Fuente y alberca de Bolones secas y en ruinas desde hace muchos años. Ahí me bañaba de chico. El agua (casi helada) era utilizada en un vivero forestal
Siento que cada vez estoy más refunfuñón y pesimista con el tema de las aguas. La verdad es que es difícil encarar el futuro con fundada esperanza cuando se tienen muy vivos los recuerdos. Cuando las cosas no me las han contado, ni las he leído, sino que las he vivido y visto con mis propios ojos. Por eso no vale aquí ese recurso a la botella medio llena o medio vacía, porque yo la he visto, no llena, sino rebosando generosamente por la boca, mientras que ahora aparece mediada como mucho. E imagino que a otros, antes que yo, les habrá pasado algo parecido con respecto a las generaciones más jóvenes. Porque esto de la merma de las aguas (y la contaminación) no es muy antiguo, pero ya viene de años atrás, y, lo más grave, a una velocidad que asusta.
En algunas ocasiones he dicho que mi pasión por el agua viene de niño, allá por los años 60, de mis baños y juegos veraniegos en albercas de riego, y de jornadas de pesca con mi padre y mi abuelo por los ríos de Granada y Jaén. Entonces, recuerdo que los mayores debían andarse con mucho cuidado dentro del río para que la corriente no los arrastrara, y eso cuando no era temerario o directamente imposible atravesarla (a los niños nos pasaban a hombros). Hoy, esos mismos ríos de mi niñez y juventud son un lastimoso espejismo, seres vivos raquíticos a los que se les ven los huesos, cuando no literalmente yacen muertos en el verano (y eso sin hablar de la calidad de las aguas). Ojo, eso no tiene nada que ver con las pavorosas riadas que con frecuencia nos muestra la televisión (y que tanta repercusión mediática tienen), ocasionadas por lluvias torrenciales extraordinarias y esporádicas.
Así pues, aquellas bravas truchas de mi infancia han desaparecido de demasiados tramos, mientras que en otros sobreviven, sin pena ni gloria, resguardadas en las pozas más hondillas. Y lo que les pasa a los ríos, les ocurre con más motivo (y antes) a las fuentes, que a fin de cuentas son las raíces de todos los cauces fluviales (ver El árbol y el río).
Ejemplos se pueden poner muchos, en todos los rincones de España y en la mayoría de los sistemas acuáticos, ya sean estos ríos, humedales o manantiales (con algunas excepciones, claro está). Y si no, que cada uno haga un repaso mental de las aguas de su infancia. Por si sirve de algo, cuento mi experiencia de este verano 2015, similar a la de los últimos años, porque lo que viene ocurriendo con las fuentes es un mal progresivo y tenaz, una epidemia esta de la seca de fuentes que me temo no tiene cura (fácil cura, se entiende, aunque hay cosas que podríamos hacer). Aclaro que desde que tengo uso de razón me he conocido pateando la sierra de Huétor, en Granada, hoy Parque Natural del mismo nombre. Como una costumbre obligada y rutinaria, en vacaciones recorro las aguas de mis recuerdos, imagino que cómo harán muchos de los que regresan a sus pueblos y montes por estos días agosteños de asueto y solaz. La sorpresa dejó de existir hace bastantes años. Al principio eran agotamientos temporales y esporádicos, que con el tiempo se han ido convirtiendo en totales e irreversibles. Porque hay un hecho que llama poderosamente la atención, en muchas ocasiones, por más que llueva en invierno y primavera, las fuentes ya no vuelven a manar (o lo hacen a regañadientes y por poco tiempo). Sólo entre los antiguos viveros de las casas forestales de los Peñoncillos y Bolones, en una distancia de apenas 3 km, manaban en los años 60 al menos 8 fuentes, todas ellas modestas por estar colgadas sobre el nivel de base local (representado en la zona por los nacimientos del río Darro). En razón de los modestos caudales de surgencia, era necesaria la regulación para el riego a través de albercas. De 4 de esas fuentes dependían otros tantos viveros forestales, amén de pequeñas huertas de hortalizas y frutales. En esas albercas jugábamos, nos bañábamos y criábamos truchas. De las huertas salían sabrosos tomates, pepinos, calabacines, melones y judías verdes, de los frutales manzanas, ciruelas y cerezas. Hoy todo eso es agua pasada, una historia apenas reconocible, salvo para gente observadora. Las fuentes se secaron, las acequias, paratas y bancales están tapados por el monte, las albercas derruidas y colonizadas por zarzas y espinos, y las atajeas y minas cegadas o cubiertas de telarañas.
Fuente y conducciones del antiguo vivero forestal de los Peñoncillos, hoy completamente ruinosas e invadidas por zarzas y monte
Y no cabe argüir que en ese paraje de montaña se hayan bombeado aguas subterráneas, o que se trate de un caso singular o aislado. Los efectos, más o menos intensos según los casos, son similares en casi todos los rincones de España, de ahí el término de epidemia dado a este fenómeno, que es doloroso (aparte de terrible) porque se lleva los recuerdos y rompe muchos lazos sentimentales que nos unían a la tierra y al agua.
Más ejemplos. Este mismo verano he descendido por el valle del río Chico, que viene de Sierra Nevada. Siempre fue un cauce modesto, como su propio nombre indica, pero de suficiente caudal estival para criar buenas truchas comunes. Ya hace tiempo que en el verano es apenas un muslo de agua, que, al llegar al famoso dique 24, desaparece completamente del cauce derivado por una acequia para riego de la vega de Soportújar, canal que, con el tiempo y la merma de caudales, impermeabilizaron los agricultores para que, al menos, les llegara algo de agua con lo que fecundar tomateras y frutales. Y casi lo mismo puede decirse, salvando las diferencias, del resto de los ríos de Sierra Nevada. Cabría pensar que eso pasa solo en Andalucía, donde ya se sabe que suele llover poco. Pero me temo que no. Son muchos los rincones españoles aquejados por esta enfermedad de la seca. En otro viaje reciente por la Ribera Sacra, en Ourense, donde crecen densos robledales y castañares, tapizados por un sotobosque de helechos, he visto (y me han confirmado) que las fuentes que abastecieron durante más de 10 siglos a los monasterios románicos que poblaron y dieron nombre a esa ribera del río Sil llevan tiempo en las últimas, cuando no completamente secas en verano. Y estos días se ha puesto de actualidad la denuncia de caudales bajos, nunca vistos, en el río Tajo.
¿Qué está pasando nos preguntamos muchos? No es fácil de saber, porque en la seca de fuentes y de ríos influyen múltiples causas, diferentes de unos lugares a otros. En algunos artículos anteriores he dado mi opinión al respecto (ver El silencio de la ausencia. Fuentes que se secan). Pero para que se me entienda en pocas palabras, la causa principal es que se gasta (local y/o temporalmente) más de lo que se ingresa (en ese mismo periodo y territorio). Consumos (también por evapotranspiración de masas forestales) que no paran de crecer e ingresos que no paran de bajar por un descenso (no muy acusado) de las precipitaciones, y, sobre todo, por menores nevadas y unas temperaturas al alza, que detraen mayores cantidades de agua del suelo por evaporación y transpiración vegetal. Pero hay más causas. Y claro, los primeros efectos se dejan notar en los rebosaderos, que son los nacimientos, manantiales y fuentes, que a su vez los trasmiten a los ríos, y de ahí al resto de la cadena de espacios acuáticos terrestres.
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