Cántaras al aire, símbolo del vaciado etnográfico de una sierra

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Fue un radiante día de primavera. Había pasado la noche en Villacarrillo, un próspero pueblo olivarero de las estribaciones occidentales de la sierra de las Villas, en Jaén. Bien temprano, me dirigía a darle una vuelta al vecino Parque Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y las Villas, como de vez en cuando me gustaba hacer, sin plan definido, a la aventura. A lo que buenamente saliera.

Conducía despacio por la estrecha carretera de montaña que ascendía zigzagueando desde tierras onduladas de olivares al desfiladero rocoso del Tranco, donde están taponadas las aguas del Guadalquivir, en ese gran mar interior de la Alta Andalucía. Iba, como digo, con precaución, a sabiendas de que siempre que pasaba por allí los ojos se me iban a las pendientes lomas de la margen izquierda del Guadalquivir. Preciosas laderas tachonadas de pequeños olivares de montaña, incrustados entre espesos pinares y farallones calizos. Y de cuando en cuando, cortijos blancos con chimeneas humeantes que daban los buenos días a aquella radiante mañana. Me alegraba comprobar que al menos algunos seguían habitados, imaginando a mujeres trajinando con olorosos cafés y el guiso del día. Mientras, por los bajos y de tarde en tarde, se dejaba ver entre una tupida arboleda la plateada serpiente del Guadalquivir, que venía henchido desde las compuertas abiertas del gran pantano para satisfacer los primeros riegos de la temporada.

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Empinadas laderas de olivos, pinares y roquedos junto al Guadalquivir

 

En esas, al llegar al cruce de la carretera que se interna en la sierra de las Villas a la derecha, camino del embalse de Aguascebas, me llamó la atención ver la larga pértiga de una grúa que sobresalía por entre los pinos. Esa es la ventaja de no llevar plan, que todos son posibles. Así que no lo dudé, di la vuelta en cuanto pude y me acerqué a olisquear. Un enorme camión grúa casi cerraba el paso a la estrecha carretera. Mientras, a su vera, la caja de otro camión dejaba ver las orondas panzas de varias cántaras o tinajas de aceite. A esas tempranas horas solo había allí un par de coches, entre ellos el pequeño Suzuki blanco de un agente de medio ambiente. Aparqué el todo terreno junto a la venta de los Agustines, junto al río, cogí la máquina de fotos y la libreta, y me dispuse a documentar lo que allí acontecía. Para ese momento, sabía que la fortuna me había deparado la oportunidad de ser notario de una historia que merecía la pena ser vivida y contada. Junto a los camiones, en la cuneta, dos atentos observadores seguían las maniobras, el guarda y un hombre mayor, que supuse era el dueño de todo lo que se trasegaba. Di los buenos días, me presenté, y al momento, amablemente, sin apenas reservas, me pusieron al cabo de todo.

«Mire usted (me dijo Agustín, el hombre mayor), yo soy el dueño de este molino de aceite junto al río, hoy casi en ruinas, que cerró hace un par de décadas, después de una intensa actividad durante un siglo. Es conocido como el de los Agustines, en honor ami familia, que empezó a moler con mis abuelos a principios del XX. A mi edad (me confiesa que no cumplirá los 84) ya no espero nada, más que dejar resueltos estos líos a los hijos, y evitar tentaciones a los amigos de lo ajeno, que ya he visto visajes raros este invierno pasado detrás de estas cántaras. En esos fríos meses, cuando cae la noche, no se oye más que el silbido del aire que baja por la cerrada del río y el hojarasqueo de los jabalíes, que ya todas las almas se recogen en los pueblos. Las cántaras chicas las he ajustado a 300 euros y las más grandes a 450. Un solo cliente me ha pagado a tocateja la partida completa, un marchante que las revenderá para restaurantes, chales de lujo y todo eso. Hubiera querido que algunas se quedaran de recuerdo en la Sierra, pero la gente las quiere casi regaladas.

