro, prolongando calles, barrios y arrabales al ritmo que lo hacían sus nutricias acequias. Se reutilizaron puentes romanos y ziríes, y se levantaron otros nuevos, hasta nueve principales. Se da lugar así a una ciudad acuosa íntimamente ligada al río (ver artículo), que le ofrece agua limpia de boca y energía, al tiempo que sirve como vía de evacuación de desechos y de aguas negras. Unas orillas que se convertirían también en nexo de unión y punto de encuentro social en mercados, fiestas, celebraciones, pilares, lavaderos, abrevaderos o baños (hamman). Una ciudad que era un enjambre de acequias, acecuelas, ramales e hijuelas que discurrían por los entresijos de la ciudad, como ocurría en las calles Puentezuelas o Molinos Un río y unas acequias que daban servicio a huertos, jardines, molinos, mataderos, tenerías, curtidurías o sederías. Un cauce del que se seguía sacando arena y bateando oro. Unas gentes que hicieron oficio del agua, como aguadores, acequieros, aljiberos, molineros, alguaciles, lañeros, zanaguidles, lavanderas y buscadores de oro, entre otros. Hacia 1330, Granada es considerada la urbe más poblada de Europa.
“Riverilla del Darro” (grabado de J.F. Lewis, 1833-34)
En época cristiana, la infraestructura hidráulica preexistente apenas se implementa, si bien la ciudad sigue creciendo, sobre todo hacia el valle y confluencia con el Genil, para lo que se levantan al menos cinco puentes más. Pero la sensibilidad por las fuentes, pilares, baños, surtidores, árboles, jardines, huertos o albercas no es la misma de la cultura árabe. Tampoco tiene el agua para los cristianos un sentido místico, sagrado y purificador tan elevado como el de la cultura anterior. Poco a poco, el modernismo urbano imperante en Europa, la lucha contra las periódicas riadas y la insalubridad del río y sus enfermedades asociadas (cólera, peste…) hacen que el río y sus acequias se vayan cubriendo. El principio de ese deterioro comienza en 1510 con el cierre de Plaza Nueva, al que seguiría una larga etapa de embovedados parciales hasta el de la Acera del Darro en 1936.
No obstante, en el siglo XIX se viviría un corto periodo de esplendor con el arribo de viajeros románticos atraídos por el exotismo oriental que aún conservaba la ciudad y la Alhambra. Desde luego, la Alhambra y las cuevas de Sacromonte son objetivos prioritarios, pero también lo son las riberas urbanas del río, enlazadas con bellísimos puentes, alrededor de las cuales todavía late con fuerza una ciudad acuosa. A través de Los Cuentos de la Alhambra de Washington Irving, o de los grabados y pinturas de Roberts, Lewis, Doré, Bossuet o Colman, Granada se convierte en una de las ciudades más bellas, atractivas y exóticas de Europa.
“Riverilla del Darro y puente del Carbón” (litografía, D. Roberts, 1836)
Pero, desgraciadamente, ese efímero esplendor de la época romántica decae tras el cubrimiento de lo que va quedando del río y de sus acequias, y de la progresiva eliminación de fuentes, abrevaderos, lavaderos, aljibes y baños. Un proceso desertificador que culmina en la Granada actual. Volver al pasado acuoso de la “ciudad del Darro” es prácticamente imposible, pero si que podemos conocer como fue, apreciarla y sobre todo defender y mimar al máximo el pequeño tramo descubierto que aún conservamos entre Plaza Nueva y el puente del Aljibillo. Un auténtico tesoro, junto a la calle que hace de ribera derecha, de la que se dice que es la más bella del mundo. Y en esa labor, queda aún pendiente sanear algunos vertidos de aguas residuales, defender de la sobreexplotación los ridículos caudales estivales fluyentes y prolongar el sendero del río aguas arriba del puente del Aljibillo, conectando ambas orillas, la del Sacromonte con la de la Umbría del Generalife. Un paseo fluvial que sería una auténtica maravilla en cualquier ciudad de la Vieja Europa (ver artículo).
¡Qué paradoja que un lugar que fue bautizado por los antiguos con un nombre tan bello, evocador y sugestivo como Valparaíso permanezca incomunicado y olvidado por los granadinos!
Nota.- este artículo es una versión de La ciudad del Darro, publicado en el número 22 (octubre de 2020) de la revista Alhóndiga
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