Uno de los más excelsos santuarios del agua españoles en peligro, Doñana (foto CSIC/Victoria Muñoz)
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Han pasado más de tres años desde que di forma a La orquesta del Titánic y la defensa del medio ambiente, una reflexión sobre qué “oficio” adoptar en mi madurez en la defensa del agua y del medio ambiente. En síntesis, justificaba ir dejando de lado la crítica y el lamento, para abrazar la belleza, simbolizada, a mi modo de ver magistralmente, por el papel que jugaron en el desastre del Titánic los músicos de su orquesta. Desde entonces, me he salido del guión pocas veces, hoy una de ellas. En este mes de julio de calima y fuego, algunos amigos y conocidos a través de redes sociales o de los correos del proyecto “Conoce tus Fuentes” se han querido desahogar compartiendo, con quién quisiera escucharlos, noticias del agotamiento de nacimientos, humedales y ríos varios. Un par de casos me han dolido especialmente y otro me preocupa, porque un pequeño paraíso es posible que se pierda. Así pues, me he sentido copartícipe de sus congojas en forma de este nuevo, lastimero y quejoso artículo. Es triste, no lo lean si no quieren que les estropee el día. También pido excusas por la reiteración (casi todo está mil veces dicho), así como por incumplir mi titánica promesa.
No corren buenos tiempos para el Agua, creo que todo el mundo está al corriente. En lo que respecta a las aguas subterráneas, el origen de los flujos estivales en clima mediterráneo, todo viene del continuo descenso de los freáticos. No tiene aún gran influencia el calentamiento global a través del aumento de la evapotranspiración, salvo en altas montañas, en donde a ello se suma la notable disminución de las nevadas. Dejo de lado el tema de las precipitaciones, porque dependen de las zonas, no han cambiado mucho, e incluso han aumentado en algunas áreas del sureste peninsular. No. La principal causa del descenso de los freáticos estriba en que el consumo de agua ha crecido espectacularmente por encima de los recursos renovables disponibles, a costa de tirar de reservas. Aguas reconvertidas en su mayor parte en extensos mantos verdes o blancos de regadíos o cultivos bajo plástico. Gusta también ver esa riqueza agrícola, empujada por tecnologías cada vez más eficientes. Nada que objetar, todo lo contrario, la entiendo, la respeto y ¡la necesitamos!. Pero esa no es la cuestión. La clave es: ¿hay agua suficiente para garantizar la sostenibilidad ambiental y económica de nuestro actual ritmo de consumo? No, y rotundamente no en lo que respecta a la sostenibilidad ambiental, como propugna la Directiva Marco del Agua.
Olivar intensivo de nuevo regadío entre Sorbas y Tabernas, en la zonas subdesértica de Almería (foto Plataforma en defensa del acuífero del río Aguas)
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Lo que viene ocurriendo de forma generalizada en la mitad sur peninsular es que llevamos demasiado tiempo aplicados a la satisfacción de la demanda (siempre insaciable) y no, como debería ser, a la gestión de la oferta disponible. Así pues, la sostenibilidad económica de muchas explotaciones y abastecimientos está condenada a futuro a reajustarse a la baja o a colapsar, hipotecando en el peor de los escenarios el porvenir de generaciones venideras. No obstante, el colchón de las abundantes reservas hídricas de muchas áreas acuíferas está, de momento, tapando y dilatando en el tiempo el problema económico. No así el ambiental, cuyo deterioro comienza en el mismo momento en que los ecosistemas acuáticos dejan de disponer de unos mínimos caudales ecológicos. Nunca deberíamos perder de vista que el agua no es un recurso económico de mercado al uso, sino por encima de todo un bien común, imprescindible para la vida.
Algunas veces se han comparado los efectos de la sobreexplotación del agua con la de aquellos donantes de sangre a los que hipotéticamente extrajéramos más sangre de la que fueran capaces de reponer. Algunos piensan, lo sé, que soy un exagerado, un cenizo o un alarmista, o incluso, las tres cosas a la vez. Argumentan que bajo tierra hay un mar de agua, que no es para tanto, que ya vendrán largos y copiosos periodos de lluvias, que son ciclos, que ya inventaremos tecnologías para fabricar agua o que provocaremos lluvias a la carta. No seré yo quien menosprecie la enorme potencialidad de la investigación y de los avances científicos y tecnológicos de los próximos decenios. Sin duda, habrá sorpresas. ¿Pero a los ecosistemas y a la biodiversidad desaparecida quién la recompone? Si me dejo llevar por lo palpable, me duele lo que mis ojos han visto en un lapsus de tiempo tan infinitesimal como es el de apenas una vida. Campos y montes deshidratados, nacimientos, fuentes, humedales y ríos que se secan, y una biodiversidad que nos abandona a pasos agigantados.
