Fuente-abrevadero-lavadero en la Cañada de la Mesta del río Guadalentín
Esta imagen, casi una pintura, es fiel exponente de una de las centenares (más bien millares) de humildísimas fuentes-abrevaderos-lavaderos que salpicaban nuestros campos hasta hace apenas medio siglo. Tras el último gran éxodo rural, sobre los años 60 del siglo pasado, estas fuentes perdieron función y utilidad. Sin nadie que mirara desde entonces por ellas, las más escuetas en caudal, aquellas que recogían con destreza y habilidad pequeños manaderos, se han perdido en su mayoría.
Hoy las buscamos y encontramos, por el puro placer de hacer arqueología etnográfica, guiándonos siempre por vestigios singulares. Un paisaje que muchos sabrán reconocer por las señas que dejaron a su alrededor. Cortijos, convertidos en un montón de cascajos, antiguas paratas y acequias de riego desdibujadas y comidas por el monte, y árboles de fruto (nogueras, almendros y cerezos), que yacen muertos o seriamente dañados. Restos de un paisaje habitado y vivido, muchas veces en umbrías y asperezas, que evocan desolación y nostalgia. Una huella de tiempos bulliciosos, en los que los campos eran un hervidero de gentes, de un continuo ir y venir, de trajinar con riegos, ganados y las más variadas tareas con las que juntar el sustento diario.
Y como discreta seña de identidad de aquella penosa vida, la solitaria piedra de lavar que nunca faltaba cerca del manantial. Viendo esa foto, me imagino sobre la piedra a una mujer dura y valiente, rebosante de generosidad y coraje para sacar adelante una parva de chiquillos. Muchos de aquellos niños, hoy hombres, que emigraron hace 50 años a tierras lejanas y quizás desde entonces no hayan vuelto al cortijo familiar, sabrán reconocer en estas palabras un retazo de lo que fue su infancia junto a aquellas humildes fuentes.
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