Pantaneta (Albuñán, Granada)
Uno de los cambios más notables del sureste español de los últimos decenios ha sido la extraordinaria proliferación de almacenes superficiales de agua no considerados embalses al uso. Pantanetas, balsas, depósitos y estanques de todas las tipologías y tamaños salpican hoy el campo, allí donde hay algo de agua que recoger. Quizás este hecho pase desapercibido a muchos, pero desde el aire la cosa es bien distinta. Cuanta menos agua, más balsas, esa es la norma. Ya digo, ha sido un fenómeno explosivo (en aumento), que, en mi opinión, está suponiendo (y lo que queda) una revolución de la gestión del agua. En su momento pilló con el paso cambiado a muchos gestores, ideólogos, científicos y estudiosos del negociado de medio ambiente, agricultura y agua. Nada raro. Los vertiginosos cambios que propulsan la economía y los mercados, de la mano de la tecnología, van más rápido de lo que puede asimilar la sociedad en su conjunto, y, en especial, la administración.
Esto viene a cuento de que, a pesar de que va pasando el tiempo, todavía no se ha articulado un discurso nítido sobre la bondad o maldad de estas obras de regulación, que junto a cosas positivas, también ofrecen efectos perniciosos, sesgados y abusivos. Las regulaciones han empezado a llegar, pero no tanto las estrategias de uso, que creo son vitales. Aún es frecuente que las balsas sean vistas aún como un parche, como transformaciones del territorio que generan importantes impactos, como trampas para fauna y como derroche de aguas que se pierden por evaporación. Pero, al mismo tiempo, también se perciben como nuevos hábitats acuáticos (algunos sumamente valiosos ambientalmente) y, sobre todo, como herramientas casi indispensables para la regulación, eficiencia, ahorro y modernización de regadíos en regiones más bien secas. ¿Entonces, en qué quedamos?
En el sureste español han proliferado extraordinariamente las balsas, como elementos casi imprescindibles de regulación y gestión de las aguas, la mayoría subterráneas
Desde un punto de vista estrictamente pragmático, como es el de la economía, las nuevas balsas han proliferado en España porque tienen éxito (hay más de 150.000, solo entre las censadas). Su principal fortaleza es que ofrecen una excelente respuesta a la regulación y aprovechamiento de las aportaciones irregulares, caprichosas y escasas del sureste español. Otro aspecto fundamental es que permiten centralizar redes, automatizar y dar presión a riegos localizados (aspersión y goteo), aspectos que van en línea con la modernización de regadíos que propugna la europea Directiva Marco del Agua (DMA, 2000). Pero hay más. Son almacenes de agua que permiten ahorros considerables de los costes de energía por bombeos nocturnos o por utilización de energías renovables, que son óptimas para pequeños bombeos intermitentes y prolongados en el tiempo. Pero, en fin, esto de las balsas es antiquísimo, que la mayoría de los asentamientos y comunidades agrícolas y ganaderas casi desde el Neolítico ya tenían presas y albercas terreras, de argamasa o arcilla. La diferencia es tecnológica, de forma que las balsas de ahora tienen infinitamente más capacidad, son más rápidas de construir y mucho más baratas, y eso sin considerar que están construidas con materiales más duraderos e impermeables.
Toda esta introducción no ha sido más que el necesario preámbulo para «llevar el agua a mi molino», que no es otro que hablarles de la relación que tienen las balsas con la gestión de las aguas subterráneas y la conservación de los manantiales, que como saben son mi especialidad profesional. Por tanto, no les voy a hablar hoy de los beneficios medioambientales de algunos tipos de balsas y pantanetas (quizás les haga una entrada más adelante). Ni de las nuevas posibilidades de gestión que pueden tener en la regulación y recarga de caudales de deshielo o, por ejemplo, de drenaje de minas, como podría ser en el futuro el caso de la mina de Alquife (Granada) si se vuelve a abrir. Pero centrándome en la regulación de las aguas subterráneas, que son el objeto de este artículo, la función de las balsas es especialmente interesante y valiosa en regiones mas bien secas que posean valiosos manantiales y ecosistemas acuáticos en peligro de extinción o secos. Con el tiempo, me he ido convenciendo de la buena labor gestora que pueden ejercer algunas balsas en esos casos, de forma que las recomiendo cuando se dan las circunstancias pertinentes.
Veamos algunos casos. Por ejemplo, hacen buena labor aquellas balsas que se utilizan para regular manantiales, siempre que se construyan, como es natural, a cierta distancia de ellos. Esa regulación permite conservar los afloramientos de agua, que continúan ejerciendo sus funciones ambientales. Hoy podemos construir en poco tiempo almacenes relativamente grandes y económicos, de hasta 1 hm3 de capacidad, y ello sin hablar de pantanetas y microembalses, con volúmenes de almacén superiores. Traducido a caudales, quiere decirse que una balsa de las dimensiones apuntadas puede regular por almacenamiento un manantial de entre 45-70 litros por segundo (teniendo en cuenta pérdidas y riegos de verano). Y esos son, desgraciadamente, casi todos los «buenos» que todavía nos quedan en la España seca. Si la balsa no se impermeabiliza y se sitúa sobre materiales permeables, al almacenamiento directo habría que sumar el almacenamiento por recarga de acuíferos, lo que permitiría hacer balsas más pequeñas para regular esos mismos manantiales.
