La «varilla del aceite» de los embalses subterráneos

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La «varilla del aceite» es algo que todo el mundo identifica, un rudimentario sistema para comprobar en un abrir y cerrar de ojos si nuestro querido vehículo anda bien de ese lubricante imprescindible para el funcionamiento del motor. Es más, por muy complejo, moderno y compacto que sea hoy ese motor, la varilla del aceite no falta. ¿La razón? Sin aceite en el circuito (oculto) del motor, éste se gripa y arruina, haciéndonos un buen roto en el bolsillo y dejándonos tirados en el lugar más inoportuno. Por eso, aparte de ese arcaico sistema de la varilla, heredado de los primeros vehículos de nuestros tatarabuelos, los coches disponen, por si acaso, de un chivato de luz en el salpicadero, a falta de una ruidosa sirena como tercer nivel de alerta.

Pues bien, la «varilla del aceite» de los embalses subterráneos, esos depósitos que tampoco se ven, son los piezómetros, unos tubos de pequeño diámetro que permiten medir por su interior la profundidad a la que se encuentra en cada momento la preciada agua subterránea. Se trata pues, igualmente, de chivatos imprescindibles si queremos gestionar responsablemente los balances entradas-salidas, haciendo un uso sostenible de los recursos hídricos subterráneos.

Por ello, ya en los albores de mi idilio profesional con las aguas subterráneas (hace un buen puñado de años) comencé a echar de menos la existencia generalizada de esos magníficos aliados del hidrogeólogo, del usuario y del gestor del agua. Nunca entendí, y sigo sin comprender, por qué la construcción de un sondeo de agua (al menos de los financiados con dinero público) no llevaba aparejada la instalación (de fábrica, como en los coches) de un elemental tubo piezométrico. Porque sin medidas piezométricas se está a expensas de que un buen día el sondeo, o el acuífero entero, quede agotado, arruinando de paso las economías y puestos de trabajo de las explotaciones que dependen de esas aguas, sin margen para buscar alternativas (muchas veces muy costosas o imposibles). O, más grave aún, dejando sin suministro a abastecimientos urbanos, con el perjuicio que eso ocasiona.

Pero es que, aparte de esta elemental función de control, los registros, evoluciones y mapas piezométricos constituyen para los hidrogeólogos una herramienta insustituible para conocer el funcionamiento de los acuíferos, sus conexiones y desconexiones, cómo se recargan y descargan, sus vulnerabilidades y afecciones, etc. Y, por último, tampoco termino de entender por qué esos datos, pocos o muchos, buenos o malos, no se cuelgan en tiempo real en red para poder ser consultados por la ciudadanía, cómo si lo están los de pluviometría o los niveles de los embalses de superficie, ya que hablamos del agua.

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En ríos, canales y embalses es frecuente ver escalas de este tipo, que miden el nivel de agua, tanto de forma discreta como en continuo a través de sensores automáticos

 

¿A qué todo esto parece lógico? Pues qué quieren que les diga, que los tubos piezométricos rara vez se instalan en captaciones y que la administración, obligada por ley a garantizar una gestión sostenible del agua, dispone de pocos, de los que son excepcionales los históricos. ¿Pero de cuantos estamos hablando? Al respecto, he ido a consultar la página oficial del actual ministerio competente en el ramo (el de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente). Por ejemplo, para todas las Islas Baleares, donde no hay que insistir en que el agua subterránea es vital, existen 7 piezómetros. Para Andalucía, donde vivo y desarrollo mi actividad profesional, existen algo más de 450, una cifra que podría parecer suficiente, sino fuera porque al estimar la densidad por superficie de afloramientos acuíferos (cerca de 30.000 km2) ésta es de un piezómetro por cada 65 km2. Como se ve, el control es absolutamente insuficiente. Pero es que también lo es la calidad de las series disponibles, que son discretas (a escala mensual), no se actualizan desde hace casi dos años y los registros históricos apenas alcanzan 30 años en el mejor de todos los casos.

