El viejo álamo, junto a la fuente de la nava (foto José Gómez)
Fue a finales de un caluroso mes de julio, como el de este 2015, pero de hace un montón de años. Perdida en el universo de los recuerdos, tuvo lugar la siguiente historia (publicada, con ligeras modificaciones, en La Sierra del Agua, 80 viejas historias de Cazorla y Segura).
El Tío José y la Tía Segunda vivían en unas chozas de piedra arracimadas al resguardo de varias muelas de tajos, que emergían en mitad de una fértil nava serrana. Aquella tierra trabajada, negra y honda, estaba rodeada por altos riscales calizos, entre los que se alzaban esbeltos pinos. Vivían, junto a otras familias, de su ganado y de lo poco que daba la llanada, tres cuartos de cereal y un cuarto de huerta. Tierra mimada, que era primorosamente fecundada con el agua de tres modestas fuentes. Estas mermaban mucho en verano, ya que se encontraban en lo más alto de la sierra, aunque nunca se las conoció secas. Debido a su pobre caudal, desde tiempo inmemorial los habitantes de aquellas soledades habían construido varias balsas terreras, en las que almacenaban el agua de la noche, para «quitar tapones» al venir el día, antes de que el sol se bebiera el agua de surcos y cultivos.
Aquel era su hogar y allí, en colchones de farfolla tirados sobre suelo de lajas y tierra mil veces fregada, habían nacido sus hijos. Eran personas muy creyentes, de rosario diario, que mantenían de sus mayores la costumbre de el bautismo con aquellas gélidas aguas de montaña a las criaturas. Con ese bautismo íntimo evitaban, según decían, el purgatorio en caso de fallecimiento, lo que entonces no era raro, al tiempo que creían dar buen augurio y salud a los recién nacidos.
Con los años, la Administración fue adquiriendo los enclavados del monte para los pinos. Como parte de pago, se los realojó en un poblado del valle y se le dio al cabeza de familia empleo de peón en las repoblaciones forestales, que a partir de entonces tomaron mucho auge. Pasaron un par de décadas, y muy tardíamente para el matrimonio, en un mes de junio, vino al mundo en la comodidad del poblado el tercero de los hijos, una niña llamada Marta. Y al Tío José se le presentó entonces la papeleta de buscar aquella agua serrana, a la que tanta fe le tenía para el bautismo, igual que habían hecho sus antepasados y él mismo. Aunque se había jurado no volver a la nava con el fin de mantener intactos sus recuerdos, hizo de tripas corazón y decidió ir en busca del agua de pila para su nueva hija.
Por fin, una calurosa tarde de finales de julio se arrancó. Como la fuente le cogía a trasmano, ideó combinar el viaje para hacer un aguardo a los jabalíes. Imaginaba que las bañas de los juncales del centro de la hondonada seguirían siendo querenciosas en esta época de calor extremo. Así pues, esperó a que cargara la luna (lo que le permitía regresar de noche con la fresca y sin dar visajes), metió su vieja escopeta en un macuto y se encaminó a su destino. Llegó a boca de oscurecer, con las sombras ya muy alargadas. Entonces, su estupor fue mayúsculo al comprobar que las tres fuentes estaban secas, incluida la de más firme caudal, la del álamo, si bien en esta notó cierta humedad en el primero de los pilones, el que antecedía a la tabla de lavar. Pero peor fue comprobar que las techumbres de las casas habían cedido al peso de las nieves y arrastrado parte de los muros. La cortijada ofrecía un aspecto absolutamente desolador, con las calles perdidas entre montones de cascajos. Además, la nava, antaño fértil y lisa como la palma de la mano, se mostraba irreconocible, salpicada por espinos y apretadas pinatadas. Aún había algo más que sobrecogía su alma, pero que no acertaba a adivinar, hasta que cayó en la cuenta. Un sepulcral silencio lo envolvía todo. A esas horas del crepúsculo, no se oían las esquilas del ganado al recogerse, ni los ladridos de los perros, ni el griterío de los zagales a las puertas de las casas. Afinando el oído, solo percibía un leve siseo en las hojas del viejo álamo que se alzaba junto a la fuente principal. Al fin, un sonido familiar.
