Antiguo Portomarín (Lugo) a orillas del Miño, lugar de nacimiento y pesquerías de Nicolás, el protagonista de este relato (foto www.portomarinvirtual.es, hacia 1950)
Hace apenas un par de semanas que regresé del Camino de Santiago. Allí, en una taberna y en una iglesia, me contaron retazos de una bella historia de un hombre junto a un río, seguramente una leyenda, quién sabe. Era de un pescador que murió con la misma edad de Jesucristo. Al llegar a casa, hice algunas comprobaciones, refiné el texto y lo hilvané como mejor supe. Ahí va el relato.
Se llamaba Nicolás. Era algo canijo, enjuto, bueno, desprendido y simple, un rasgo del carácter este último que le venía de un leve retraso. Vino al mundo en 1930, hijo tardío del matrimonio formado por Pedro y María. Mamó la pesca desde la cuna, entre escamas y oliendo a pescado en su casa del barrio de San Pedro de Portomarín (Lugo), a orillas del río Miño. En aquellos años, sin presas que lo embridaran, era un río salvaje y fecundo que daba de comer a muchas familias gallegas, entre ellas a la suya.
A los 10 años, recién acabada la Guerra Civil, quedó huérfano tras fallecer sus padres de tifus, en lo que sería el principio de una vida marcada por la adversidad. Su retraso, bondad y simpleza le valieron la burla de otros niños, por lo que, demasiado pronto, buscó refugio en el río. Al principio hizo de ayudante de pescadores mayores, para ir poco a poco ganándose el sustento por sí mismo. Llegó a estar seriamente comprometido con una joven, con la que hizo planes de futuro, pero la vida tampoco le sonrió en esta ocasión. Igual que llegó, se fue con otro, sin despedirse siquiera, lo que más le dolió. Ese golpe le sumió en una depresión, que soslayó como pudo redoblando sus pesquerías y refugiándose en la fe, que había heredado de su madre. Entre los escasos recuerdos que conservaba de ella, estaba la de su figura a la tenebrosa luz de un candil rezando el rosario. Lo hacía frente al crucifijo de un extraño Cristo que tenía una mano caída, que besaba antes de irse a la cama, y a una simple estampa de Santa Lucía.
El rosario, el crucifijo y la estampa fueron, a la postre, sus recuerdos más preciados. Supo que su abuela materna se llamó Lucía y que la estampa procedía de la iglesia de San Juan de Furelos, donde existía un retablo dedicado a dicha santa. Del cristo nada supieron decirle, salvo que había uno parecido en la iglesia de la Orden Tercera de la Coruña, pero que, en ese caso, tendía la mano a San Francisco. Y ahí quedaron varadas sus pesquisas, hasta que un día le dio un vuelco el corazón. Descubrió que la abuela era natural de Toledo, donde estaba el viejo Cristo de la Vega de la basílica de Santa Leocadia, que era, ese sí, muy parecido al del crucifijo. Era el más antiguo y uno de los pocos de España de ese tipo, seguramente la fuente de inspiración de los que vendrían después, entre ellos el de la Coruña. Ese día quedaron resueltas sus preguntas, convencido que la mano caída del Cristo del crucifijo y las cuentas del rosario habían sido besadas por la misma abuela.
Estampa de Santa Lucia, obsequio de la iglesia de San Juan de Furelos
Aparte de luchar contra la depresión con la pesca y la fe, mucho le ayudaron también los peregrinos que hacían el Camino de Santiago. Con ellos debatía de cuestiones de religión y escuchaba ensimismado historias de sus lejanas ciudades de procedencia. En busca de aquella cálida compañía, desplazaba algunas tardes sus posturas a los pilares del puente, antes de que los peregrinos pasaran para hacer noche en Portomarín. A los que se le acercaban les dedicaba tiempo, explicándoles sus artes, sin las reservas propias de los pescadores. Otras veces plegaba cañas y se ofrecía a acompañarles hasta los albergues y tabernas del pueblo. Y así fue recuperando poco a poco su autoestima y el aprecio de peregrinos y vecinos. «Lo que no mata te hace más fuerte», y de aquel pozo sombrío salió como una persona nueva, más madura y con una enorme fuerza interior.
