Nevada de enero de 1951. En labores de rescate de las poblaciones de Santiago de la Espada y Pontones, que permanecieron aisladas 50 días (foto tomada del NODO)
Las sierras de Cazorla y Segura (y demás) se comportaron en siglos pasados como una enorme esponja caliza para las nieves que las cubrían durante semanas o meses. Esas nieves, especialmente en calares, parameras, navas y campos de dolinas, como los de Hernán Pelea, daban lugar con la llegada de la primavera a reventones o imponentes volcanes de agua, a chorreaeros que caían desde altos farallones y a feroces cauces fluviales. Eso es, al menos, lo que nos trasmitieron los que vivieron en la Pequeña Edad del Hielo (entre los siglos XIX y XIV), un periodo frío originado seguramente por una moderada disminución de la actividad solar.
Cuando hoy analizamos las causas de la notable merma de aguas de estas sierras, coincidimos en que una de ellas es que ya no nieva como antes, aparte de que la nieve se sujeta menos. «Adonde va a parar lo que nevaba antes con lo de ahora», nos dirá cualquier viejo serrano al que se le quiera preguntar. Sirva, pues, este artículo para recordar, siquiera brevemente, como eran algunos de los nevazos que antiguamente caían regularmente en estas sierras.
González Ripoll, en Narraciones de Caza Mayor en Cazorla, cita dos jugosas historias al respecto, que dan idea de los nevazos de antaño. Una de ellas fue la del Tío Feligrés, un anciano que falleció antes de Navidad en las casas de la Pinarilla, en los Llanos de Hernán Pelea, pero tanta nieve cayó aquel invierno, que hubo que convivir con el difunto hasta primavera, en que pudo subir el juez a levantar el cadáver para darle cristiana sepultura. Hubo revuelo con aquél suceso, pero eso no viene al caso ahora. En otro nevazo, unas yeguas balduendas quedaron a merced del temporal. Eso fue por la piedra de los Arrimaícos, cerca de la Nava de San Pedro. Nada más se supo de ellas, hasta que semanas más tarde se vio salir vapor de entre la nieve por donde había una cueva, cuya boca había quedado tapada por la ventisca. Allí, sepultados, descubrieron a los famélicos animales, al borde de la muerte, que hasta se habían comido los ronzales y las colas.
Los medios de comunicación dieron cuenta a lo largo del siglo pasado de nevadas importantes en la Sierra. Una de las más sonadas (pero hubo muchas) fue la de enero de 1951, que dejó incomunicados durante 50 días a los pueblos de Santiago de la Espada y de Pontones. Al final, tuvo que intervenir el Gobierno, lanzando víveres desde aviones de la base aérea de Granada, mientras se abría la carretera, con cortes de hasta 8 metros de nieve. Pero como en todos los temporales de nieve, la peor parte se la llevaron las numerosas aldeas y cortijadas que entonces había repartidas por la Sierra, y hasta las que nunca llegaron ni ayudas ni, por supuesto, cámaras. Entonces, los serranos mal-escapaban porque los cortijos estaban llenos de leñas y víveres, tenían herramientas, alguna escopeta y muchos quehaceres domésticos en los que ocupar el tiempo y espantar el aburrimiento. El ganado se llevaba la peor parte, y muchos animales morían de hambre y frío. También se dieron numerosos casos de personas congeladas tras quedar aisladas o perderse en mitad de ventiscas o nieblas. Y, además, a las gélidas y albas noches de puertas atrancadas y chimeneas encendidas, acompañaba por aquellos lejanos años el tufo de los lobos.
Precisamente, en una lumbre de invierno, acompañada con un vaso de mosto, un serrano de las caídas albaceteñas del Calar del Mundo me contó una historia que nunca olvidaré, porque curiosamente yo tuve la casualidad de vivirla poco antes, con no muchas diferencias. Hablaba por boca de su abuelo, que fue pastor por aquellos calares en la segunda mitad del XIX. «Mire usted, una tarde andaba yo (se refiere a su abuelo) con las ovejas en un sitio que le dicen el Peñón de la Ventana, y, sin venir a cuento, me las vi enfilar inquietas y al trote hacia la tiná. Al pronto creí que era cosa de lobos, pero los mastines no estaban erizados. Viendo el cielo de panza de burra y la engañosa paz que inundaba el ambiente, entendí que se nos venía encima una nevá de las gordas. Nada más llegar al Carrascal, por frente a las casas de Tus, me agarré a dar arrebato con la campana de la ermita. Era una señal de alerta que usábamos cuando ocurría algo importante. Ese repicar se oía a mucha distancia, y avisaba a la gente para que se recogiera de sus faenas. Al poco empezaron a caer del cielo unos copos secos y grandes como algodones que vistieron el campo de blanco en un santiamén. Se taparon veredas y torcas, y mucha gente quedó cortada en los altos, sin darles tiempo a llegar a poblado. En aquella ocasión no hubo desgracias porque todas estas sierras son muy cueveras, y se tenían numerosos abrigos abastecidos de leña seca y yesca, donde se podían pasar noches malas. Que entonces nadie andaba por el campo sin un mechero de pedernal en el bolsillo.
Punta de ovejas y cabras en mitad de una nevada cerca del monasterio de Montesión, en la sierra de Cazorla (foto de Luis Cano Cavanillas)
Al hilo de lo anterior de las ovejas segureñas, José Gómez, autor de muchos libros de entrevistas a viejos serranos, contó de boca de un pastor de la sierra de las Lagunillas cómo el ganado les avisaba de las nevadas: «Cuando los temporales venían de mañana, lo notábamos porque al salir de careo, el ganado era remiso a andar, rebordear le decíamos a eso, o se tiraba para zonas bajas, protegidas y próximas. Entonces sabíamos que los animales barruntaban nieve. Había otras señales. Las cabras levantinas y las vacas balduendas eran muy finas para el tiempo. Una tarde, de regreso a la cortijá me vi a las cabras tirándole a las arcubas, que les decimos a las acículas de los pinos, lo que no hacen más que cuando se ven muy apretadas. Eso era mala señal. En aquella ocasión que le cuento de la arcubas, al cuarto día tuvimos que abrirle trincharas al ganado desde la Tiná del Fraile, cerca de las Lagunillas, hasta los bajos del pantano del Tranco, porque el ganado se nos moría apriscado.
Ahora estamos inmersos en un periodo cálido, que no sabemos hasta donde dará la cara. Pero como dice el escritor afincado en el río Madera Andrés Ortiz Tafur al final del libro de La Sierra del Agua (estas mismas montañas): «…todos los finales de supeditan a un principio y todos los principios se alimentan de un fin. Habrá otra vez». Habrá otra «Edad del Hielo» y otras glaciaciones. La pregunta es si los hombres estarán en esta Sierra para verlas. Yo creo que sí. Habrá otra vez inocentes y curiosos niños que volverán a contemplar con ojos extasiados la Sierra del Agua en todo su esplendor. Amén.
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