La fuente del Choto o de los Furtivos

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Detalle del Mapa de Antonio de Benavides, 1809 (Centro Geográfico del Ejército)

 

El Tío José se levantó de madrugada a avivar el fuego. Al descorrer el cerrojo de la casucha vio con regocijo que apenas se distinguían los perfiles de las carrascas a través de unas nieblas meonas, dulcemente pegadas al suelo. Era el día esperado. Preparó sus archiperres de caza y llamó a sus compinches de cortijada. Hacían un grupo cohesionado, que llevaba a rajatabla la discreción, «lo que haga tu mano derecha, que no lo sepa la izquierda», a sabiendas de que esa era la única manera de pasar medio desapercibidos en la Sierra de entonces. Llevaban algunos días viendo como meterle mano a una punta de cabras que se habían pegado al Puntal de la Escaleruela, unas paredes casi verticales que caen al río Tus, en la raya de Albacete con Jaén. Estaban en la flor de la Navidad y la carne venía bien a orzas y despensas. La batida a lo más áspero era cosa aprendida, porque la habían hecho algunas veces, no muchas, porque las cabras se perdieron de aquellos pagos agrestes y llevaban solo algunos años viéndose de nuevo. Entrarían dos pegando cantazos por los filos del Calar del Mundo, mientras que los dos restantes cubrirían con escopetas los portillos más obligados. No obstante, las posibilidades de escape eran casi infinitas y los resultados totalmente inciertos.

Con desagrado, comprobaron que por los altos el día no pintaba tan mal, aunque las nieblas acometían espesas de vez en cuando. Llevaban con ese tiempo malo casi una semana, si bien los días anteriores, cálidos y ventosos, se habían llevado la poca nieve caída ese invierno. Contaban, aparte de con el mal tiempo, con el factor sorpresa, sabedores de que salvo por un chivatazo, por aquellas inmensidades de piedra caliza no se dejaba ver la autoridad jamás. A poco de empezar el acoso, cumplieron las cabras a los pasos y hubo tiroteo. Los tiradores empezaron con el avío de dos cabras cazadas. En esas estaban, cuando tres figuras humanas se recortaron contra el viso de una pedriza situada a un kilómetro de distancia. La adrenalina les saltó de golpe a la cabeza, y como un acto reflejo se tiraron al suelo. No podían ser los ojeadores, que eran solo dos, y tres personas juntas por aquellas remotas soledades no significaban nada bueno. Afinando la vista creyeron distinguir por las hechuras a dos guardias civiles, si bien comprobaron con alivio que llevaban diferente camino al suyo. No obstante, dejaron caer la tarde, se echaron a la espalda los animales sin piel, patas, cabeza, ni nada que los identificara y enfilaron para los bajos, confiando que igual habrían hecho los otros dos a la vista del percal.

Al día siguiente temprano aprovecharon unos asuntillos que tenían que resolver en Siles para pegar la oreja. Allí se enteraron de que ese encuentro tan excepcional se debió a que los guardias andaban buscando a un señorito montañero, con influencias en Madrid, que tenía que haber regresado por Nochebuena. El tercer hombre era un hermano del extraviado. Naturalmente, los civiles se dieron cuenta de lo que allí se cocía, pero su objetivo ese día era rastrear un par de cuevas donde podría haberse refugiado el señorito y no perseguir a furtivos. Dio la casualidad que el mismo día que le buscaban, éste dio señales de vida en la Tiná de San Blas. Así pues, felizmente resuelto el asunto que les habían ordenado, los guardias se pusieron a atar cabos con lo de los furtivos. Ya se sabe que la Sierra cuenta muchas cosas, y más si uno se aplica en ello. Al final los civiles pusieron nombre a la partida y descubrieron su modus operandi. Para ello fueron fundamentales, como casi siempre, los «servicios de información, en este caso el testimonio de un pobre pastor, al que tenían bien apretado a cuenta de ciertos tejemanejes, de los que hacían la vista gorda para disponer de él como confidente ocasional.

