Idealización de una dilución de “azul de metileno” en agua
Reconozco que ese es un título raro, aunque para mí tiene sentido. A ver si consigo explicarme. Hace mucho tiempo, allá por 1983, ejercí de ayudante de analista de aguas para mi tesis doctoral. La química del agua siempre me gustó, y sobre todo la interpretación de los datos (la hidroquímica), una herramienta extraordinariamente útil para desenmascarar algo más las entrañas del complejo funcionamiento de las aguas subterráneas. Pues bien, así fue como tuve la oportunidad de entrar en contacto con un extraño líquido para el común de los mortales, el “azul de metileno”, un bello colorante que se utilizaba para la determinación de algunos compuestos. Y fue en los trasiegos de laboratorio donde quedé hipnotizado por las volutas de mezcla que provocaba el citado colorante al diluirse en el agua.
Con el paso del tiempo, fui dejando la hidroquímica para adentrarme en otras curiosidades hidrogeológicas (hidrogeología de rocas duras, hidrología de alta montaña, lagunas glaciares, conservación de manantiales y patrimonio del agua), hasta desembocar hace unos años en el apasionante mundo de la divulgación científica. Fue entonces cuando, poco a poco, fui cayendo en la cuenta de que aquel proceso de dilución del «azul de metileno» ofrecía bastantes similitudes con el quehacer de las personas serviciales que trabajan por los demás y en concreto por la conservación del medio ambiente.
Verán. Tal y como yo lo veo, cada gota de «azul de metileno» se podría asimilar a una persona benéfica. Pequeñas gotas azules diluidas en un inmenso océano de 7.500.000.000 gotas, correspondientes a las personas que hoy pueblan la Tierra. Gotas azules benefactoras que, cuando caen en ese océano imaginario, hacen virar de color celeste momentáneamente a las de su alrededor, para diluirse rápidamente al transparente si no continúa el goteo (variable tiempo), o si este cambia de lugar (variable espacio). Pues bien, allí donde en el espacio y en el tiempo (dos variables fundamentales para entender muchas cosas de la vida) las personas benefactoras ambientales aplican sus esfuerzos se aprecian resultados. Más evidentes lógicamente si estos son numerosas, disponen de medios, perduran en el tiempo y abarcan territorios amplios. Requisitos muy poco frecuentes en el mundo real. Lo más común, como sabemos, es que las personas (vale también para instituciones, organismos, ONGs, etc) realmente entregadas a la conservación del medio ambiente sean muy pocas, actúen durante cortos periodos de tiempo y cubran áreas reducidas. No cuento con que, aparte de buena voluntad, disponen de medios absolutamente irrisorios para revertir las políticas y las conductas que llevan a este mundo hacia el colapso.
Si pongo ejemplos se entenderá mejor. No voy a dar nombres porque no vienen al caso, pero si alguno me conoce sabrá por donde voy. Hubo una vez (hablo de las décadas de los 60 a los 80 del siglo pasado) un guarda forestal con un desmedido celo profesional hacia la custodia de los montes del Estado que tenía encomendados (hablo de uno, pero hubo muchos por el estilo, antes y ahora). No ponía apenas denuncias, pero se había ganado el aprecio y respeto de la gente, que entendía que aquellos territorios y sus animales eran más suyos que de nadie, entre otras cosas porque se puede decir que vivía en ellos, sin ajustarse a horarios y con pocos descansos, para sacrificio de la familia. Su control era tal, que si alguno visitaba con cierta asiduidad su demarcación era casi imposible que su presencia pasara inadvertida. No era solo que casi siempre estuviera «gemeleando» (le encantaba), era que dejaba señales de paso, que tenía muy buenos informadores y que apuntaba y analizaba todo lo que veía. Y así fue como unos pocos miles de hectáreas (el espacio) se convirtieron en treinta años (el tiempo) en una isla de biodiversidad. No había más que atravesar un puente con muchos ojos de un camino forestal, para adentrarnos en un territorio especialmente cuidado. En apenas unos centenares de metros ya empezaban a verse los primeros animales, cabras monteses, perdices y águilas. Por esa razón, cuando por aquel entonces recalaba en Granada algún ilustre visitante al que se quisiera atender bien, ya fuera autoridad, fotógrafo, naturalista o incluso cazador (era guarda de la Reserva Nacional de Caza), siempre se le recomendaba ir al cuartel de nuestro benefactor hombre. En el símil de este artículo, era una gota «malaya» (por su contumacia) de «azul de metileno» cayendo día tras día sobre un mismo territorio.
Detalle de parte de uno de los hermosos desfiladeros que vigilaba el guarda forestal de este artículo (foto Andrés Ureña)
Pero ocurrió lo que tenía que pasar, lo que el destino nos tiene reservado a todos los hombres. Un buen día, el guarda cayó enfermo y el mal se lo llevó por delante, demasiado pronto aún. Otro funcionario ocupó su puesto. Este, desarrollaba su trabajo de forma correcta en horario laboral, nada que objetar, pero el «azul de metileno» dejó de caer con la intensidad que anteriormente lo venía haciendo, y el agua empezó a decolorarse hacia el celeste y el translúcido. En apenas una década los grandes machos monteses, las perdices y las águilas reales (meros indicadores de salud ambiental de aquel territorio) disminuyeron, siguiendo la regla universal de su equiparación por vasos comunicantes con los territorios adyacentes. La anomalía y el milagro se habían esfumado después de tanto esfuerzo y dedicación de aquel hombre tenaz. Con el paso de los años, en el territorio apenas quedó rastro de su huella (como nos ocurrirá a casi todos), más allá del entrañable afecto que le profesamos varias decenas de personas que le conocimos (y que aún seguimos vivas) y que reverdece cada vez que pisamos los oteaderos, picos y fuentes que frecuentaba el guarda. Me consuela pensar que quizás su «goteo», junto al de otros muchos, cada uno en sus responsabilidades, sembraron la semilla de lo que después sería el Parque Nacional de Sierra Nevada. En cualquier caso, su vida no fue estéril. Vivió fiel a su estricta conciencia, valores y principios y, sobre todo, dejó profunda huella ética en su familia, amigos y compañeros, que después de casi 25 años de su muerte aún le recordamos vivamente. De ahí la trascendental importancia en la educación ambiental del cultivo de valores éticos y comportamientos personales respetuosos, responsables y sostenibles, que dejen la mínima huella posible en la Madre Naturaleza.
