El rosario de la fuente
Pinchos, espigas y rompesacos se habían convertido en un suplicio, mientras atravesaba un perdido de resecos pastos. Hacía muchas primaveras que el ganado no pisaba por allí. Buscaba la posible fuente de un cortijo en ruinas, apenas señalado en un viejo mapa, y el verano era época propicia para comprobar el aguante de sus aguas, si es que tal fuente había existido alguna vez y aún las conservaba. Una gran higuera, abrazada por un macizo de sus sierpes llamó mi atención. Estaba en mitad de lo que fue una antigua roza de monte Por allí cerca podían estar la fuente y el cortijo. Acerté. Nada más llegar vi los restos de un viejo pilar abrevadero, oculto entre gigantescos cardos, que tuve que tronchar para avanzar. Nadie había pasado por allí en meses. El caño aparecía completamente reseco y las pilas colmatadas por las hojas de otoños anteriores. Una alberca terriza aledaña y unas paratas desdibujadas por el paso del tiempo eran ahora morada de un espesar de lustrosas retamas, donde antes hubo tierras hondas y fértiles. Todo indicaba que aquella fuente tuvo que ser de agua firme.
En esas, llamó mi atención una gran piedra cúbica, precedente seguramente de un antiguo mojón de lindes. Aparecía apoyada con toda la intención contra el tronco de la higuera, e imaginé que allí descansaba, echando un cigarro, el serrano que trajinaba con las aguas, el ganado y las hortalizas. Pese al picor de pinchos y espigas, el cansancio y el asfixiante calor, fue sentarme sobre la piedra y sentir una extraña paz. Me cubría una tupida sombra, mientras que el túnel que formaba el ramaje de la higuera forzaba la circulación de una ligera brisa. Aunque descansaba con la mirada fija en el pilar, una especie de escalofrío en la nuca me hizo mirar sobre mi cabeza. Entonces la vi. Era una pequeña cruz que sobresalía de una oquedad del tronco. Al cogerla arrastré un rosario de humildes cuentas blancas, enhebradas por un cordón de nylon, que milagrosamente había resistido el paso del tiempo. Cerca localicé también un jarrillo de lata esmaltado, corroído por el oxido. Picores y calores se me esfumaron de golpe. Entonces, quién acudió a mi mente fue el rostro de la esposa, de la mujer del rosario. La imaginaba al final del día yendo a la fuente a por agua con la cantara a la cadera, y a rezar sentada donde yo me encontraba.
En un mundo de hombres, aislado, duro y pobre, ese rezo era su consuelo, la manera de sentir la compañía y amparo de otra mujer, el de la Virgen. De dar gracias por el pan de cada día, de pedir favores, de suplicar por la salud de la familia, de porfiar por cosechas y parideras.
El rezo del rosario fue una costumbre bastante extendida y practicada por las mujeres en el mundo rural de antaño, que solía hacerse en familia antes de acabar el día e irse a las camas. En verano al fresco de emparrados y en invierno junto al calor de chimeneas.
Por ese rezo solitario junto al caño de la fuente supuse que aquella mujer no tuvo hijos. Seguramente su marido no participaba de su religiosidad, ni la entendía, lo que explicaba que buscara el amparo íntimo de la higuera, pero sobre todo empatizaba con la compañía del agua. Esta juntura con el agua, fue muy frecuente. El agua viva siempre fue elemento de vida, de purificación, de sanación, de fertilidad y de fecundidad. Aguas nacientes que eran consideradas templo de femineidad, tantas veces consagradas a la devoción de la Virgen en las tierras de España.
Cortijos y fuentes abandonadas en el valle del Darro
Tenía que reunir más información. Busqué el cortijo. Era muy modesto, apenas un amasijo de piedras, del que solo quedaban en pie algunos lienzos de las paredes. Entré y jugué a imaginar la distribución. Me fui al dormitorio. Un pequeño hueco en la pared pudo albergar una vela encendida por las noches, quizás junto a un crucifijo o una virgen. Y sobre la pared donde estuvo el cabecero de la cama aún quedaba un minúsculo clavo oxidado, del que supuse prendido un Corazón de Jesús, que no solía faltar en ningún cortijo de los de antes.
Con aquello di por terminada mi ensoñación, dejando todo como lo había encontrado. Me pareció que no debía desvelar lo que había descubierto tras más de 50 años de ausencias. Con disimulo, días después quise saber quién pudo ser aquella mujer de la fuente del Darro. Encarnación se llamaba. Su vida no fue fácil. Los recuerdos que dejó, perdidos en la bruma del tiempo, me dicen que sufrió un aborto y no tuvo descendencia. Al enviudar, emigró y nada más se volvió a saber de ella. Si pudiera, le hubiera preguntado cómo le fue después, y por qué dejó allí deliberadamente el rosario, aunque creo conocer la respuesta. «Esa fuente fue templo y hoy es lugar sagrado».
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