Las aguas subterráneas, aparte de ocultas, son misteriosas. Quizás fuera esa la razón por la que atraparon mi atención cuando hacía la carrera de geológicas. Bueno, y porque sus nacimientos (¡qué palabra más bella!) eran los rebosaderos de la tierra que ofrecían el primer hilo de vida a las pozas más altas de los ríos y arroyos que remontaba en mi juventud en busca de truchas comunes. De antemano, nunca sabía si aquellos charcos de cabecera en los que veía al agua burbujear del fondo darían mucho o poco caudal, porque este no solía guardar mucha relación con las precipitaciones recientes. Ni tampoco entendía cómo brotaban aguas tan cristalinas, cuando con el chubasquero puesto veía caer chuzos de punta que achocolataban los regueros más insignificantes de los alrededores. Ya me lo habían advertido. Aquellas aguas del subsuelo venían filtradas desde tierras lejanas y profundas, de más allá de los confines que se mostraban ante mi vista.
Cuando empecé a interesarme más seriamente por el asunto, me dijeron que los manantiales eran el afloramiento de las aguas subterráneas que circulaban por los acuíferos (materiales permeables capaces de almacenar y trasmitir agua), entidades equivalentes a las cuencas vertientes para las aguas superficiales. Pero lo más llamativo es que acuíferos y cuencas no solían coincidir casi nunca, de forma que las zonas de infiltración que alimentaban a los grandes nacimientos lo normal es que abarcaran a más de una cuenca hidrográfica. Pero es que, por si fuera poco, la delimitación de esas zonas de recarga tampoco estaba clara, entre otras razones porque las divisorias de aguas subterráneas podían desplazarse. De esta forma, lo habitual es que un mismo acuífero poseyera varias divisorias hidrogeológicas, relacionadas con manantiales distintos, separados entre si incluso decenas de kilómetros. Uf, ¡qué interesante! Y para complicar más las cosas, aparte de esas divisorias, las barreras hidrogeológicas, aquellas paredes que teóricamente encapsulaban a los acuíferos no estaban tampoco nada claras, ni la horizontal, ni muchísimo menos en la vertical.
Ya no necesitaba más. Definitivamente, las aguas subterráneas (y las superficiales, que en buena parte son las mismas) atraparon mi interés, y a ellas vengo dedicando mi vida profesional (desde 1981), y la otra casi también. Con el tiempo he ido aprendiendo a interpretar el complejo funcionamiento de aquellos borbotones de aguas cristalinas de mi juventud. Pero igual que iba siendo teóricamente más «sabio», me iban brotando (como el agua) más dudas, acrecentadas por los vertiginosos cambios de paradigmas que estamos viviendo en estos tiempos de avances científicos y tecnológicos, en los que venimos sometiendo a las aguas subterráneas a niveles de explotación jamás vistos con anterioridad, en especial en el sureste peninsular. Los cambios de impresiones con compañeros, los días de observación, las conversaciones con gentes del campo y los nuevos saberes del agua me han hecho replantearme algunas cuestiones importantes. Imagino que estas son solo una pequeña parte de las muchas que quedan por redefinir y que dejo para los hidrogeólogos venideros.
Efectivamente, si las aguas subterráneas ya eran complejas cuando las estudiaba en la década de los 70, entonces en regímenes casi naturales (con escasa explotación), hoy día, intensamente perforadas y afectadas por situaciones fuertemente dinámicas, con notables descensos piezométricos, ofrecen comportamientos bastante más complicados de interpretar. ¡A donde va a parar! Tanto es así que, hace años, me llegué a replantear el papel real (no el teórico, ni de laboratorio) que juegan las barreras hidrogeológicas que los «expertos», un adjetivo demasiado pretencioso, habíamos convenido en cada región para los diferentes acuíferos existentes.
Con las extracciones por bombeo hemos confirmado, en primer lugar y como era de prever, que las divisorias hidrogeológicas se mueven, alejándose de los conoides de explotación para aumentar la superficie de captación y dar satisfacción así a los mayores caudales bombeados. Se trata de desplazamientos que afectan al flujo natural, de forma que los volúmenes extraídos desde los sondeos lo más común es que vayan en detrimento de los que antaño poseían los usuarios tradicionales de manantiales y ríos. En casos extremos, si estos bombeos originan profundos y extensos conoides (sumideros), lo más frecuente es que se desordene el funcionamiento habitual del acuífero, y, por «arrastre», también el de los limítrofes. De todas formas, muchos dirán que eso no es más que el comportamiento que se le supone a un acuífero sometido a explotación, y llevan razón. Hasta aquí hay relativamente pocas sorpresas.
Lo revolucionario, si se puede decir así, ha venido de la mano del (¿sorprendente?) comportamiento que cabía esperar, ya digo, no de las divisorias, sino de las barreras, de esa especie de paredes estancas de los embalses subterráneos. Aunque ya presuponíamos que no eran estancas del todo, porque en la naturaleza los materiales totalmente impermeables apenas existen, en una situación natural (sin explotación) es verdad que se comportaban como tales. ¿Entonces, qué es lo que ha pasado? Pues que al perforar intensamente los acuíferos y someterlos a notables descensos de nivel hemos complicado las cosas. Abatimientos de niveles diferenciales de decenas de metros, hoy frecuentes, han incrementado sensiblemente los gradientes hidráulicos, con los que se han «disparado» conexiones que antes permanecían en equilibrio o «dormidas». Y eso cuando no hemos roto físicamente esas paredes o barreras a través de los cientos o miles de sondeos que las han atravesado, pinchando infinidad de veces niveles a presión o artesianos.