La fuente del Lanchar estaba situada al pie de un cerrón calizo, del que recibía poca agua, pero firme. Estaba en despoblado, si bien algunas ruinas mostraban que en su tiempo aquello, demasiado expuesto a vientos, estuvo habitado. El nacimiento de un arroyo próximo, cortejado por una modesta vega, había recogido la escasa población diseminada por aquellos pagos. Se trataba de un ramillete de casuchas, arremolinadas en un carasol de grandes carrascas. De la fuente del Lanchar solo quedaba un pilón para el abrevado ocasional del ganado y una antigua piedra de lavar. Una vereda bien marcada pasaba por el pilón, para ascender en continuos requiebros hacia los calares, senda que era utilizada desde tiempo inmemorial por pastores trashumantes venidos de la Mancha en primavera. Unos estratos horizontales, a modo de grandes losas, habían sido utilizados como saliegas, al tiempo que unas praderas aledañas mostraban que aquel lugar era descansadero ocasional de ganado.

Por la vereda de los calares se dejaron caer a la fuente dos hombres que parecían pastores. Tras liar un cigarro y comprobar disimuladamente que nadie les observaba, se dedicaron a escudriñar el pilón del agua, donde encontraron unas manchas oscuras, que identificaron como sangre. Poco a poco fueron ampliando el radio de sus pesquisas, como el que busca algo perdido. A uno de ellos le llamó la atención un pequeño reguero seco por encima de la fuente, con señales de haber funcionado como manadero temporal en momentos de aguas altas, lo que en aquellos contornos se conocía como una jordana. Lo remontó hasta llegar a lo que parecía el nacimiento, que aparecía disimuladamente taponado con peñones. En la oquedad encontraron un saco de pleita, que contenía dos pellizas que olían a chotuno, cuya parte interior había sido forrada en hule. El apaño era de lo más ingenioso, la parte externa de cuero para andar por la Sierra sin despertar sospechas, y la interna de hule para transportar a la espalda el bicho que fuera menester.

Ya no era necesario indagar más, en ese momento había empezado otra cacería, la de los furtivos. El pastor les había puesto en la pista. «La junta, ya oscuro, era en la fuente, donde se aseaban y escondían lo que les comprometía, carne y armas».

Ya solo era cuestión de esperar a que se presentara nueva ocasión. En primavera criaban en lo más inhóspito de aquellas repisas y precipicios del río algunas cabras. Antes de que llegaran los pastores de la Mancha salieron a dar otra batida. Avisados de los tiros, una pareja de civiles se dirigieron a últimas horas de la tarde a hacer apostadero. No quisieron ponerse en la fuente, por preservar al delator, y buscaron un paso estrecho en la vereda en mitad del calar. Como era de esperar, ya oscuro sintieron ruido de personas que se acercaban rápidas y resueltas. Pegados a la piedra esperaron a ver las pruebas del delito (eran dos, y uno de ellos llevaba un choto a la espalda) y entonces les echaron la luz al grito de ¡Alto a la guardia civil!

Pero eran épocas de necesidad, se trataba de padres de familia trabajadores, cuyo único delito había sido buscar algo de carne para ayudar a sus maltrechas economías. Los civiles no les tenían muchas ganas a ese tipo de faltas si las personas eran discretas, no abusaban y la caza se había llevado a cabo en terreno libre de derechos, salvo que hubiera indicaciones en contra del gobernador civil o de otras altas instancias del Estado. Les citaron al día siguiente en el cuartel y los dejaron partir. Por la punta, les requisaron solo una de las dos escopetas (en aquella época, quitar un arma suponía un severo castigo), y les advirtieron de que en adelante se abstuvieran de cazar en épocas de cría, y menos cabras preñadas y chivos de menos del año. Desde entonces, la fuente del Lanchar fue conocida también con el nombre de fuente del Choto o de los Furtivos. Y como esa historia, o muy parecida, se han dado varias por estas sierras, que todavía quedan algunas personas que pueden dar fe de ello.

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