Cabras monteses abrevando en una piscina privada (Valle de Abdalajís, Málaga) (procedencia Emilio Calvo de Mora)
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Pero el panorama tampoco es halagüeño por el lado de las soluciones. En gran parte porque en las administraciones campa desde hace decenios el desánimo por una manifiesta incapacidad en la gestión de las aguas, especialmente de las subterráneas. Mientras tanto, la sociedad viene tirando por la calle de enmedio, que no es otra que la de la insumisión hidrológica. Simplificando, lo que sucede en campos y urbes es que el agua escasea un poco más cada año, lo que se soslaya o parchea con la apertura de nuevos pozos. Una huida hacia adelante, que agrava el problema y contra la que sanciones y multas no disuaden, porque las plusvalías generadas por el uso del agua son mayores que las hipotéticas multas.
Para continuar con el tono quejoso y lastimero, ya les advertí que era un artículo triste, tampoco ayuda el modelo de gestión pública por masas de aguas subterráneas. Conceptualmente, estas fueron consideradas en su momento como una especie de “cajas negras o estancas”. Aquello, que fue una aproximación de gestión aceptable, ha cambiado con el tiempo. La perforación de miles de sondeos, cada vez más profundos dotados de potentes bombas, vienen poniendo en evidencia afecciones cruzadas y en cadena entre masas de aguas diferentes, algunas bastante alejadas entre sí (artículo). Así pues, urge revisar los paradigmas tradicionales de la gestión de las aguas subterráneas por sistemas acuíferos, a la luz de lo que hoy sabemos y de los tiempos que corren.
Mejor nos iría si pusiéramos más el foco en la gestión por escenarios de conservación y de explotación, como hacen algunos de los países con mayor tradición medio ambiental. En esencia, se trataría de respetar espacios y tiempos, con el fin de brindar la oportunidad a las aguas de ofrecer bienes y servicios esenciales. Entre ellos, los ecosistémicos, recreativos y turísticos, sin olvidar los socio-económicos ligados a los usos tradicionales de abastecimientos y regadíos de montaña. Espacios y tiempos también para aprovechar las aguas disponibles con las tecnologías y conocimientos actuales. Recursos superficiales y subterráneos, cada uno donde mejor conviniera, aprovechándose más de la enorme regulación que pueden brindar los embalses subterráneos con la recarga de acuíferos. No es el objetivo de este artículo, pero hay alternativas, que no son recetas universales, ni tampoco fáciles de aplicar. Ya se sabe aquello de que el agua calienta, de forma que su enorme valor económico tensiona y tuerce los buenos propósitos, las voluntades y las acciones políticas. No en vano, la gestión del agua es todo un arte, en el que muchas civilizaciones antiguas destacaron.
Acuífero detrítico de la Vega de Granada, presidido por el macizo de Sierra Nevada, declarado Parque Natural y Nacional. Típicos escenarios de explotación y conservación, respectivamente (foto Junta de Andalucía)
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Acabo. Siempre que hablo de esto me ocurre lo mismo. Tengo la sensación de que me reitero, repito y canso. Discúlpenme, me muevo en esta nueva ocasión, ya lo advertí al principio, por el dolor y la tristeza que me produce la merma y la ruina futura, si nadie lo remedia, de “Santuarios del Agua” que aún resisten. Al título de este post le añadí la etiqueta de “en peligro de extinción”, por si de esa manera removía la consideración de los poderes públicos sobre su protección, como si hacen onerosamente con espacie animales emblemáticas, de todos conocidas. A fin de cuentas, el agua y los hábitats deberían estar por encima y muy por delante de sus especies. Las casas antes que sus ocupantes. Pero lo entiendo. Sanear los hábitats es mucho más costoso, difícil y de rendición de resultados a más largo plazo.
Europa acaba de darnos este verano otro nuevo tirón de orejas por la penosa situación de uno de los santuarios del agua más excelsos de España, Doñana. Es el último señalado, pero la lista es extensa. Se trata de grandes y pequeños paraísos, oasis o santuarios del agua, todos importantes, que duelen en las almas (solo) de quienes los han vivido y conocido. Para el agua, igual que para la naturaleza, es terriblemente certero ese adagio de “Ojos que no han visto, corazón que no siente”.
Cuesta admitir equivocaciones y responsabilidades, para las que se inventaron los “otros”. Son los chivos expiatorios desde que el hombre empezó a tener raciocinio. Si, algunos habrán caído en la cuenta. Cansa la repetición de ese relato sesgado e interesado que echa la culpa de la merma y escasez de las aguas al cambio climático. Mientras que ese trampantojo tenga éxito poco se hará por solucionar la verdadera causa de fondo, que no es otra que la sobreexplotación. Pero contra esa propaganda, auspiciada sobre todo por los poderes económicos y políticos, será difícil luchar.
Mensaje que alerta sobre el verdadero problema de las sequías hidrológicas, la sobreexplotación y no el cambio climático (foto Greenpeace)
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