El experimento lo podemos hacer en laboratorio. Si ponemos en un recipiente dos volúmenes de agua (uno de ellos coloreado), de similar altura, separados por una capa arcillosa, seguramente comprobaremos que no existe comunicación entre ambos, ni tampoco si uno de ellos lo deprimimos ligeramente. Pero las cosas cambiarán si la diferencia de niveles aumenta significativamente. Entonces podrá iniciarse lentamente un trasvase hacia el más bajo, que de persistir en el tiempo irá en aumento por lavado de sedimentos (o de conductos). Otro ejemplo similar que puede valer, este a escala de campo, es el del «vaso impermeable» de los pantanos, la mayoría de los cuales se comportan efectivamente como estancos, hasta que algunos dejan de serlo al alcanzar la lámina de agua una altura determinada, a partir de la cual la presión hidrostática es suficiente para vencer la impermeabilidad del fondo, de forma que el pantano empieza entonces a perder agua por filtraciones. En realidad, todo esto que vengo diciendo es conocido y viene a poner nuevamente de manifiesto que en la naturaleza, y a gran escala, existen muy pocos materiales completamente estancos al agua («A vueltas con la impermeabilidad de las rocas»).
Esa es la razón del imperfecto papel que ejercen en muchas ocasiones las barreras hidrogeológicas, y del por qué en un momento dado estas empiezan a no comportarse como tales, entrando en comunicación aguas de acuíferos limítrofes o superpuestos, de acuíferos con acuitardos, etc. Trasvases hídricos que se dan tanto en la horizontal (hacía colindantes), como, por mecanismos similares, en la vertical (hacia superpuestos).
Por todo esto, y por otras muchas razones y evidencias de campo que alargarían en exceso este artículo, vengo defendiendo que en estos tiempos modernos (y de aguas revueltas) hay que replantearse la gestión por Masas de Aguas Subterráneas (MAS), sacralizadas como sistemas cerrados, al estilo de «cajas de zapatos» («Masas de Aguas Subterráneas, una figura de gestión cuestionable»). Dogma que todavía (y lo que seguramente queda) rige gracias a la europea Directiva Marco del Agua (2000), que, ya digo, «trocea» la gestión de las aguas subterráneas por MAS, cada una con balances y normas de explotación diferenciadas de las de sus vecinas. En estrecha relación con lo anterior, y con importantes consecuencias en la planificación hidrológica, hay que reflexionar igualmente sobre lo que está pasando en vastas extensiones de materiales «no acuíferos» (de media a baja permeabilidad) que envuelven a las MAS. Desde esos materiales se extraen notables volúmenes de agua sirviéndose, generalmente, de sondeos bastante profundos, algunos de ellos artesianos, favorecidos por la tecnología y abaratamiento de estas perforaciones, algunas casi kilométricas. Al respecto, tengo que admitir que, durante demasiado tiempo, llegué a pensar que buena parte de las aguas bombeadas desde esos materiales de escasa permeabilidad procedían de bolsadas de muy baja renovación o incluso fósiles, pero el paso de los años me ha demostrado que en la mayoría de los casos eso no funciona así. En realidad, lo que pasa es que se están captando niveles acuíferos conectados en profundidad, o bien provocando entradas de agua desde acuíferos vecinos a través de conexiones que detraen recursos a las MAS circundantes, algunas localizadas a bastante distancia y otras en Espacios Naturales Protegidos aparentemente vírgenes. A ese proceso le di en llamar hace tiempo el «Efecto Papel Secante»
Compartimentación de un sector de Andalucía por Masas de Aguas Subterráneas (MAS) (se sitúan las capitales de Sevilla, Córdoba y Granada). En color rosa, materiales «sin interés acuífero», no considerados MAS
Ese modelo de acuífero o embalse subterráneo que predomina en el imaginario popular, como depósito estanco y aislado del entorno, es totalmente erróneo. Es verdad que las aguas subterráneas se extraen (succionan) más fácilmente desde los materiales permeables acuíferos, pero ello no quita para que las aguas se desplacen lentamente en la horizontal y en la vertical
Este tipo de paisaje es frecuente en la Alta Andalucía. Relieves montañosos carbonatados acuíferos, rodeados por depresiones «arcillosas. Lo más probable es que bajo ellas se estén captando recursos hídricos de la sierras del fondo, aunque no pertenezcan a la Masa de Agua Subterránea correspondiente
En definitiva, la Ciencia y el Mundo están cambiando a velocidad de vértigo, también para los gestores de las aguas subterráneas, que, no lo olvidemos, son en gran parte las mismas de nuestros ríos, humedales y embalses. El calentamiento global y la previsible sobreexplotación de los recursos hídricos del área mediterránea exigirán a medio plazo nuevas y urgentes respuestas, todo ello para tiempos que se acercan como un tren a toda máquina, o, si se quiere más dramáticamente, como un Titanic camino de su iceberg.
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