Bosques, praderas, senderos y cauces naturalizados impregnan de paz y sosiego las 400 hectáreas del Jardín Inglés de Munich
En estos tiempos de empleos precarios (y escasos), es cada vez más frecuente viajar al extranjero para buscar trabajo o para visitar a hijos que se fueron a forjarse un futuro mejor. Es eso que ahora llaman «movilidad» (planetaria, añado yo), palabra abrazada por la jerga política para no llamar a las cosas por su nombre, porque, si no es posible el retorno de los ya formados, eso es emigración sin más. Desgraciadamente, para bastantes ese es un viaje de dientes apretados, sin billete de retorno.
Bueno, después de este breve desahogo como ciudadano dolido por el gobierno y el futuro de España, entro al asunto del post. Todo viene a cuento de un viaje que hice acompañando a mi hija Teresa a Munich. Ello me brindó la oportunidad de conocer aquella vieja ciudad centroeuropea, capital de Baviera, en el sur de Alemania. Tanto me gustó lo que allí vi, que posteriormente busqué la oportunidad de volver con más tranquilidad para visitar los Alpes bávaros, sus pueblos y sus fantásticos castillos. Como iba diciendo, Munich me sedujo, pese al estrés de tener que buscar a toda prisa alojamiento para mi hija (cuestión harto complicada en Munich). Ante mí se mostró una urbe palpitante, viva, llena de jóvenes estudiantes y con ambiente, esa atmósfera que tanto apreciamos sobre todo los europeos del sur. Se notaba civismo, con un inusitado tráfico de bicicletas, calles amplias, edificios señoriales y majestuosos, y viejas tabernas, muchas tabernas con variadas, ricas y enormes cervezas, que allí la caña chica que se estila es la jarra de medio litro.
Pero aparte de todo eso, que ya es mucho, siempre que viajo estudio en los planos los manchones verdes de las ciudades (los parques), los ríos que las atraviesan y, a ser posible, las montañas de los alrededores. Y, si dispongo de algo de tiempo, me dejo arrastrar por la llamada de esa «Naturaleza urbana» que muchas ciudades han sabido conservar y adecuar al uso público con mínimas intervenciones. Son pequeñas dosis de campo que necesito para mantener mi bienestar mental, entre tanto hormigón y bullicio como destilan las ciudades modernas. Y, ahí, Munich saca de nuevo un sobresaliente. Posee abundantes y extensas zonas verdes y mucha agua, que deriva de un fantástico río alpino que la atraviesa, el Isar. Pasear por sus kilométricos senderos ribereños (junto al río y sus canales), en compañía de monumentales arboledas, es una auténtica delicia. Senderos del agua cuidados, limpios y vividos. Y llegados a este punto, es irremediable que no tenga un nostálgico recuerdo hacia lo que podrían ser (y no son) las riberas de nuestro querido río Darro más allá del puente del Rey Chico, que inexplicablemente siguen vedadas al disfrute de turistas y granadinos (en un post anterior traté este asunto). Pero no es solo ese prodigio de río que la naturaleza brindó generosamente a los muniquéses, es que, aplicados a los principios evangélicos, el denario que recibieron supieron multiplicarlo. Allí tuvieron el talento de derivar las aguas del gran río en varios canales para embellecer la ciudad y sus zonas verdes, y de modo especial el parque que llamaron el Jardín Inglés (Englischer Garten). Diseñado en 1789, ocupa una alargada franja junto a la margen izquierda del río Isar, que de ese modo quedó preservada de la especulación urbanística (mi pensamiento se dirige de nuevo a Granada, a esa Vega mancillada catetamente por tanto ladrillo feo e injustificado).
El Jardín Inglés es uno de los grandes parques urbanos del mundo, 400 hectáreas de praderas y bosques, y lo más importante, ¡a tan sólo 15 minutos a pie del centro neurálgico de la ciudad, la concurrida y bellísima Marienplatz!, o si se prefiere, perfectamente enlazado con transporte público. Una vez rebasado el lindero del parque, lo suyo es deambular, dejarse perder por su red de senderos, que van enhebrando distintos ambientes, desde manchones de bosques, a praderas enormes, sotos, riberas de agua e incluso un gran lago. Allí, tan cerca de la ciudad que acabamos de dejar, como el que traspasa una puerta, uno se siente transportado a otra dimensión, rodeado de cielo, bosque, agua y animales. Tan solo afinando el oído, un rumor sordo indica que la gran urbe existe, que palpita allí fuera con su tráfico y sus atareadas gentes. De todas formas, el parque se ha convertido en los últimos tiempos en una gran válvula de escape (cómo no podía ser de otra forma) de esa gran olla a presión que es una moderna ciudad, por lo que los fines de semana y en primavera-verano el gentío y la algarabía están aseguradas, un poco menos en su extremo norte. La combinación de sol, verdes praderas y agua concita a multitudes deseosas de naturaleza (aunque sea envasada). Si se quiere tranquilidad, lo mejor es buscar días de diario del otoño e invierno.
Reconozco que soy montuno, pero es en esos espacios abiertos donde me siento más a gusto, en un territorio que me es siempre familiar y amable por muy lejos que esté de mi ciudad, de mi cultura y del idioma que utilizo. Son lugares con los que interacciono sin necesidad de hablar, igual que con sus devotos, con los paseadores de perros, con las madres con carritos, con los que hacen footing, bicicleta o con los que simplemente se dejan llevar. Buenas personas todas ellas.
Arriba, imagen de satélite de Munich con el Jardín Inglés y el río Isar (tomada de Google Earth). Abajo, detalle del bosque. Todo un placer recorrer sus senderos tranquilamente, especialmente en otoño, mi estación preferida
En cualquier caso, el Jardín Inglés es un lugar sumamente recomendable (parecido a otros muchos grandes parques europeos), que tiene peculiaridades dignas del mayor de mis reconocimientos y aprecios. Lo primero que llama la atención es que se trata de un bosque natural manejado, a imagen de los paisajes ingleses, de ahí su nombre, poco que ver con un jardín o con un parque urbano al uso, a los que tan acostumbrados estamos en España (salvo valiosas excepciones, entre ellas la Casa de Campo de Madrid, de la que intentaré hablar en otro post). En el Jardín Inglés se respira equilibrio, sin apenas setos artificiales, alineaciones, ni demasiadas construcciones e infraestructuras. En este punto, debo hacer mención a las concurridas cervecerías del parque, entre ellas la famosa Torre China, y a sus restaurantes de comida bávara, como la Casa del Lago.
No obstante, entiendo que ello es un complemento adecuado, que no resta esencia a un parque tan grande, en el que se deja sentir un amor evidente por el árbol y por el agua, esa debilidad de cualquier ser humano, y más si es hijo del sur. Cauces sin hormigón, dejados correr a su ser, con sus curvas, como si fueran cursos naturales que fluyen dulcemente entre la arboleda. Y entre ellos, el denominado río Eisbach, un caudaloso cauce donde la gente de baña, de deja llevar por la corriente o hace surf (dispone de una gran ola).
Queda claro que este Jardín Inglés fue concebido por hombres sensibles y, sobre todo, ilustrados y cultos, sin grandes alardes de ingeniería, que dejaron para la posteridad una obra bien hecha, claro que allí el clima húmedo y la abundancia de aguas jugaron a su favor. De todas formas, ¡aún tenemos tanto que aprender!
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