Las grandes ciudades españolas, y en especial Madrid y Barcelona, no paran de crecer en habitantes y visitantes, en detrimento del goteo imparable desde tierras del interior de España, así como de una inmigración creciente. Los visitantes responden, mayoritariamente, a un turismo masivo, un fenómeno reciente que amenaza con trastocar sensiblemente el modo de vida de los primeros. En definitiva, las grandes ciudades se vienen convirtiendo en ollas a presión para buen número de sus moradores (no para todos, claro), y pienso sobre todo en los que vinieron de ciudades y pueblos pequeños, o incluso del campo.
Por eso, aunque siempre los hubo, se agradece cada vez más el disfrute de grandes espacios abiertos, verdes y azules, en los que aminorar el vertiginoso ritmo de vida actual, oxigenarse, hacer deporte, meditar, contemplar, abstraerse, relajarse o dulcificar ese calor casi insoportable que desprenden las ciudades cuando el sol aprieta. En ese sentido, Madrid es para mí un excelente referente de ciudad que conserva grandes parques. Quizás a algunos les resulte paradójico, aunque hay explicación, que una ciudad en principio grande y trepidante como Madrid tenga proporcionalmente parques más extensos, abundantes y a la mano que otras muchas ciudades de menor porte, que en principio cabría presuponer más rústicas y “verdes”. En eso, Madrid me recuerda (salvando las distancias y condiciones climáticas) a otras ilustres urbes europeas, dotadas de excelentes parques urbanos y periféricos bien conectados con transporte público. Al respecto, es oportuno recordar que, en realidad, muchos de ellos son herencia de antiguos cotos de caza, fincas de recreo y residencia de nobles y reyes, con sus correspondientes castillos, casas palaciegas e incluso palacios en toda regla. Los ejemplos los tenemos en toda Europa. Al final, estas grandes extensiones, bien cuidadas, vigiladas y protegidas, fueron englobadas por las ciudades, quedando a salvo de la especulación de la construcción. Las ciudades más modestas no tuvieron esa «suerte», si bien tampoco necesitan tan perentoriamente de esos extensos enclavados verdes. Su pulmones verdes están más bien en los bordes o extrarradios, bajo la figura de parques periurbanos o similares. Aunque no sea el tema de este artículo, hace tiempo hice una entrada sobre la enorme importancia del medio ambiente periurbano, especialmente en ciudades medias, sin excluir a las grandes, claro está.
En fin, que el parque del Retiro y la Casa de Campo son dos espacios verdes y azules emblemáticos a los que suelo escaparme cuando viajo a la capital de España. Y también está el parque de Valdebebas (o de Felipe VI), el parque del Oeste, la Dehesa de la Villa y otros En los últimos años he frecuentado y seguido el acondicionamiento del río Manzanares, una loable actuación, un corredor amable que permite una conexión peatonal con la Casa de Campo y hasta con el Monte del Pardo si se es buen andarín. Por contrapartida, me gusta muy poco el parque del Campo de las Naciones (Juan Carlos I), en la parte nordeste de la ciudad, a mi juicio absolutamente sobrado de hierros y de hormigón.. Más o menos bellos, todos estos lugares cumplen la condición de refugios, oasis, pulmones, “descansaderos” o como queramos llamarlos, al disponer de superficies suficientemente grandes para ofrecer al paseante sensación de inmersión y, consecuentemente, de olvido momentáneo de ciudad. La Casa de Campo, prácticamente anexa al Monte de El Pardo, dispone de una magnífica superficie de 1.700 hectáreas. La del Retiro es de 118 hectáreas, la de Valdebebas de 470 hectáreas y la del Campo de las Naciones de 170 hectáreas. Los jardines al uso, arboledas, huertos, rosaledas, alamedas, bulevares y parques de perros, por muy necesarios que sean, juegan en ligas diferentes. Son otra cosa.
Bueno, pues así fue como hace unos días (a mediados de mayo de 2018) recalé otra vez en Madrid. Y, en cuanto pude, me escapé a escudriñar lo que acontecía de nuevo por el parque del Retiro. Nada más atravesar el muro perimetral y adentrarme en los macizos de árboles el sonido bronco de la ciudad decayó, apaciguándose como el que baja el volumen de un ruidoso transistor. Al final, solo quedó un murmullo de fondo, del que sobresalían de vez en cuando las sirenas de coches de policía o de ambulancias. La primavera, después de un marzo extraordinariamente lluvioso, se manifestaba sorprendentemente exultante para estar en pleno corazón de una gran urbe. Eran los árboles, pero también los setos, jardines, parterres, prados y flores. En uno de los senderos me tropecé con un macizo de celindos, cuyo olor dulzón me retrotrajo a recuerdos de juventud, cuando en los jardines de Granada eran entonces abundantes (hoy bastante desaparecidos). Igual explosión primaveral manifestaban los pájaros. Me agradó oír el alegre jolgorio de los gorriones, muy menguados de un tiempo a esta parte, todo lo contrario que las torcaces, antaño ausentes y hoy abundantes en las ciudades, cuyos arrullos me traen recuerdos familiares y queridos de montes andaluces. Otro sonido simpático era el de los corros de vencejos que surcaban el cielo a gran velocidad. Por el contrario, me molestaban al oído el chillerío procedente de exóticas cotorras y periquitos, una plaga en aumento que amenaza a otras especies de pájaros. Y tampoco gustaba de oír el grajeo chulesco de las urracas depreda nidos, unas aves siniestras.
