«Un día metido en nieblas y nubes bajas subió ya casi anochecido a los raspones del Horcajo»
Eusebio era un hombre enjuto, pura fibra, de ojillos vivarachos, que se movía por el campo como un gato. De mediana edad, había pasado por multitud de oficios, el último de carbonero, pero siempre ligado a la misma finca donde había trabajado su padre. No era una finca cualquiera, que era de las más grandes de Sierra Morena, propiedad de un Grande de España, cerca de Aldeaquemada, en la raya de Andalucía con Castilla. Nunca había salido de aquel mar de montañas que se dominaban desde la sierra del Cambrón, una sucesión de sierras que a lontananza continuaban con las estribaciones occidentales de las de Alcaraz. Una enorme extensión poco habitada, por donde entonces igual se pasaban lobos que gentes que no querían ser vistas.
Por sus sobresalientes habilidades para leer el campo, era uno de los secretarios indispensables en la montería de invitación que por la festividad de la Inmaculada la propiedad ofrecía a compromisos y amigos todos los años. Por eso, lo natural fue que al jubilarse el guarda jurado se le ofreciera a Eusebio el puesto, junto a la bandolera, la chapa, la trompeta y la carabina.
Al principio todo fue nuevo y entretenido, pero pronto se dio cuenta que el trabajo llegaba a aburrirle, porque le sobrara mucho tiempo en controlar lo que se cocía en sus dominios con los conocimientos que tenía. Así pues, se había impuesto entretenimientos, pequeños retos para pasar mejor los días, sin menoscabo de sus labores de guardería. Jugaba a escudriñar veredas, bebederos, posaderos, oteaderos… con el fin de conocer las costumbres de los animales que compartían con él aquellas inmensidades. Y así fue como empezó a ponerle nombre a sus acompañantes, al solitario que se encamaba en la fresca umbría de los Asperones, a las ciervas que buscaban sesteadero en la aireada loma del cortijo, o al Gran Duque que oteaba desde los aéreos raspones del barrancón del Horcajo.
Con las lógicas mudanzas y variaciones de las estaciones, veía siempre más o menos las mismas hechuras, los mismos rastrajes. Por eso, una madrugada de mediados de septiembre, cuando el suelo empezaba a oler a mojado y ya se sentían los primeros berridos de celo de los venados, le dio un vuelco el corazón al ver la pisada fresca de un hombre. Tanto pelofrío le entró por el espinazo, que instintivamente echó mano a la carabina, que siempre portaba en bandolera. Sabía de sobra que aquello no podía significar nada bueno, que por allí no pisaba nadie con buenas intenciones. Se confirmaron sus presagios al comprobar que el hombre evitaba la vereda que llevaba, de forma que apenas pudo ver alguna huella más. Entrenado como estaba en jugar mentalmente con fabricar suposiciones e hipótesis, dejó a un lado inmediatamente todas sus ocupaciones y se aplicó a poner en claro aquél rastro, a fin de cuentas el de otro animal más de la finca.
De ese día en adelante dejó en el cortijo la bandolera, la chapa, la trompeta y la carabina. Presentía que podía tratarse de maquis, y que su condición de guarda jurado armado le comprometía, de forma que o lo mataban o era él el que tenía que matar. No creía probable que fuera un furtivo de carne, porque en los kilométricos linderos de la finca se hacía la vista gorda para que los más necesitados buscaran apaño. Se trataba de un acuerdo tácito de la propiedad con las gentes de los alrededores, a cuenta de que no se metieran, y menos sin autorización, en el corazón de la finca, donde se daba la montería. Así pues, se puso ropa vieja, se echó una navaja al bolsillo y se dedicó a husmear con cautela y criterio. Su «disfraz» sabía que le serviría de poco si eran gentes de la zona, lo más probable, porque para sobrevivir por aquellos barrancones del río Guadalén había que conocer bien el terreno que se pisaba. Lo que si tenia claro es que llevaban poco tiempo allí y no quería que se aposentaran. No volvió a ver huellas, pero haciendo caso a una intuición de las suyas, un día metido en nieblas y nubes bajas subió ya casi anochecido a los raspones del Horcajo, donde tenía su oteadero el Gran Duque. Allí vio un rodal de suelo pisado y, escudriñando más detenidamente, descubrió debajo de una piedra varias colillas. Todo iba cuadrando a pasos agigantados, tanto que las piezas del puzzle creía tenerlas ya casi encajadas. Igual que para el viejo búho, aquél era punto estratégico de vigía de un maqui, desde el que seguramente dominaba el campamento de sus compinches de partida.
«Maquis» (ilustración: www.diagonalperiodico.net)
¡Ya está! Sí, lo tenía claro. Se hubiera jugado el pellejo a que el grupo estaba arranchado junto al manantial del Horcajo, por bajo a la covacha del mismo nombre, dentro de un espesar de monte umbrío muy querencioso para los jabalíes. ¡Cómo no había caído antes! Siempre el agua. Ya se sabe, los huidos a la Sierra tenían dos puntos débiles, el agua y las amantes. Para confirmar lo que suponía, se retiró por si acaso a otros peñones próximos, y agazapado esperó a que echara su capa una noche sin luna, negra como boca de lobo. Con sus pupilas de gato bien dilatadas, pudo distinguir entre las copas de brezos y altos chaparros un leve resplandor, que imaginó procedía del hogar donde preparaban la cena, justo dónde calculaba que estaba la covacha, a un tiro de escopeta de la fuente.
