Después de bastante tiempo alejado de los vericuetos del malpaís de la depresión del Guadiana Menor, he regresado a poner mi mirada de geólogo en esas «malas tierras», con motivo del proyecto de creación del Geoparque del Cuaternario. Guiado por jóvenes profesionales que trabajan en esa feliz iniciativa, he visitado algunas zonas y recorrido varias ramblas. Mis acompañantes no lo sabían, pero, en silencio, he revivido jornadas de campo arrumbadas en el desván de la memoria, y me he vuelto a emocionar con esos paisajes lunares que te sobrecogen el alma. En ellos, barranqueras y ramblas son elementos trascendentales en el cincelado geomorfológico, aparte de lugares de enorme interés geológico, biológico, paleontológico y antropológico. Así pues, en caliente, al regresar de una de estas rejuvenecedoras jornadas, me puse a rescatar del olvido una de aquellas lejanas jornadas. ¡Juanillo, vámonos a la rambla! es un canto a la niñez de un pastor que se entretenía buscando raíces retorcidas en una rambla de la depresión del Guadiana Menor. Ahí va el relato.
En el laberinto de mis recuerdos se me aparece un día de comienzos del verano de 1979. Estaba en el penúltimo año de geológicas, y con dos compañeros hacía un trabajo para la asignatura Estratigrafía II. Nuestro profesor nos había encomendado levantar la serie litoestratigráfica de una cuadrícula de la citada depresión. Para ello, lo más recomendable era recorrer barrancos, ramblas y desfiladeros, en cuyas verticales paredes podíamos ver el apile de materiales y estructuras. Empezamos a movernos casi de madrugada por una de las ramblas más encajadas en el terreno, porque a partir del medio día el calor hacía insoportable moverse por aquella hoya hirviente. El desfiladero, de paso, nos venía bien, porque en muchos tramos el sol apenas penetraba, al tiempo que las estrechas paredes hacían tiro y por esos callejones corría un airecillo agradable, frío en aquél amanecer. De ese modo, las ramblas, que guardaban además cierta humedad, eran una especie de oasis dentro de un mar de ardientes cárcavas, que se extendían a nuestros ojos como un territorio desnudo y calimoso, apenas colonizado por atochas de esparto en las caras norte, con retamas y algunos pinos carrascos en algunas bajeras.
Detalle del parte del territorio semidesértico del que hablamos, una enorme extensión de badlands, o tierras malas, donde la vida era hostil
Como alumnos aplicados y entusiastas que éramos, nos movíamos con pasión, observando, apuntando y debatiendo, rodeados de la parafernalia típica que siempre acompaña a un geólogo, en la que no faltaban martillos, planos y brújulas. En esas, al dar un recodo, el gran barranco se abrió a nuestro frente. Entonces, de lo alto de un cerro coronado por una esbelta chimenea de brujas (un pitón arcilloso), un pastor que cuidaba de una punta de cabras nos echó voces destempladas. ¡Eh!, ¿sois geólogos?¡Siiii!, contestamos al unísono, y el hombre se dejó caer para nosotros con un perrillo lanúo, negro como el carbón. Nos dimos los buenos días, nos preguntó por nuestras intenciones, y nos dijo que aquella rambla la conocía como la palma de la mano y que (para nuestra sorpresa) la había recorrido acompañando a geólogos y a paleontólogos en alguna ocasión. Nos dijo que le encantaba el campo, observar y saber, que le gustaría quedarse con nosotros, pero que tenía que volver con sus animales. Al despedirse, nos invitó a un vaso de vino en su cortijo, que le apetecía seguir la conversación y de paso enseñarnos algo. La proposición del vino a un geólogo, al menos de los de antes, no fallaba jamás. Así que nos dio las señas pertinentes: «El cortijo queda algo más abajo, en la margen izquierda, en una terraza del Pleistoceno Medio que tiene un solitario pino piñonero en la puerta. Vamos, que no tiene pérdida» Y arreó como un gamo con su perrillo atrochando las cárcavas en línea recta, derecho a sus cabras, una de las cuales, igual de negra que el perro, no le había perdido ojo desde que se retiró, que parecía una estatua de sal.
Nos quedamos perplejos, comentando las impresiones del inusual encuentro en un lugar tan aislado, y, sobre todo, ese toque de retranca del Pleistoceno Medio (un periodo geológico del Cuaternario de entre 700.000 y 130.000 años de antigüedad). El hombre tenía la estampa del típico pastor que uno pueda imaginarse. Bastante mayor que nosotros, no sé, sobre los 45 años, era menudo, fibroso y con el rostro envejecido por el castigo del sol y del aire. No obstante, su condición de solitario chocaba quizás con una educación exquisita y una mirada chisporreteante, que delataba, pese a su condición y edad, alegría, curiosidad y unas ganas locas por saber más. Muchas veces he reflexionado sobre el porvenir de personas que me he ido encontrando por esos montes de Dios, dotadas con extraordinarias capacidades, pero sin poder desarrollarlas por falta de oportunidades.
«Al dar un recodo, el gran barranco se abrió a nuestro frente. Entonces, de lo alto de un cerro coronado por una chimenea de brujas, un pastor que cuidaba de una punta de cabras nos echó voces destempladas. ¡Eh!, ¿sois geólogos?»
