Camino de la fuente del Avellano, detalle de una litografía de Chapuy (1841 ca)
Desde la más remota antigüedad el hombre buscó el amparo de los ríos para vivir. El agua no era sólo la indispensable bebida, era también la comida en forma de los frutos, la caza y la pesca que se criaba en ella. Pero los ríos brindaban otros muchos bienes y servicios. Amortiguaban las temperaturas extremas. Labraban hoces y cañones en los que era fácil horadar cuevas donde vivir, protegerse de inclemencias y defenderse de enemigos y depredadores. Sus orillas eran usadas como kilométricos corredores de comunicación, mientras que mas tarde, con la llegada de la navegación, las vías del transporte y el comercio se desplazaron a los mismos cauces. Pero sería la agricultura, y la consecuente domesticación de las aguas, la que produjo la mayor revolución, con tierras aledañas transformadas en cultivos de regadío y multitud de acequias e ingenios que generaban fuerza motriz. El hombre se hizo sedentario y de esa forma se anclaron definitivamente las civilizaciones a las márgenes de los ríos.
Pero había otra potentísima fuerza, inmaterial e invisible, que abrazaba con lazos de acero los pueblos a sus ríos. Era el espíritu. Era la atracción atávica que ejercían dioses y divinidades, así como la fertilidad que simbolizaban las aguas fluyentes. Pero era también el bienestar y el placer que provocaba saber que el río estaba cerca, poder oírlo, pasear por sus orillas, empaparse de sus luces, colores y olores, y ver a cada paso la palpitante vida que brotaba junto a él. Y era también la atracción añadida que ejercía ese permanente trasmutar que tienen las corrientes de agua y sus reflejos, que hechizaban el subconsciente como las olas del mar o las llamas de las hogueras. Era, en definitiva, un atavismo interior hacia el agua (y el fuego), que aún perdura en lo más profundo de nuestra herencia genética.
Todo esto viene a cuento de nuestro querido río Darro y de recientes reportajes de prensa que han señalado (una vez más) el lamentable estado del camino de la fuente del Avellano (y de las tres fuentes asociadas a él), mancillado y sin salida. En un tiempo lejano, este río tuvo muchas de las funciones citadas. En época romana y, especialmente, musulmana el Darro mantenía una vigorosa conexión con la ciudad, que atravesaba en toda su traza urbana. Mientras, más arriba del Albayzín las orillas del río asistían al paso cotidiano de vecinos del Sacromonte, viajeros que iban hacia Levante, labradores, pastores, molineros, pescadores, bateadores de oro, gentes, en definitiva, de muy diferente condición. En época cristiana, entre 1510 y 1936, se embovedaría en diferentes fases el tramo urbano comprendido entre la confluencia con el Genil y Plaza Nueva, al tiempo que iban perdiéndose los usos tradicionales, los puentes y las veredas que remontaban el valle más allá de la ciudad. De esta forma, el uso lúdico del río de Granada por excelencia quedó constreñido entre Plaza Nueva y el puente del Rey Chico (o del Algibillo) a través de la Carrera del Darro y el Paseo de los Tristes. Apenas 700 metros que algunos viajeros ilustres definieron, con todo acierto, como la calle más romántica y bella del mundo, objetivo de miles de grabados, litografías, cuadros y fotografías antiguas. Un paseo fluvial que recorren millones de turistas y granadinos cada año, situado nada más y nada menos que entre la colina de la Alhambra en la margen izquierda, y el empinado y laberíntico barrio árabe del Albayzín en la derecha. Un tramo efectivamente bellísimo, pero injustamente corto, cerrado al paso a partir del puente del Rey Chico (o, si se quiere, de la fuente del Avellano, casi 800 metros más adelante).
Es verdad que llegados a ese punto se brindan alternativas de paseo fantásticas (cuesta de los Chinos o camino del Sacromonte, entre otras), pero es una auténtica pena que el camino natural ahí del río, el del Avellano, se halle en la práctica perdido para la ciudad, sin salida, y a expensas del abandono y el vandalismo. Y, ello es especialmente doloroso cuando ese camino de uso público se prolongaba no hace tanto tiempo río arriba a lo largo de un valle que sigue siendo muy atractivo. En una época de auténtica explosión en Granada del turismo, del senderismo y del simple placer por el paseo sosegado de miles de ciudadanos, no se entiende bien cómo la gente se conforma con ese brusco final, cómo esa otra corriente que navega hacia arriba por la calle más bella del mundo y la más transitada por los turistas, con hambre de ciudad, de río y de paisajes, asume acabado allí su paseo fluvial. Son muchas las voces de particulares, asociaciones vecinales, culturales y senderistas, entre otras, que reclaman una solución. Lo más urgente es la prolongación de ese camino de los aguadores, literario y cultural del Avellano, icono de la Granada romántica, el arreglo de las tres fuentes, y su enlace con el del Sacromonte. A ser posible deberían también recuperarse las veredas semiperdidas que antaño subían por las márgenes del río hacia Jesús del Valle (y desde ellas a la Umbría del Generalife y el Llano de la Perdiz) hasta el puente de Teatinos (desde ahí el sendero está mejor). En definitiva, es necesario mimar más ese entorno fluvial sacromontano cultural y natural, antesala del río que baña solo unos metros más abajo el excepcional enclave Patrimonio de la Humanidad que es el recinto monumental de la Alhambra y el Generalife, y el barrio del Albayzin.
Parece ser que la situación puede dar un giro favorable en un plazo relativamente corto de tiempo. Que hay determinación y, lo más importante, un proyecto dotado económicamente para llevar a cabo las actuaciones necesarias. Si eso es cierto, siento verdadera envidia de los futuros artífices y ejecutores de ese proyecto. La historia les va a ofrecer la extraordinaria oportunidad de prolongar el paseo más bello del mundo varios centenares (e incluso millares) de metros aguas arriba, eso sí con otras vistas y otra personalidad que complementará muy bien a la del incomparable y turístico paseo actual.
Ojalá, dentro de poco tiempo nuestros espíritus, al igual que los de nuestros ancestros, puedan esponjarse de nuevo oyendo el rumor de las aguas del Darro entre las laderas del Generalife y del Sacromonte, camino de Jesús del Valle para los más andarines, a lo largo y ancho de ese valle de Valparaiso.
¡Qué paradoja, que un valle con un nombre tan bonito, sugestivo y evocador permanezca mal comunicado y olvidado por parte de la ciudad de Granada!
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