Los charcos de los ahogados

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Charco del Aceite (o de la Pringue) en el río Guadalquivir

 

Un buen día de junio de 1970, mi abuelo Antonio me llevó a pescar truchas a un río que venía bastante crecido desde las compuertas abiertas de un pantano. Río arriba (como siempre pescábamos), dimos vista a una inmensa poza de aguas profundas y agitadas. En la orilla opuesta, una enorme piedra desprendida de las paredes del desfiladero ocupaba parte del charco, razón por la cual el agua se veía obligada a hacer un perfecto remolino. Parecía como si alguien hubiera abierto el tapón de fondo de aquel charco. Sin saber nada del lugar, quedé sobrecogido por la peligrosidad y rugido de las aguas. «Antonio, este es el pozo de los Ahogados, lo vamos a saltar», me dijo con solemnidad. Fue tan seria su sentencia, que nada objeté y seguí sus pasos río arriba. Ya de vuelta al coche, y ante mi indisimulada curiosidad, me contó la historia, dándole seriedad al relato. «Verás, una tarde de principios del verano de hace muchos años, con las compuertas del pantano abiertas como hoy, pescaba un hombre a lombriz desde lo alto del peñón. No se sabe cómo, en un momento dado resbaló y cayó al agua. El remolino no lo dejaba salir de su espiral. A sus voces acudió un compañero, pereciendo ambos ahogados. Un tercer acompañante dio la voz de alarma. Desde entonces, ese lugar se llama el charco de los Ahogados, y los pescadores viejos lo evitamos como señal de duelo y respeto a la memoria de los muertos».

Nunca olvidé aquella macabra historia, que, siendo casi un niño, me marcó para siempre en mi relación con los ríos. Ahora pienso que mi abuelo pretendió con ese relato meterme miedo y darme una lección de prudencia. Lo cierto es que desde entonces me ha interesado conocer sucedidos similares. Y ese es el motivo de este artículo, contarles algunas historias de ahogados, en este caso de las sierras de Cazorla y Segura. Son muchos los casos recopilados, de los que una ínfima parte han quedado fosilizados en libros o en la toponimia, los más trágicos los de niños, que siempre dejaron honda conmoción y tristeza. Hay que recordar que en el pasado se daban varias circunstancias propicias para estas tragedias. Había mucho trasiego de personas alrededor de los ríos, sus pozas eran lugares predilectos de juegos, pescas y baños en los calurosos días de verano, la profundidad de las aguas y los caudales solían ser grandes, y, por si fuera poco, las gentes entonces apenas sabían mal-nadar.

Ricardo, «el Tío de la Pipa» (un viejo serrano), aún recuerda con gran pena cómo se ahogó delante de él un amiguillo en el Guadalquivir, por bajo de las casas de la Loma de Mariángela. Aquello fue por los años 30 del siglo pasado y desde entonces le guarda un respeto reverencial a los ríos.

Otra historia del estilo fue la del ahogamiento del hijo de un barquero del Guadiana Menor que prestaba servicio aguas abajo del cerro Jabalcón. El crío, con apenas diez años, se ahogó mientras su padre trajinaba en las caudalosas aguas de entonces. Aquello fue en mayo de 1958, y los críos que vivían en las cuevas del Royo, cerca del río, aún lo recuerdan. El niño fue sacado del agua por un vecino, y trasportado a lomos de su caballo, terciado y desvencijado delante de él, hasta la puerta de su humilde cueva. Tan honda fue la conmoción de las gentes que habitaban por aquellos pagos, que el guarda de un cortijo pegado al río, presintiendo que su hijo, compañero de juegos del ahogado, pudiera correr la misma suerte, lo bajó a rastras a la orilla, y se empleó en tirarlo y recogerlo del agua atado a una soga, hasta que el chiquillo aprendió a salir por si mismo, llorando y chapoteando como un perrillo.

Muy triste tuvo que ser también el trance que le tocó vivir a una mujer que lavaba la ropa en la orilla del Guadalquivir cerca de Vado Ancho, por donde ahora cae el poblado de Arroyo Frío. En un momento dado, se despistó y el río se llevó a su crío. Aquello fue por los años 60.

Otro chiquillo del cortijo de la Herradura, junto al río Guadalentín, por donde ahora está la cola del embalse de la Bolera, se ahogó en el charco que había por bajo del cortijo. Y, en relación con la foto que encabeza este artículo del charco del Aceite, en el Guadalquivir, un muchacho de Torreperogil se ahogó allí un caluroso domingo de verano, en el que aguas y orillas estaban llenas de bañistas. Nadie echó cuentas de él, hasta que a la tarde se encontró su cuerpo en el fondo de la poza.

Y así se podrían referir más casos de niños, chiquillos y muchachos ahogados en estos río, sin contar a las personas caídas al agua o arrastradas por riadas y tormentas, que fueron muchas a lo largo de la historia, sobre todo por la parte del Segura, más torrencial que la del Guadalquivir. Para terminar, y en relación con la chiquillería, es interesante relatar un caso diferente, pero íntimamente vinculado. Fue el de una mujer encontrada muerta en el Guadalquivir cerca de la venta de la Victoriana, por debajo de la actual presa del Tranco, cuando el pantano aún no estaba hecho. Ese suceso dio lugar al topónimo del charco de la Ahogá. Pedro, un hombre mayor que ha estado toda su vida al servicio de la Confederación en el poblado del Tranco, me cuenta que la mujer desapareció un día de tormenta de la zona de Bujaraiza. Al tiempo, su cuerpo fue encontrado enganchado en unas brozas en la citada poza, muy lejos de donde se la buscaba. Coincidió que el lugar era zona de baños de las gentes de la cortijás de los Masegosos, Venta Foro y el Tranco, y que por ella pasaba una transitada vereda de arriería que remontaba el río a pasar por el Tranco de Monzoque, lugar donde en 1930 empezaría a levantarse la presa del pantano. Pues bien, se corrió la voz de que a los arrieros que pasaban por allí, algunas veces se les aparecía el cuerpo de la ahogada en mitad del pozo. Se trataría del típico cuento «espantaniños» muy del mundo rural de antaño, del estilo de los que nuestros mayores nos contaban para prevenir accidentes o alejarnos de zonas peligrosas. Eran los cuentos de los mantequeros, por ejemplo, y de otros similares aplicados como éste a zonas de baños. Ahora recuerdo el de los bueyes que se ahogaron en la insondable poza del manantial del Ojo Oscuro y salieron por el Mediterráneo. Es seguro que este tipo de cuentos salvaron más de una inocente vida.

Charco de la «Ahogá» en el río Guadalquivir, muy cerca de la presa del pantano del Tranco (Jaén)

 

Estas y otras muchas historias todavía se conservan en estas sierras de Cazorla y Segura (y aledañas) cogidas con alfileres por tradición oral, si bien casi ninguna ha quedado reflejada en textos o en la toponimia. Otras pocas sí. Sería el caso, por ejemplo, del pilón del Ahogado en el río Borosa. De igual nombre es el más famoso del arroyo de Gualay, por debajo de la casa forestal. También está el charco de Mariángeles, en recuerdo a una mujer encontrada muerta en el río Aguascebas. Y, como el más conocido de todos, estaría el ya comentado del charco de la Ahogá, o también de la Cruz de la Ahogá, del río Guadalquivir.

 

 

 

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