En fin, que quedamos desconcertados, de forma que a partir de ahí todo era que pasara rápido el tiempo para echar ese vasejo y ver qué tesoro quería enseñarnos. Al llegar cansados y sudorosos al cortijo, encontramos a nuestro hombre aseándose con el auxilio de un barreño de cinc. «Aunque esto es un desierto, aquí no nos falta el agua para la casa, para una miaja de huerta y para el pino, que plantó mi abuelo. El agua viene de una mina de los moros que hay en la punta de la parata. Una galería subterránea que utilizamos también de fresquera y que da en todo tiempo un agua firme, fría y cristalina». Y nos ofreció probarla de un pipo de arcilla blanca que colgaba a la sombra del parral. Al traspasar la puerta comprobamos que la vivienda desprendía un frescor increíble, porque, salvo la fachada, todo era cueva. Allí, en una habitación de las más profundas, ganada a pico al cerro, las paredes arcillosas aparecían cinceladas en vasares y hornacinas. En los diferentes estantes se disponían, primorosamente ordenados, fósiles, rocas, minerales, piedras raras, huesos y útiles de diferentes épocas. «Todo esto es de la rambla», nos dijo orgulloso. Quedamos perplejos. Allí había una colección muy interesante, que denotaba muchos días de observación y recolección. Volvimos al parral y en una jarra de barro nos fue sirviendo un mosto rosado, turbio y fresco que nos supo a gloria. «Lo hace mi padre, nos dijo con indisimulado orgullo nuevamente». Y en ese momento se incorporaron sus padres, envejecidos y arrugados por el peso de la vida, pero con el nervio vivo de gentes que tuvieron que moverse mucho para haber podido sobrevivir en un ambiente tan áspero y rácano, y más en los años anteriores a la Guerra Civil. Entonces, más relajados, caímos en la cuenta que todos los rincones exteriores de la casa estaban decorados con retorcidas y viejas raíces de formas fantasmagóricas.
En esas, el pastor volvió a tomar la palabra: «La geología y la biología son mi pasión. De niño iba todos los días a la escuela, que está a 3/4 de hora a buen paso, siempre por la rambla, el mejor camino. Así es que cada día la hacía dos veces con otros compañeros de estas barranqueras, que entonces por aquí vivían en cuevas más cristianos de los que ustedes se imaginan. Cuando a la rambla se le hinchaban las narices, había que atrochar por antiguas veredas, que bien podía ocurrir que durante un mes el cauce viniera con agua. Recuerdo de pequeño ver crecidas que me parecían imponentes. Cuando eso ocurría, a la tarde, de regreso de la escuela, nos quedábamos extasiados en un puntalillo, que hace nariz sobre un cerrado recodo, viendo pasar brozas y troncos. Aquello era todo un espectáculo que nos sujetaba y mantenía casi mudos. Entonces, estábamos deseando que el turbión pasara para tirarnos a la rambla a ver qué regalos nos había dejado. La verdad es que de chico jamás me aburrí, los niños de estos contornos nos entreteníamos con las mil cosas que nos ofrecía el campo.
Pasado el peligro, le echaba voces a un amigo de correrías que vivía en una cueva aquí al lado. ¡Juanillo, vámonos a la rambla! Y al momento lo tenía en la puerta del cortijo con un saco de arpillera colgado a la espalda. Íbamos casi a la carrera, porque conocíamos de antemano los recodos, pozas y veguetas dónde el agua quedaba más parada y dejaba abundantes restos. Allí se amontonaban leñas, troncos y raíces sobre todo, pero también cazos viejos, suelas de alpargatas, botes, y un sin fin de basurilla que a nosotros nos encantaba analizar. Porque, ya les digo, por los años 40 y 50 vivían en estos ramblones más gente de la que uno se piensa, que desde la sierra todas las laderas y vegas que se podían estaban aparatadas, y en las más grandes siempre vivía una familia, casi todas en cuevas. Las raíces nos encantaban especialmente, y siempre andábamos buscándole parecidos. Por la madera (que olía) sabíamos a qué pertenecían, y casi de qué sitio de la sierra había sido arrancadas. E igual con todo. En las llanuras de inundación buscábamos los mejores cantos rodados, algunos muy redondos, de colores y densidades muy diferentes. Los más deseados eran los amarillos y rojos de mármoles ferrosos. Para los fósiles utilizábamos una técnica muy diferente. Conocíamos los tramos donde estaban las paredes más socavadas e inestables, siempre en niveles inferiores de origen lacustre o marino de finales del Mioceno, e íbamos derechos a ver si la riada había provocado algún derrumbe en ellos. En ese caso, el agua lavaba los sedimentos y entonces se veían a distancia restos blanquecinos, que solían corresponder a huesos pequeños, conchas, caracolas, trozos de coral…Esa era la recolección más peligrosa, porque muchas veces hurgábamos debajo de inestables viseras que podían caer en cualquier momento. En fin, si yo les contara las correrías de Juanillo y mías por estos barrancos.
«Muchas veces hurgábamos debajo de inestables viseras que podían caer en cualquier momento»
Pues que sepan ustedes que, andando el tiempo, ya mayor, Juanillo se hizo maestro y está destinado en un pueblo de la sierra de Huelva. Pero ese regresa a una escuela de esta comarca, a mostrarles a los chiquillos de aquí los tesoros que tienen. Que me lo conozco y esta tierra le tira mucho, y a estas cortijadas y pedanías de la depresión del Guadiana Menor no quiere venir nadie, que son destinos solitarios y olvidados. Cuando vuelve por los veranos al poblado, que la familia se fue de la cueva cuando sacó la plaza, todavía seguimos echando un vaso de vino, pero ya no vamos a la rambla. Las sorpresas se han desvanecido y aquella bendita ilusión de niños también. Cosas de la vida, épocas que pasaron y que no regresarán.
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