A escasos 100 metros del hormigón me tropecé con este rincón, que parecía sacado de una sierra norteña (18 de mayo de 2018)
También se detectaba la primavera en las parejas de enamorados, un tópico de este parque, y de cualquiera que se precie, ya sea primavera o cualquier época del año. Por lo demás, fui a dar con la fauna urbana habitual, corredores, ciclistas, patinadores, paseadores de perros (y de personas, un fenómeno en alza), lectores, escritores, fotógrafos, gentes haciendo yoga, mayores acompañados por asistentes, vagabundos y mochileros deambulando, jóvenes enchaquetados descansando de oficina, chiquillería de colegios, inmigrantes (muchos sudamericanos y africanos), jóvenes jugando a orientación, turistas (asiáticos sobre todo), pandillas de jóvenes de picnic, tomadores de sol, padres con carritos, grupos con guías turísticos….. Y mucha, muchísima gente hablando relajadamente con sus móviles, o haciendo fotos y vídeos que compartían en redes sobre la marcha, un fenómeno en auge, que es ya viral. En numerosos casos se trataba de sudamericanas, imagino que procedentes del servicio doméstico o de asistencia a personas mayores, imagino que dando noticias a sus seres queridos (hijos, maridos, padres…), especialmente añorados por el abismo que provoca la distancia y el tiempo.
Siempre me ha parecido que los grandes parques urbanos, y en concreto este del Retiro, son magníficos lugares para observar, para curiosear, para pulsar la sociología, para cazadores sociales, de tendencias o de imágenes, para escritores, músicos, artistas, bohemios, poetas o pintores, y en general para cualquier persona necesitada de ejercicio, inspiración, asueto o relajación. En fin, espacios a los que, como se puede ver, es posible acudir valiéndose de un amplio abanico de intereses y motivaciones, muy diferentes de unas personas a otras (y distintos también según los trances y las épocas de cada uno).
En mi caso fui a adormecer el paso del tiempo, a dejarme llevar por el sosiego del espacio abierto y del agua. El agua, lo azul (más bien pardo en este caso), junto a la vegetación, lo verde, es para mí vital en un espacio abierto que pretenda ser amable. Es más, posiblemente el agua sea el elemento más querido y concurrido de cualquier parque que se precie. A más agua, más placer. De ese modo, mi primer acercamiento fue al estanque del Palacio de Cristal. Allí, comprobé, una vez más, la singularidad del soberbio edificio, ennoblecido por su lago adyacente, de cuyo centro se elevaba un alto surtidor, con efecto estético, pero también de oxigenación de unas aguas excesivamente turbias, pardas y eutrofizadas. Un oxígeno necesario para disipar malos olores y dar vida a decenas de carpas y de tortugas, que veía arremolinarse en la orilla junto a personas que les daban alimento. Y alrededor de la pitanza acuícola, gorriones, palomas, patos y otros oportunistas urbanos.
El palacio de Cristal del Retiro, junto a su pequeño estanque (18 de mayo de 2018)
Uno de los entretenimientos de los estanques del Retiro ha consistido siempre en dar de comer a los peces (ahora también tortugas), y de paso al resto de la fauna del parque (18 de mayo de 2018)
De allí me fui hacia el gran estanque del Retiro (casi 4 hectáreas y 55.000 metros cúbicos de capacidad), construido hacia 1630-40 en el centro de la primitiva finca de recreo de Felipe IV, como almacén de agua para distribución y riego. El paisanaje del estanque del Palacio de Cristal se repetía, si bien aquí lo hacía a lo grande y con señas de identidad propias. Por lo pronto, las barcas, un elemento imprescindible del paisanaje del Retiro. Pero también eran las gentes sentadas en las escalinatas del antiguo embarcadero real y en el muro perimetral del estanque. Y esparcidos por los paseos adyacentes los manteros, vendedores ambulantes, titiriteros, mimos y músicos. Y alrededor los kioscos de bebidas y platos combinados, y los puestos de helados y chucherías. No había color, aquí había mucho más bullicio y vida. Todo era dinámico y entretenido. Pese a tratarse de la mañana de un viernes, el ambiente era casi festivo, cosmopolita y relajado. Demasiada gente veía yo para un día laborable, si bien allí concurrían desempleados y jubilados, pero también turistas, bohemios, gentes en su día u horas libres e incluso ociosos temporales como un servidor.
Le di la vuelta completa al estanque. Me agradó caer en la cuenta que los compases de una modesta orquesta, entre la que destacaban las alegres notas de un acordeón, inundaban suavemente el ambiente, dando sensación de verbena o fiesta popular, otro elemento tradicional del paisanaje del gran estanque. Al llegar al actual embarcadero, comprobé que la oferta era ahora más amplia que las últimas veces que anduve por allí. Piraguas, tablas, hidropedales y hasta un barco solar.
Las barcas a remos son condimento esencial del paisanaje del gran estanque del Retiro (18 de mayo de 2018)
Tras una hora de deambular, reingresé a la ciudad por la Puerta de Alcalá. Me sumergía de nuevo en el ajetreo y los quehaceres que me habían llevado a Madrid. Pero había sido suficiente. Mi ánimo había cambiado. Volvía relajado. Atrás dejaba a toda una fauna salvaje, doméstica y humana para la que el Retiro es en gran parte su casa y el sostén que le ayuda a sobrevivir con cierto bienestar en esta gran ciudad.
Por la noche volví de nuevo, pero esa es otra historia, otro Retiro diferente, otros personajes, intereses y mundos complementarios a los del día.
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