Muchas veces he pensado que si todas las personas que habitamos este mundo, esas 7.500.000.000 gotas inocuas e incoloras, fuéramos de «azul de metileno», las cosas serían radicalmente diferentes. Pero ello no es más que una utopía, una fantasía, una ilusión o una quimera. Siguiendo esa lógica, si todo el mundo fuera bueno, no harían falta policías, si fuéramos mansos no habría guerras, si fuéramos respetuosos, responsables y cívicos no se necesitarían apenas ordenanzas de convivencia. Pero, en fin, la condición humana y los intereses que mueven el mundo son los que son desde el Paleolítico y no van a cambiar.
Volviendo a la naturaleza, es verdad que hubo (y hay) auténticos paraísos naturales, en ocasiones gracias a la generosidad, el dinero o el esfuerzo de personas concretas (“azules de metileno”). Aún quedan lugares así, extensos y extraordinarios, pero con el tiempo irán diluyéndose por la presión demográfica, el turismo mal gestionado o la explotación insostenible de los recursos naturales, y en ultima instancia por efecto del Cambio Global, que lo queramos o no afectará al Planeta en su conjunto. Quizás lo triste es comprobar como la mayoría de los territorios bien conservados no se deben tanto (que también) al efecto del «azul de metileno»(especio) sino sobre todo a que son lugares remotos o de difícil acceso donde el hombre ha dejado poca huella, a resguardo hasta ahora de un sensible deterioro. Se cumple una vez más ese dicho que reza: «A la naturaleza no le hace falta que le echemos una mano, sino, a ser posible, que no se la pongamos encima».
Así pues, la triste conclusión que saco después de ver la condición humana y los intereses que mueven el mundo, y me pesa decirlo, es que las encomiables gotas de “azul de metileno» solo tendrán influencia sobre pequeños paraísos (espacio) por periodos limitados (tiempo). A ese mismo juicio han llegado muchísimos otros antes que yo, aunque prefieran no decirlo. Si me lo dijo con franqueza descarnada un amigo, hace tres años, a través de una carta lanzada desde el otro extremo del Pacífico, que tituló “Comprendo, comparto y aliento tu inútil esfuerzo” (se adjunta al final).
Llegados hasta aquí, algunos (o muchos) de ustedes se echaran las manos a la cabeza, tachándome de pesimista o catastrofista, argumentando que las cosas no están tan mal, que tenemos espacios mejor conservados que antes (una verdad relativa), que hay que tener confianza en el ser humano, etc, etc. Estoy acostumbrado a eso. Pero en mis percepciones y pronósticos me guío por mi condición de geólogo y por lo que mis ojos han visto, no por deseos, pronósticos o por lo que otros van contando. En apenas seis décadas de existencia, un tiempo absolutamente insignificante, he sido testigo de sensibles cambios a peor en la naturaleza y en el mundo rural que me rodeaba, y la tendencia que observo no es nada halagüeña.
Al final, como siempre, la Tierra, que no tiene prisa alguna, echará mano de uno de sus múltiples recursos o “accidentes” para desembarazarse en parte o totalmente de una especie tan invasora y agresiva como la nuestra. En las capas de la tierra he visto escritas muchas veces para periodos relativamente cortos (unos pocos cientos de millones de años) multitud de extinciones parciales o totales por causas y razones de muy diferente tipo. Existe otra posibilidad, que la tecnología permita colonizar otros mundos y que el reloj empiece a contar de nuevo de cero en ellos. Cualquiera sabe. Otros apuestan la supervivencia al descubrimiento de una energía limpia, infinita y barata, pero entonces el consumo se dispararía.
En cualquier caso, mientras la vida me conserve la conciencia, seguiré «comprendiendo, compartiendo y alentando» el ejemplo y los logros de las benéficas personas «azul de metileno» que nos rodean, y eso vale tanto para el ámbito ambiental (el de este artículo), el familiar, científico, divulgador, profesional, etc., y todos los que a ustedes se les ocurran.
Pd.- Lo he pensado mejor. Creo que debo dar el nombre de esa benefactora persona de “azul de metileno”, que durante un corto periodo de tiempo viró el color de un pequeño territorio de Sierra Nevada. Fue el guarda forestal Francisco González Peregrina (fallecido el 3 de febrero de 1994). Su demarcación tuvo lugares tan emblemáticos como la Cortijuela, el Trevenque, la loma de Dílar o los Alayos, hoy convertidos en Parque Nacional. D.E.P.
El guarda forestal Francisco González Peregrina, más conocido en sus años como «Paquillo el de la Cortijuela», «gemeleando» la loma de Dílar desde el collado de Matas Verdes
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