Para ese momento, su cabeza era un tiovivo desbocado, un hervidero de conjeturas, de forma que casi sobre la marcha creyó saber, además, quién era el que guiaba a aquél grupo por terrenos tan ásperos, solitarios y desconocidos. A su memoria vino lo que le ocurrió apenas 10 años antes en la montería de la Inmaculada del año 34, la última que se dio por allí, que desde que empezaron a enrarecerse las cosas y estalló la Guerra Civil los señoritos no pisaban la finca por miedo a secuestros y encuentros desagradables. A lo que iba, al terminar la montería de aquél año le encomendaron vivamente que buscara un perro puntero que no había regresado a las llamadas de caracola del rehalero. Apenas un par de días más tarde, lo sintió aullar y quejarse de mañana en el fondo del barrancón del Horcajo, que aquél invierno iba seco porque las lluvias no se habían prodigado. Le extrañó lo del perro, porque aquello estaba en un extremo de la finca, demasiado lejos del lugar donde había tenido lugar la cacería. Era terreno apenas conocido por él, ya que, estando cerca de la linde sur y muy a trasmano, se había la vista gorda para el desahogo de gentes necesitadas de carne.
Fue acercándose al perro, que no paraba de quejarse, al que iba echando voces tranquilizadoras de vez en cuando. Al llegar, comprobó que estaba metido en una charca, a donde había ido a buscar consuelo del navajazo de un solitario que dejaba ver un trozo de intestino hinchado, con claros síntomas de peritonitis. Tras analizar su estado, allí mismo tuvo que rematarlo con su carabina para evitarle mayores sufrimientos. Seguramente se alejó de la batida tras un viejo jabalí herido, que fue a buscar refugio en las abundantes pedrizas de aquél barrancón enmontado. Y tras el percance con el jabalí, debió buscar consuelo en el agua, que los perros olfatean a mucha distancia. Le quitó el collar y mandó recado al rehalero de que se presentara en la finca. Delante de él se lo entregó y le contó la historia de su valiente perro con pelos y señales, diciéndole dónde había quedado el cuerpo por si quería comprobar la historia por sus propios ojos. El rehalero le dio las gracias de corazón por el interés mostrado y se despidió del eficiente guarda.
Aquél mal trago del agonizante perro le sirvió para descubrir el manantial, que denominó del Horcajo, porque así le había dicho su padre en una ocasión que se llamaba el desfiladero donde se encontraba, que sólo llevaba agua tras aguaceros. Si no hubiera sido por ese desagradable lance, nunca hubiera hollado aquellas espesuras, ni dado con el pequeño nacimiento, que no tenía caudal suficiente para dar regato, si bien se delataba en su proximidad por restregaderos de barro de los jabalíes. A pie de charca, comprobó que de un lateral brotaba un dedo de agua limpia, una joya para el estío, cuando todas aquellas hondonadas bufaban de calor. Algo más arriba, unas extrañas peñas llamaron su atención. Al llegar, comprobó que se trataba de tobas criadas por el agua, quizás del mismo nacimiento siglos atrás. En su base se abría una covacha, que había sido ocupada en ocasiones anteriores, quizás antiguos contrabandistas, bandoleros o simples furtivos. Las paredes ennegrecidas por el fuego y unos muretes de piedra que estrechaban la boca eran señales más que evidentes. Tomó nota del lugar, por si algún día se veía en la necesidad de agua o de pasar una noche por allí, a sabiendas de que ello sería muy improbable porque era zona apartada de guardería, donde además no sentía buenas vibraciones, seguramente por los quejidos del perro, que aún retumbaban en su cerebro, pero también por la presencia en el aire de aquellos misteriosos visitantes del covacho.
Tras pasar revista en su cabeza a aquél lance de la montería del 34, se puso a hilar allí mismo, bajo una bóveda negra cuajada de estrellas, qué determinación tomar. Si avisaba a la Guardia Civil y les ofrecía la valiosa información de que disponía, ponía en bandeja las cabezas de aquellos desdichados, y a lo mejor también la suya, porque en el monte todo se termina sabiendo si uno se aplica a ello. De su padre aprendió un consejo que venía al caso: «Mira hijo, si no quieres que algo se sepa, no lo hagas». Pero hacer la vista gorda y dejar a aquél grupo arranchado en la finca, aunque fuera en un extremo, tampoco le convenía, porque poco a poco irían ampliando su radio de acción, comprometiendo su labor de guarda e incluso su vida al menor tropiezo, que seguro terminaría llegando, más antes que después.
Así pues, a su cabeza acudió un plan que le pareció acertado. Total, tiempo e ideas le sobraban estando a solas en aquellos negros riscos. A la noche siguiente, para qué dejar pasar más tiempo, subió al oteadero del maqui y dejó una cuartilla que decía: «Mirad, lo mejor es que os vayáis de la covacha de la fuente. El campo es muy grande y aquí os han descubierto». Y junto a la nota, en señal de cordialidad, dejó también una talega con tabaco y un paquete de papel de liar, que entonces aquello valía dineros y no era tan fácil de conseguir.
Dejó pasar unos cuantos días, hizo sus comprobaciones de que el campo había quedado libre y, con más miedo que cautela a una posible trampa, se dejó caer a la covacha. Allí encontró abundantes restos del rancho de la partida, y una nota que decía: «Gracias Eusebio».
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