Culebra de agua (foto Wikipedia)
Mire usted (así empezó nuestra conversación un día de verano de 1980), los de sierra andamos cortos de instrucción, que muchos apenas sabemos leer y echar unos números, pero de lecciones de vida nos defendemos bien, porque nuestra escuela siempre fue la naturaleza y los animales. Que sepa usted que en sus comportamientos están las raíces de los nuestros, aunque la gente no los conozca porque se ha hecho de ciudad. Todo lo que he aprendido a base de observar me ha servido después para conocer a las personas y navegar por la vida.
Le voy a contar algo en relación con esto y con el agua, que es de lo que usted me ha preguntado. Una historia curiosa que me regaló algunas enseñanzas de vida, que desde entonces llevo grabadas a fuego. Siempre he pensado que Él me la ofreció, que soy muy creyente y pienso que nada ocurre en la naturaleza por casualidad, y menos en la vida de las personas. Fue muy oportuna en el tiempo, porque yo aún era aún un zagalón muy crudo, que aquello tuvo que ser por 1920 o por ahí porque andaba para irme al servicio militar.
Verá. Ocurrió un día que andaba segando juncos que necesitaba mi abuelo para hacer un capazo. Esto fue a la orilla del río de Hornos, que entonces tenía muchas huertas pegadas al cauce, cuando el pantano del Tranco no estaba aún hecho. Era agosto y el río llevaba poca agua. Como también me gustaba la caña, tenía un ojo puesto en la hoz y otro en las pozas del río, algo instintivo. En esas, en el tablazo de salida de una honda poza vi puesta una hermosa trucha común, que rondaría el medio kilo. Vamos, de lo que se veía poco entonces, que las teníamos apuradas. Bueno, a lo que iba, estaba fijo en la trucha cuando por detrás apareció, haciendo unas eses muy suaves y cautelosas, una culebra de agua, que no era de las grandes, de esas de un par de cuartas a lo sumo. Las culebras, de agua o de tierra, y no digamos las víboras, siempre me pusieron los pelos como escarpias, así es que dejé la tarea que me había llevado a la orilla del agua y me petrifiqué para no perderme detalle del desenlace de aquello, porque ya le he dicho que en la naturaleza nada es casual y todo tiene su por qué.
Embalse del Tranco y cola de Hornos, donde permanecen sepultadas por el agua muchas historias, como la del presente relato
Muy ladinamente, la culebrilla le entró por la cola, por el ángulo muerto que todos los animales tenemos, para terminar situándose en el costado derecho. La trucha, como todos los peces, abría y cerrada el opérculo para respirar, de forma que la culebra, calculando su acompasamiento, se prendió a él de un rápido latigazo. Se desató entonces la furia en el agua. Fue como si la trucha se hubiera prendido a un afilado anzuelo. Empezó a dar coletazos y carreras por todo el pozo para intentar desprenderse de tan inesperado y asqueroso huésped. En esas, la culebra había pasado de un nado cobarde y sigiloso a adoptar un comportamiento activo de resistencia, nadando perpendicularmente al eje de la trucha y de su avance. ¿Comprende lo que le digo? La trucha no cejaba ni un instante en su locura por desasirse de la culebra, a la que ahora veía para mayor pánico, y que hubiera partido en dos de un bocado si hubiera podido, o ahogado de quedarse inmóvil un rato en el fondo del pozo. Al tiempo que empezaba a ver signos de cansancio en tan hermoso pez, caí en la cuenta de la estrategia de la culebra, «matar sin violencia, solo por agotamiento». Y así fue como la trucha empezó a pancear, totalmente agotada, enviando reflejos plateados desde el fondo del pozo. Entonces, el sibilino bicho, sabedor de que todo iba como había previsto, pasó a la tercera fase, nadar decididamente hacia una suave playilla de arenilla. Al principio haciendo fuerza en el agua y después en la arena, la culebra fue capaz de poner en tierra al pez, que ya boqueaba abiertamente, entregado mansamente a una absurda muerte. En ese momento ya no me pude contener más y salté como un resorte de mi acecho, interviniendo cómo hubiera hecho cualquier otro animal superior de la cadena trófica. Curiosamente, la culebra no desistió de su presa, ni huyó. Al revés, en actitud tozuda y desafiante continuaba firmemente prendida al opérculo, sin dar señales de querer abandonar a su presa. Entonces, tuve que aplicar fuerza en separarla y me quedé con tan hermosa trucha para la cena.
Más feliz que un niño con zapatos nuevos me fui, con mi haz de juncos y mi trucha ensartada a las agallas por uno de ellos, camino del abuelo, al que estaba deseando enseñarle la trucha y contarle lo que había visto. Nunca antes (ni después) había tenido oportunidad de presenciar en directo ese desigual combate a vida o muerte. Aquél día saqué de provecho, al menos, dos cosas, un rico pez (que nos comimos ahumado encima de una teja), y una caña, ya me entiende, una herramienta para pescar en la vida. Lecciones que a lo largo de los años me han servido mucho, del tipo de: «cuídate de los sibilinos»; «guárdate bien las espaldas»; «no hay enemigo pequeño»; «el pataleo produce fatiga», «ante la adversidad, calma», bueno y otras lecciones que a gentes instruidas seguro que se le ocurrirán. ¿Qué le ha parecido?
«Oiga Roque, sólo una pregunta. ¿Qué hizo usted con la culebrilla?».
«Y usted que cree».
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