«Mi infancia son los recuerdos de un cortijo y una fuente con alberca», sentimientos parecidos a los que han tenido millares de personas antes que yo. Vine al mundo recién acabada la guerra civil en un recóndito cortijo de la sierra de Segura, donde pasé los primeros 18 años de mi vida. Hacía finales de los 50 la familia abandonó el cortijo, yo me fui al servicio militar, me casé y emigré a Centroeuropa, a tierras muy diferentes a las de mi infancia, prósperas es verdad, pero gélidas y oscuras. Allí trabajé, me adapté y fue donde nacieron mis hijos y después los nietos, y donde vivo actualmente ya jubilado.
Desde que me fui, siempre hice lo posible por regresar cada año por Navidad a mis raíces, al pueblo, al cortijo y, sobre todo, a la fuente. Para mí, ese largo (y costoso) viaje era algo instintivo, lógico, natural. Lo había visto hacer a muchos animales, aves sobre todo. En las noches de luna llena del invierno, precisamente por Navidad y Año Nuevo, sentía el graznido de las grullas pasando muy altas sobre nuestro cortijo camino del sur. Por abril era el canto de los primeros jilgueros en la copa de la noguera. En mayo aparecían las golondrinas en el charco del vado del río. Por junio eran las codornices las que caían exhaustas a nuestras paratas de habichuelas. Y en San Juan eran bandadas de abejarucos las que amenizaban nuestro sopor de principios del estío. Y así, cada mes, cada estación, cada tiempo tenía sus viajeros que volvían a otear en los mismos posaderos del año anterior, a anidar en las mismas ramas, a beber en las mismas fuentes.
Para mí, otro animal a fin de cuentas, que habitaba en el norte como muchas de estas aves, la llamada empezaba a producirse por Todos los Santos. El reloj biológico cosquilleaba mis entrañas cuando la nieve era un manto continuo y la claridad del día apenas llegaba al suelo, igual que les debía pasar a las grullas y gansos que ahora veía en los estanques helados junto a mi casa. Era la Navidad que se acercaba, y tocaba ese querido y deseado regreso al cálido hogar, a la familia, al luminoso sur. Desgraciadamente, no pude cumplir ese deseo todos los años, sobre todo al principio con los niños demasiado pequeños. Más tarde, y durante algún tiempo, fue un regreso a mis más queridas raíces, a mis padres, y especialmente a mi madre, la que peor llevaba nuestra ausencia. Fueron Navidades que recuerdo muy gratamente. Por la inexorable ley natural, mis progenitores murieron hace unos años, igual que desde tiempo inmemorial les viene ocurriendo a las golondrinas o a las codornices, mientras que sus descendencias siguen acudiendo fieles a la cita. Y yo me apliqué a los mismos dictámenes de esa sabia naturaleza.
Al principio viajábamos todos. Después, al hacerse mayores, los hijos se fueron retirando. No habían nacido en el sur, y para ellos no funcionaba esa apetencia, ese instinto natural. Seguí yendo entonces sólo con mi mujer, eso sí, después de pasar Nochebuena en familia. En el pueblo iba a la casa familiar, en buen estado y mantenida por una hermana. Allí está el cementerio donde yacen mis padres, pero apenas lo visitaba, no me decía nada ese frío recinto, no me transmitía ningún sentimiento. Prefería ir al cortijo y a la fuente. Como una liturgia bien aprendida, mi mujer y yo cogíamos las garrotas, una navaja, la gorra (que no falte), el macuto con algo de comer y de abrigo, y bien temprano del día 28 de diciembre, el de los Inocentes, tomábamos la vereda del monte que repechaba al cortijo (afortunadamente allí no han llegado todavía las pistas, los vehículos ni la gasolina). Frente a sus ruinas y al esqueleto tumbado de lo que fue nuestra noguera, me sentaba en el poyete del tapial, que se mantiene en aceptable estado. Y, al momento, creía ver salir por la puerta a mi padre de madrugada a echarse agua en la cara, diciéndome ¡Venga niño, espabila, que se nos va el día! Pero no paraba mucho allí, la fuente, unos bancales más abajo, tiraba de mí con una fuerza indescriptible y junto a ella era donde quería estar cuanto antes. Estropeada, como todo lo que se abandona, y solitaria, sigue dando un buen chorro, un agua fría como la nieve que viene de los altos calares que coronan el valle. Era ponerme a su vista y un escalofrío me recorría el cuerpo. Era precisamente allí donde con más intensidad me reencontraba con mi madre, jovial, alegre, morena, lozana, guapa, con el cántaro a la cadera y cantando. Y pasado ese dulce trance, se me atropellaban los recuerdos. Allí nos juntábamos a jugar la chiquillería de los cortijos próximos. Era donde se iba a por el agua de las casas, a regar, a lavar, donde se majaba el esparto, donde se hacían las matanzas. Era, en definitiva, el centro de la vida social de los serranos que andábamos esturreados por aquellos andurriales.
¡La Navidad y la fuente otro año más! ¡Qué recuerdos Dios mío! Entonces, abrazado a mi compañera de toda la vida, aquella niña morena de ojos negros con la que jugaba de pequeño en esa misma fuente, repasábamos juntos una vez más, y en silencio, nuestra vida, durísima en lo material, pero muy feliz en lo espiritual. Allí, al rumor de aquellas aguas, la rondé ya de moza durante varios veranos, hasta que al final junté el valor suficiente para declararme un 28 de diciembre de hace hoy 57 años. ¡Cómo no voy a querer a esta fuente! ¡Cómo olvidarla! ¡Cómo no rendirle al menos una visita al año en este día tan especial!
Completamente feliz, lleno, aliviado, como el que ha cumplido con un deber inexcusable, me sentía flotar por la vereda de vuelta al pueblo. Desde la cuerda cimera, desde ese puntalillo donde de pequeño siempre me detenía a tomar resuello, me volvía a echar una última mirada al lejano valle forestal, donde descansaban los cortijos y la fuente, todo ello coronado por blancos calares, antes de trasponer y decirle definitivamente adiós. Y en el silencio de aquellos riscos perdidos, donde hoy sólo se siente el viento silbar y habitan las cabras monteses y las águilas, pido siempre con todas mis fuerzas un mismo deseo: que no sea esta la última vez, que la vida nos dé la oportunidad de volver allí juntos la próxima Navidad.
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