Otra interesante alternativa que nos prestan las balsas es la de ir almacenando poco a poco el agua a lo largo del año, lo que facilita su llenado a través de bombeos pequeños (óptimos para utilizar energías renovables), bien repartidos y rotados en el espacio y en el tiempo. Estas dos alternativas (hay más) son importantes, porque de esa manera podríamos utilizar los recursos renovables de nuestros acuíferos sin afectar tan dramáticamente a las reservas y a los manantiales, lo que ocurre ahora. Así pues, este modus operandi minimiza, si se hace bien, claro, los riesgos de una explotación que pudiera agotar los manantiales local y/o temporalmente, al tiempo que evita las lógicas tentaciones de sobreexplotación al estar «tasado» el techo de extracción por la capacidad de las balsas en cuestión.
Por supuesto, las dos alternativas arriba apuntadas, tienen pegas, pero son menos traumáticas, ambientalmente hablando, que ejercer la gestión clásica, que, como sabemos, tiene como objetivo regular por bombeo los aliviaderos de los acuíferos, jugando con las reservas y utilizando como «balsa natural» al acuífero. En estos casos, al concentrarse intensos bombeos en los meses de verano, incrementamos terriblemente las probabilidades de agotar las salidas naturales (llámese ríos, humedales o manantiales). De todas formas, hay algo peor, y es que como el nivel de los embalses subterráneos no se ve (ya se sabe, «ojos que no ven, corazón que no siente»), pero habitualmente existen cuantiosos volúmenes de agua almacenados, entonces la tentación de meter la mano en la «despensa» del acuífero («inmenso e inagotable») es grande, de forma que es bastante usual que se extraigan volúmenes muy superiores a los legalmente concedidos y a los renovables. En ese caso, no es que agotemos durante los meses de verano las salidas naturales, sino que las secamos de forma permanente y muy seguramente también de manera irreversible. Aunque ese problema tiene soluciones tradicionales, que consisten en rotar bombeos dotados con contadores volumétricos, y controlar la evolución de niveles con redes piezométricas, ya sabemos que todo eso no funciona por diferentes causas. No quiero que se entiendan estas críticas como contrarias a la hidrogeología, ni a la explotación por bombeo de las aguas subterráneas. Lo que quiero trasmitir es que cada vez es más urgente y necesario llevar a cabo una gestión «fina» de las aguas subterráneas, lo que requiere, al contrario de los que pudiera pensarse, más equilibrios, estudios y controles hidrogeológicos.
Una comparación mundana, utilizada muchas veces para explicar las consecuencias de una inadecuada explotación de las aguas subterráneas, es la de los donantes de sangre. Para ellos, todo el mundo entiende que las extracciones deben ser pequeñas y espaciadas en el tiempo. De esa forma, al final lo que conseguimos es gran cantidad de sangre y un paciente sano que sea capaz de seguir proporcionándonos sangre por muchos años. Con los acuíferos y sus ecosistemas acuáticos asociados (manantiales, ríos y humedales) pasa lo mismo. Una explotación severa y/o concentrada en el tiempo resta salud o incluso mata, como poco, a los ecosistemas acuáticos, y puede que también a los mismos acuíferos como primitivos generadores de aguas económicamente extraíbles.
Balsas de riego a partir de aguas subterráneas, dotadas de placas solares
Como se ve, el uso de las balsas podría suponer un profundo cambio de mentalidad en la gestión de ciertos acuíferos. ¿Inconvenientes? Muchos. Esta solución no está pensada para el minifundismo, ni para pequeños usuarios, tiene limitaciones obvias en terrenos pendientes o abruptos, hay riesgos estructurales y posee notables perdidas evaporativas (de hasta 1.400 mm anuales en regiones cálidas, bastante reducibles con medidas correctoras). Y algunos inconvenientes más. De todas formas, en la solución o atenuación de esos problemas se viene trabajando, especialmente en reducir las pérdidas por evaporación, por lo que pronostico un futuro con grandes novedades. No nos queda otra. El irregular, caprichoso y rácano en lluvias clima mediterráneo y el calentamiento global nos van a obligar a desplegar todas las herramientas y estrategias de gestión del agua que tengamos a nuestro alcance. Habrá que combinar derivaciones, embalses, balsas y sondeos allí donde las circunstancias e idoneidades las hagan más recomendables en cada caso. Sólo así conseguiremos compatibilizar una gestión económicamente sostenible sin matar a los ecosistemas acuáticos asociados a las aguas subterráneas, indispensables para garantizar el medio ambiente y nuestra supervivencia a largo plazo.
¿De todas formas, esta es la teoría, pero saben lo que pienso? Pues que puede ocurrir que al final no levantemos el pie de la explotación abusiva tradicional, utilizando además a las balsas como depósitos extra. En ese caso, aceleraremos el desastre. Entonces, cuando pasen unos decenios el campo se irá llenando de balsas sin agua, restos cadavéricos del tipo de las gomas, tuberías y conducciones que serpentean ya por muchos campos secos.
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