«Todo era desolación y ruina en la cortijada de la nava» (foto José Gómez)
Con sus recuerdos mancillados, como bien se temió desde el principio, y el ánimo por los suelos, se encaminó profundamente triste y sin ilusión alguna al aguardo previsto. También los jabalíes habían abandonado el lugar. Apenas vio un resto de humedad entre las junqueras y unos pequeños ruedos de hozaduras de las últimas lluvias primaverales. Buscó su apostadero y lió un cigarro. La luna se alzaba ya redonda por oriente dando tonalidades lechosas a los cantiles calizos, mientras que la hondonada permanecía aún sombría y misteriosa. Le entró un soplo de alegría oír al Gran Duque, seguramente un descendiente de aquellos que amenizaban muchas de sus noches cuando vivía allí con su familia.
En las siguientes tres horas su cabeza navegó por un océano de recuerdos, sin la compañía de los grillos, el chillido de los zorros, ni el más mínimo rumor de reses al rozarse con el monte, y no quiso esperar más. Así pues, completamente derrotado, se levantó y dudó por un instante si dirigirse hacia la fuente o coger navazo abajo para atajar camino. En el último instante, una fuerza sobrenatural lo empujó hacia la fuente. Allí, bajo el álamo amigo, se sentó a liar el último cigarro. Seguramente su inconciente había querido despedirse, ahora para siempre, de aquél pedazo de tierra que lo vio nacer.
Curiosamente, la nava le resultó ahora un poco más amable, bañada por la sugerente luz de la luna, vieja compañera de tantas noches. En esas contemplaciones, le pareció sentir un goteo, y saltó como un muelle sobre el pilón de la fuente. Entonces, un pelo frío (como el de los lobos) le recorrió el espinazo. ¡No podía ser! Por la boca del caño caía apenas un hilillo de agua. Levantó la mirada al cielo, fijó su mirada en la luna y dio gracias al Creador por haberle concedido aquel milagro, un agua ahora más bendita si cabe que nunca para su hija recién nacida. Sacó del macuto la botellita que llevaba preparada al efecto y esperó, completamente feliz, a que se llenara lo suficiente.
Después de aquel lejano verano, se dice que nunca más volvió a manar (foto José Gómez)
El camino de regreso lo hizo como flotando, empujado vigorosamente por una inexplicable fuerza y paz interior. Estaba convencido de que aquella agua era todo un presagio, una señal inequívoca de salud para su hija, una intercesión divina a su profunda fe. Afortunadamente, nadie le contó a ese buen hombre que ese fenómeno, «el enigma de las fuentes nocturnas», tenía una explicación bastante mundana.
Las aguas someras de aquella antigua llanada eran ahora captadas durante el día por el monte bajo y los pinos que crecían por todos sitios, hasta agotar completamente el flujo. Sin embargo, al caer la noche, las plantas dejaban de transpirar y el agua subterránea volvía a circular lentamente camino de la fuente.
¿Pero, cómo explicar que aquél hombre hubiera previsto hacer un aguardo a los jabalíes, dando tiempo a ese goteo nocturno? ¿O, por qué tuvo ese impulso de no atajar camino, y dirigirse al álamo? ¿O, por qué decidió sentarse y liar allí un último cigarro, dando oportunidad a su viejo oído a captar el levísimo goteo del agua en el pilón? Aquello, que fue obra de la Ciencia, se le ofreció al Tío José por mano de la Providencia, de manera que en todas aquellas decisiones, necesariamente concatenadas, quizás sí estuvo la mano de Dios para aquel serrano bueno y creyente.
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