Ya de hombre se hizo un pescador completo, que lo mismo iba a truchas, salmones, reos, anguilas, lampreas o cangrejos. No se retiraba mucho de Portomarín, salvo cuando se veía apretado, y entonces echaba algunas jornadas en los correntales de Sabadelle, aguas abajo, donde aguas más oxigenadas y briosas le proporcionaban truchas y algunos salmones de buenos tamaños. Fueron años en los que adquirió cierta fama, si bien sus artes y técnicas no tenían nada de especial. Eso sí, la principal diferencia con el resto de pescadores radicaba en su absoluta dedicación al río. Solo, sin vicios, ni tabernas, el río lo era todo para él. Desde la puerta de su humilde casa lo observaba los 365 días del año, de día y de noche. Sentado en el tranco de la puerta veía evolucionar las caprichosas volutas de las corrientes, hechizado por los remolinos que hacían las olas y entretenido con los restos que flotaban en las aguas. Con el tiempo llegó a desarrollar un instinto especial que le permitía saber por dónde y cuando remontaban el río salmones, reos, anguilas y lampreas, o cuando estaban de postura las truchas. Otra cosa que lo distinguía es que no tenía pereza para la noche, las horas en que se sentía más feliz, aparte de las de mayor actividad de los peces. Precisamente de noche era cuando pescaba a farol y tridente las bien pagadas lampreas, las mismas que le estaban vedadas en las pesquerías, donde solo tenían permitido echar las redes los pescadores más acomodados. Y cuando los peces cerraban la boca, mataba las horas fabricando peces artificiales con madera de pino, que pintaba como si fueran truchas pequeñas. Durante un tiempo, ese desconocido señuelo, movido a contracorriente, le hizo ser el rey de las grandes truchas, aunque eso le duró poco, porque a todo el mundo le enseñaba como las pescaba e incluso regalaba sus peces artificiales si se lo pedían. También desplegó bastante habilidad haciendo moscas con plumas de gallo, que igualmente obsequiaba y, en especial, al farmacéutico, un gran aficionado a la mosca seca, que a cambio miraba por su salud y le administraba jarabes y medicinas para las secuelas de una pulmonía mal curada.
Aunque su ámbito principal de pesquerías fue el Miño, frecuentó otros ríos. Uno de ellos fue el Furelos, al que gustaba ir un par de veces al año para rendir visita a Santa Lucía en la iglesia de la aldea del mismo nombre, y también para echar un rato de caña, todo sea dicho. A 40 kilómetros de Portomarín por el Camino de Santiago, se le iba una buena jornada, por lo que prefería ir en primavera y verano, cuando los días eran más largos. Al llegar, lo primero que hacía era ir en busca del cura, con el que había trabado una sólida amistad, cementada en la fe y en la afición de ambos a la pesca de truchas. Si el río venía un poco tomado por algún aguacero reciente, las moscas de Nicolás hacían estragos. Al párroco le regalaba sus truchas y unas cuantas moscas, y él correspondía compartiendo su cena y ofreciéndole la llave de la iglesia para que pasara la noche. A la tenebrosa luz de unas velas, aquellas paredes medievales le irradiaban una paz enorme, de forma que rehusaba descansar en otro lugar. De mañana regresaba a su casa del Miño con el primer peregrino que pasaba, que solía ser bien temprano, porque venían de hacer noche en la cercana población de Melide.
Fueron los años más felices de su vida, en paz con su espíritu, bien considerado y con la subsistencia holgadamente resuelta. Pero aquella racha también duró poco. Desde niño padecía de una pulmonía mal curada. Le habían gustado las noches para mojar cebos y señuelos, y eso le perjudicó. Su casilla tampoco ayudó, porque pegada al río era demasiado húmeda y fría. Disminuido en su enfermedad, se recluyó, aún más, en la contemplación, el misticismo, la fe y las visitas al retablo de Santa Lucía de Furelos. No obstante, Nicolás no fue nunca un beato, ni un meapilas, ni siquiera un cristiano al uso. Jamás comulgó, ni se postró ante un confesionario, salvo en el río, donde mantuvo intensas conversaciones sobre su fe con su amigo el cura mientras andaban a truchas. El cura le regañaba suavemente por esa manera tan suya que tenía de entender la fe cristiana. Al final, la conversación se daba por concluida, normalmente al llegar a un buen pozo, con una bendición por el perdón de sus pecados. Tampoco frecuentaba apenas las iglesias. A la catedral de Santiago de Compostela, destino de los peregrinos con los que tantos ratos de conversación echó, fue una sola vez en su vida. En verdad, su templo era el río, y sus momentos culminantes de espiritualidad las noches cuajadas de estrellas, junto a las corrientes del Miño. Entonces, allí solo frente al Universo, se le escapaban las lágrimas y le brotaban largos monólogos con Dios y con sus padres.
