Detalle de la contraportada de un libro que reivindica el valor de las historias en la percepción y el saber de los paisajes del agua, «La Sierra del Agua, 80 viejas historias de Cazorla y Segura» (fotocomposición: Illescas, 2012)
Te voy a contar un cuento. Érase una vez….Así eran los dulces preludios de muchos de nuestros sueños de niño. Con regusto contenido, no perdíamos puntada al relato, en el que nuestros mayores ejercían con maestría en la entonación, el suspense y la adaptación sui generis de lo que se contaba (muchas veces porque olvidaban el hilo argumental). Con seguridad, esa práctica despertó y espoleó el afecto por la lectura (con aquellos cuentos de ilustraciones preciosas), la escritura y el cine de generaciones enteras, y también la imaginación, la ensoñación y las ilusiones, esas poderosas herramientas mentales que alivian la vida y nos hacen llegar más lejos en ella. No sé si las infancias de ahora serán más felices, tengo mis dudas, aunque seguramente tendrán sus cosas positivas, que el tiempo irá mostrando. En cualquier caso, aquella tradición al cuento, igual que a los juegos de calle, y tantas cosas más, son ya historias del pasado.
¡Oiga!, ¿pero esto qué tiene que ver con los paisajes del agua?, dirán ustedes. Uf, mucho, voy a intentar explicarme. Todo viene de que las aguas y los paisajes no los captamos sólo con los ojos; realmente, los «vemos» con el cerebro, y éste se nutre de muchas otras percepciones, cuyas influencias, aunque nos parezcan inapreciables, son enormes. Son, ante todo, percepciones culturales y vivenciales (experiencias). Y ahí entra de lleno la literatura, el cine, el juego o la transmisión oral de historias y leyendas, especialmente las recibidas de niños, pero también las recogidas a lo largo de nuestra existencia. Porque el hombre forma parte indisociable del medio en el que vive, y viceversa. Siempre que viene a colación, aludo a una acertada sentencia que le leí a José Cuenca en La Sierra Caliente, y que dice: «La Sierra, sin sus hombres y mujeres, es solo piedra», y que David Oya y un servidor adaptamos a La Sierra del Agua, como: «Las fuentes, sin sus hombres y mujeres, son solo agua». Creo que se entiende. Todo ese contorno histórico, cultural, etnográfico y vivencial que impregna a los territorios es a fin de cuentas la sal de nuestros paisajes, todos ellos culturales en mayor o menor medida.
En concreto, esa artimaña de las historias (reales, noveladas o inventadas) fue la que utilizamos sin recato ni disimulo en un libro universitario de título La Sierra del agua: 80 viejas historias de Cazorla y Segura. Nuestro objetivo era «atar» un poco más a los lectores con aquellas bravías y salvajes sierras, con sus aguas y con sus gentes. Muchos de esos serranos y serranas aparecen en el libro (en la foto del principio hay varias) con numerosas historias que, aunque pudieran parecer inventadas, ocurrieron en la realidad. 80 historias que buscaron proporcionar complicidad y una mayor empatía hacia las aguas, sus montañas y sus antiguos habitantes. Pero también pretendíamos deslizar conocimientos a través del placer que proporciona la lectura. Sierras, valles, ríos o cortijadas que imagino han cambiado las percepciones de los lectores una vez conocidas mínimamente algunas de sus historias, igual que a todos nos ha ocurrido alguna vez (o muchas) con otros lugares después de conocer sus historias de viva voz, por libros, documentales o películas.
Centrándonos en ese libro (pero ha habido otros del mismo tipo, y actividades como cursos, charlas o conferencias), se recurre a cuentos tradicionales, esos que tratan de bestias y monstruos que asustan o devoran, de misterios de apariciones o desapariciones, de sortilegios, embrujos y supersticiones, de conversaciones con viejos o solitarios… Por nuestra experiencia de niños, sabemos que son historias que, a poco que las contemos bien, atrapan la atención y el interés, que ya es mucho. Ese es el primer paso, de ahí vendrá el conocimiento y después el aprecio, la visita al lugar y la interacción propia en muchas ocasiones.
Charla de divulgación sobre viejas historias del agua prevista para esta misma semana (alpujarreño bebiendo de una fuente urbana, hacia 1920. Procedencia Museo Casa de los Tiros)
Pero todos los cuentos, aparte del entretenimiento, tienen una segunda intención formativa, que puede ser principal según la pretensión del autor. De transmisión de conocimiento, de valores, de respeto, y también de constatación de moralejas, proverbios, sentencias o dichos universales. Esa es la razón de que la mayoría de los cuentos no sean tan pueriles como parecen a primera vista. Yo diría más bien que ninguno lo es por propia definición. En concreto, La Sierra del Agua pretendió también ese segundo objetivo, trasmitir conocimiento, quizás de un paisaje y un paisanaje ya desaparecido, pero en esencia inmortal y, por tanto, de actualidad permanente. Con el paso del tiempo, aquellas 80 viejas historias, muchas de ellas contadas al pie de las camas, pero también junto a lumbres de invierno, han sido motivo de artículos, conferencias y clases, e incluso han despertado el interés de prestigiosos organismos como el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que publicó una interesante reseña en la Esfera del Agua, de la que entresaco lo siguiente:
«La Sierra del Agua» (Castillo y Oya) es un trabajo de divulgación de los valores ambientales, socio-económicos, históricos, culturales y etnográficos del agua, que se sirve del recurso de contar historias. La divulgación científica es posiblemente uno de los mayores déficit que ha tenido la Ciencia española de las últimas décadas. …La experiencia ha demostrado que uno de los mejores recursos para divulgar y enseñar lo constituyen los juegos, las películas y los cuentos. De forma que, distraídamente, con normalidad, entreteniendo y sin mayor esfuerzo van incorporándose saberes del mundo que nos rodea….
Nada mas empezar, en la primera historia, se trata de un excepcional reventón que tuvo lugar en 1912 (un «trop plein» en el argot científico), episodios habituales en estas montañas calizas del Prebético español. La segunda historia aborda varios conceptos y equívocos comunes sobre la calidad de las aguas subterráneas, a través de un relato de sugestivo título: «Todos los que beben de esta fuente se mueren». Y así, poco a poco, van desfilando historias que muestran multitud de aspectos ligados a las aguas subterráneas, como la formación del karst y de los travertinos, los aportes vivificadores de nacimientos y de las descargas ocultas a ríos, las intermitencias de caudal… Aparte de ello, algunas historias aprovechan conversaciones con serranos para mostrar de forma monográfica temas de actualidad, como las causas de la desaparición de fuentes serranas o el cambio climático. Y a lo largo de todo el texto se reivindica el papel patrimonial del agua, especialmente en lo referente a sus vertientes históricas, culturales y etnográficas…»
Me gustaría despedir este artículo con una reflexión más. Hoy se discute por muchos que sería recomendable cambiar nuestro modelo educativo, adaptándolo al que tienen otros países que cosechan excelentes resultados formativos en sus alumnos. Que hay que enseñar entreteniendo (al menos intentarlo), no memorizando, contextualizando, jugando y, muy importante, experimentando. En esa línea, reivindico para los maestros, en general, y demás personas que nos forman a lo largo de nuestra vida, el enorme poder del conocimiento a través de las historias (reales, noveladas o inventadas) y trasmitidas de mil maneras distintas. Conocer las historias, en sentido amplio, de los sitios, sus gentes y sus cosas es básico. Son potentísimos ingredientes del cóctel de sensaciones que capta nuestro cerebro, a través del cual, como ya he dicho, «vemos» y apreciamos los paisajes, también los del agua.
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