Mire usted, este molino era de los más principales de esta parte de la Sierra. Ya ve que su situación era privilegiada, a orillas del Guadalquivir, aunque el agua la traíamos del arroyo de María, ese barranco que hay enfrente, y podíamos moler en cualquier época, por muy seca que viniera. Y que le voy a decir de la encrucijada de caminos, en una de las pocas salidas naturales de estas enormes sierras hacia los pueblos de la rica comarca de la Loma. Aquí se molía la aceituna de muchísimos pequeños labradores, casi todos con un rodalillo de árboles para lo más preciso del consumo propio, pero también el cereal y el maíz, y lo que se terciase. Porque entonces no se le hacía ascos al trabajo y siempre que se podía se le echaba una mano a la gente que lo necesitara. Eran tiempos de autosuficiencia en la que todos nos ayudábamos, nada que ver con lo que pasa ahora. Cuando más actividad tuvo este molino fue curiosamente después de la Guerra Civil, años en los que la vida de los serranos se puso muy cuesta arriba y se dependía en gran parte del aceite y de la harina, dos alimentos básicos, aparte de los frutales, de la huerta y del poco ganado que cada uno tuviera».

Mientras le escucho, la esbelta pluma sigue su trabajo, sin prisa pero sin pausa, vaciando las vasijas amontonadas en el patio del viejo molino. Las veo volar muy altas por el luminoso cielo de la mañana, recortadas contra los anaranjados farallones calizos del barranco de María. Soy consciente de que estoy viviendo un momento irrepetible, que apenas durará un par de horas más. Mis pensamientos se acompasan con el bamboleo de las cántaras. Me apena comprobar, una vez más, que estamos inmersos en un feroz proceso de desvalijamiento de nuestras identidades culturales, en este caso de las sierras de Cazorla, Segura y las Villas, hoy convertidas en el espacio natural protegido más extenso de España y el segundo de Europa. De aquí a poco, cuando se vendan también las tejas, las piedras de moler y las grandes vigas de pino del molino, éste se habrá convertido en un amasijo de escombros. Otro más de los muchos que salpican estas sierras. Hogares de gozos y de penas de nuestros últimos antepasados serranos. Hombres y mujeres que el inexorable paso de los años se irán llevando, igual que a sus cortijos, a sus fuentes y a sus paratas. Queda retener y recordar, eso sí, sus historias, como esta que tan amablemente me ha contado hoy este hombre, junto al molino de su vida, con lágrimas en los ojos.

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«Veo volar las tinajas muy altas por el luminoso cielo de la mañana, recortadas contra los anaranjados farallones calizos del barranco de María»

 

Sé que de aquí a un tiempo, si Dios me da salud, cuando vuelva a pasar otra mañana temprano por aquí, sólo quedará el aire frío del amanecer que baja por el río y las escarbaduras de los jabalíes en los cascajos del molino. Entonces, recordaré a estas cántaras bamboleándose entre los pinos de la ribera del Guadalquivir camino de tierras lejanas. ¿Dónde estarán? El antiguo molino apenas será un montón de escombros. Me consuela saber que, en ese caso, al menos quedará en su recuerdo el charco del Aceite (o de la Pringue) en el río Guadalquivir, apenas un kilómetro aguas arriba. Testigo mudo del mal paso dado por una recua de bestias en los años malos del hambre, que vació su carga de aceite sobre las cristalinas aguas del río. ¿Sabrán las generaciones venideras, si es que aún siguen bañándose en ese charco, hoy convertido en dominguera piscina natural, lo que allí pasó? ¿Sabrán que el aceite que da nombre al charco venía de un molino cercano? ¿Sabrán que ese molino aceitero hizo más llevadera la vida de sus ascendientes serranos que labraban aquellas pendientes laderas? Recuerdos míos que he querido fosilizar en este humilde artículo o mejor aún en las nobles páginas de un libro, quizás un día.

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Charco del Aceite, sobre el río Guadalquivir, próximo al molino de la venta de los Agustines

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