Como se ha comentado, en su fe tenía lugar preferente asimismo la iglesia románica de San Juan de Furelos, pero aquello venía rodado del recuerdo de su madre y de la devoción de ella por Santa Lucía. Allí también encontró una inmensa paz, sobre todo cuando se quedaba a descansar por las noches dentro del templo. Tuvo que ser en una de aquellas primeras visitas cuando le enseñó al cura el crucifijo del Cristo de la mano tendida, o le habló del Cristo de Toledo. Porque pasados los años, Manuel Cagide, un imaginero de Furelos con taller en Santiago, hizo un Cristo similar, más bello que el del crucifijo y con una fuerza expresiva enorme, que regaló a la parroquia. Aquello debió ser por los años 50.
El Cristo de la mano tendida de la iglesia de San Juan de Furelos, obra del tallista D. Manuel Cagide (años 50)
Ni que decir tiene que la talla del imaginero Cagide supuso una alegría enorme para Nicolás, si bien aquel momento de inmensa felicidad le llegó cuando su salud empezaba a quebrarse definitivamente. Otra vez la adversidad. Algo en su interior le venía alertando de que el final estaba cerca, razón por lo que empezó a rendir visita con bastante regularidad al nuevo Cristo de Furelos. Para ello se valía del autobús de línea que unía Portomarín y Melide. Quería estar preparado para el auténtico peregrinaje, el que le debía llevar a la Casa del Padre a través de aquellas constelaciones de estrellas a las que tantas veces rezó a su manera en sus solitarias noches junto al Miño. De últimas, empezó a abandonarse, se le afiló la cara y le creció una larga barba, que nunca antes había tenido.
Sabedor de que las aguas de un pantano en construcción iban a enlodar sus más preciados recuerdos del río Miño, había manifestado su deseo de ser enterrado en el camposanto de Furelos, frente a la espadaña de la iglesia, acompañado por el crucifijo, la lámina de Santa Lucía y el rosario. Murió en 1963, a la pronta edad de 33 años, la misma de Jesucristo. Por no ser vecino, el cura le dio tierra en una sepultura compartida y sin nombre, de las reservadas a peregrinos. Mientras que eso ocurría, las aguas represadas del pantano de Belesar sobre el Miño empezaron a lamer las casas de Portomarín. Aquello bien pudo ser obra de la Providencia, que le evitó el trance de ver ultrajado el templo de su río. Desde luego, fue un drama y una pena enorme para todos los vecinos, que vieron mancilladas sus vidas, sus muertos y sus recuerdos, si bien ellos si pudieron salvar su iglesia, la de San Juan, trasladándola piedra a piedra y reconstruyéndola más arriba.
No tardó mucho en correrse la voz de que peregrinos que hacían el camino en noches cerradas se topaban ocasionalmente con la extraña figura de un hombre de afilada cara y larga barba en las escalinatas de la iglesia de Furelos. Daba vista al camino, como si quisiera trabar conversación con los peregrinos que pasaban por allí. Cuando intentaban hablar con él, solo acertaban a contemplar como se le iluminaba la cara con una bobalicona sonrisa, como si no entendiera nada o no fuera de este mundo. Lo más raro es que aquél hombre nunca fue visto por vecinos, ni transeúntes.
En esas escalinatas de la iglesia de San Juan de Furelos se aparecía algunas veces Nicolás, el pescador de Portomarín, a los peregrinos que hacían por la noche el Camino de Santiago
Si usted es peregrino devoto, acierta a pasar de noche por la iglesia de San Juan de Furelos y ve allí a un hombre enjuto de larga barba sentado en las escalinatas, pregúntele si es Nicolás, el hijo de Pedro y de María, el pescador de Portomarín. Si la cara se le ilumina con una amable sonrisa, ya sabe quién es y cual es su historia.
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