Es verdad que hubo un tiempo en que esas tareas de control estaban mínimamente atendidas (teniendo en cuanta los medios entonces disponibles) por el Instituto Geológico y Minero de España (IGME), seguramente por el mayor apego natural de ese organismo hacia las aguas subterráneas (artículo). En mi tesis doctoral pude comprobarlo, accediendo a un buen número de registros que venían desde la «época de la FAO» (finales de los 60), de forma que el acuífero de la Vega de Granada (y algunos más) era entonces uno de los mejor estudiados de España (artículo). No obstante, los esfuerzos hacia el control de las aguas subterráneas han decaído en los últimos decenios, con la injustificable pérdida de algunos venerables piezómetros históricos de larga serie. Desde que las diferentes Demarcaciones Hidrográficas y Organismos de Cuenca, más volcadas en la gestión de las aguas superficiales, fueron asumiendo (y externalizando) el control de las aguas subterráneas al amparo de la Ley de Aguas (1985) y de la Directiva Marco del Agua (2000), el celo por su control ha disminuido. En esa insuficiente e injustificable atención hacia las aguas subterráneas imagino que tiene algo que ver ese irracional deslinde o separación (algunos han hablado de hidroesquizofrenia) que se sigue aplicando a la gestión de las aguas superficiales frente a las subterráneas, cuando es bien conocido que ambas son las mismas. De forma que si acabamos con los manantiales, los aliviaderos de los embalses subterráneos, los ríos mermarán de caudal (muchos se secarán) y con ello descenderán drásticamente las aportaciones a los embalses. Y, lo que es peor, entonces las garantías de suministro estarán supeditadas a las de las (irregulares) precipitaciones anuales, sin la inestimable regulación interanual que brindan las aportaciones subterráneas.

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Uno de los escasísimos piezómetros históricos (de la época de la FAO, con medidas desde el año 1968) del acuífero de la Vega de Granada. En la imagen superior, Manuel Labrador, técnico ya jubilado de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir, en labores de control (en 1996) con sonda manual hidronivel (abajo)

 

No sé, parece cómo si quisiéramos funcionar con aforismos del tipo «Ojos que no ven corazón que no siente», «Pan para hoy, hambre para mañana», «Muerto el perro (las aguas subterráneas) se acabó la rabia», «Lo que tenga que venir ya vendrá», y otros por el estilo. Al respecto, tengo una teoría. Si la Administración conociera por datos propios las tendencias inequívocas de sobreexplotación de muchos acuíferos españoles, se vería obligada a hacer algo (reconozco que casi siempre difícil), a riesgo de ser denunciada por consentir a sabiendas extracciones abusivas, bien a través de concesiones sobredimensionadas o, lo más común, por extracciones ilegales. ¿Solución?, seguramente es mejor no saber demasiado.

Desde siempre los manantiales (y los ríos) han sido los principales termómetros de la explotación de los acuíferos, si bien hoy son los chivatos más visibles y escandalosos. Tampoco disponen estas surgencias naturales de estaciones de aforo apenas (limnígrafos o escalas), pero, a ojo de buen cubero, se observa que sus caudales merman progresivamente, cuando no se han secado completamente ya en amplias extensiones, especialmente del sureste peninsular. Y es a partir de ese momento, cuando verdaderamente nos quedamos a oscuras, sin saber si el agua está allí mismo, a punto de brotar si acontece un año generoso en precipitaciones, o si, por el contrario, los niveles se van descolgando sin remisión año tras año hacia los infiernos (una expresión castiza de los hombres del campo).

En conclusión, hacen falta bastantes más piezómetros y limnígrafos en nuestros acuíferos, manantiales y ríos. El coste de tenerlos, mantenerlos y utilizarlos, con posibilidades actuales de modernos sensores, automatismos y controles remotos, es bajo y sus ventajas en la gestión y en la toma de decisiones más que evidentes. ¿Se hará algo más?

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