Hace unos días, la prensa local (Ideal, 20 de abril de 2016) publicó un artículo que mostraba la preocupación del sector turístico de Loja (Granada) por una reciente sentencia del Tribunal Supremo, que confirmaba a la trucha arcoíris dentro del catálogo español de especies exóticas invasoras (Decreto 630/2013), y con ello daba vía libre a su erradicación de nuestras aguas. La noticia me interesó por muchos motivos y fui a conocer algunos informes de científicos españoles (también de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza) que aludían a «el carácter invasor y la grave amenaza que sobre las especies autóctonas, el medio ambiente, los hábitats y los ecosistemas causa la trucha arcoíris».
Noticia de Ideal, 20 de abril de 2016
Creo, por lo que respecta a la península ibérica, que esa «grave amenaza» no existe hoy día. Y, además, qué quieren que les diga, aparte de por la razón, nos movemos también por los sentimientos y me apena que la trucha arcoíris desaparezca de nuestras aguas para que éstas, en vez de ser recolonizadas por la trucha común (su más directa perjudicada), queden más yermas aún de lo mucho que ya lo están. Sé que la trucha arcoíris no es del agrado de muchos naturalistas y ecologistas, gentes sensibles con las que coincido en otras luchas por el agua. Entre ellas, por la más trascendental de todas, la de la conservación física de los hábitats acuáticos, hoy severamente amenazados y deteriorados en nuestro país por sobreexplotación y contaminación.
En este caso me solidarizo, pues, con las voces que desde otros sectores y ámbitos igualmente respetables (piscicultores, deportivos, turísticos y de desarrollo rural) piden mayor prudencia, debate y consenso ante esta radical medida. Que quede claro que no estoy a favor de la trucha arcoíris, pero tampoco de su erradicación absoluta después de más de 100 años en nuestras aguas. Debería haber puntos intermedios de acuerdo. Sería necesario balancear los pros y los contras de una decisión de tan gran magnitud, que afecta a una especie veterana, igual que, por ejemplo, lo es también la carpa, traída por los romanos hace más de 20 siglos. Pero en fin, ambas han sido señaladas por la mano extirpadora del citado Decreto y catálogo de especies exóticas invasoras, una norma totalmente necesaria, pero que debería graduar más el potencial invasor y tener en cuenta la «naturalización» en el medio de ciertas especies.
La verdad es que cuando se señala con el dedo a una especie como exótica y encima invasora la estigmatización está servida. Se mezclan ahí dos conceptos, el de alóctono (frente a autóctono) y el de invasor (no encuentro antónimo) que siempre han sido discutibles. La Vida existe gracias a que ha perfeccionado en el transcurso de los tiempos la multiplicación de las especies y la competencia entre ellas para adaptarse, desplazar (si es necesario) y ocupar por todos los medios los diferentes hábitats de la Tierra. En ese sentido, la vida intenta ser siempre que puede colonizadora y por tanto invasora cuando «aterriza» en un nuevo territorio.
Cómo es bien sabido, las especies que hoy conforman los diferentes hábitats vienen colonizando el mundo de mil maneras diferentes desde el origen de los tiempos. Por migraciones climáticas (glaciaciones sobre todo), o de otro tipo, pero también por el viento, por el agua, transportadas por aves y mamíferos, o por otros mecanismos. Y, desde luego, por los humanos desde la más remota antigüedad, bien introducidas de forma accidental o a propósito para la caza, la pesca, la ganadería, la agricultura, el comercio, la jardinería, la lucha contra plagas, etc. Y así, si uno investiga a fondo el origen de las especies que pueblan un territorio (los estudios de ADN aportarán muchas sorpresas), cae en la cuenta de que estamos rodeados de especies exóticas, exóticas naturalizadas, autóctonas que un día fueron alóctonas y autóctonas más puras. Un buen lío si entramos en detalles.
De todas formas, quiero que quede claro que a pesar del «éxito» de muchas introducciones, soy muy cauteloso con que el hombre se dedique a creerse Dios metiendo o eliminando especies (o ecotipos) a su antojo. Y en eso hay ejemplos que han salido bien y otros (los menos) mal. Por ejemplo, muchas de las especies hoy más queridas de nuestros bosques y aguas, como podrían ser el castaño o el cangrejo autóctono (una prioridad de la conservación de la biodiversidad en España), fueron en su momento introducidas por el hombre (con dudas para algunas poblaciones de cangrejos), y hay muchas más. Pero también hay casos desastrosos, algunos de actualidad, como el del mejillón cebra o el del cangrejo rojo, por poner sólo dos ejemplos acuáticos, cuya erradicación discute poca gente que será prácticamente imposible, y que tangencialmente también tienen algunos efectos positivos.
Pero llegados a este punto, mi pregunta es si la trucha arcoíris, introducida por el hombre como otras muchas hoy naturalizadas (o autoctonizadas), es tan dañina y peligrosa en la península como señalan científicos conservacionistas y buena parte de las asociaciones ecologistas. Originaria de Norteamérica, lleva viviendo en nuestras aguas más de un siglo, igual que en ríos de casi todo el mundo. Tiempo más que suficiente para haber comprobado in situ en la península ibérica (en otros sitios ha podido ser diferente) sus «nocivos» efectos sobre el medio acuático y el resto de las especies. Y, ¿qué es eso tan dañino y peligroso que ha ocurrido? Pues, no lo sé. Siempre he considerado, admitiendo que su introducción fue temeraria y que se trata de una especie exótica sin paliativos, que al final se ha consolidado como un recurso turístico, deportivo, económico e incluso ambiental que suma valor, diversidad y riqueza a nuestras aguas, sin un menoscabo sensible para ellas si se gestiona bien. Pero lo más importante, es que creo (como muchos) que no reúne los requisitos para ser considerada una especie invasora. No presenta riesgo de contaminación genética, no se hibrida con la común (como si lo hacen, por cierto, otros ecotipos de truchas comunes europeas que no aparecen en la lista de exóticas invasoras), no se reproduce apenas con las sueltas actuales, que se hacen con ejemplares estériles, sus poblaciones en ríos dependen de periódicas sueltas y son fácilmente controlables, y no tengo noticias de que tampoco trasmita enfermedades. Eso sí, desplaza a la trucha común de las aguas donde ambas conviven y es una especie depredadora. Y ahí es precisamente dónde habría que poner el acento regulatorio, en limitar y controlar sueltas, densidades y presencia en ciertas aguas, más que en pretender erradicarla indiscriminadamente.
De ese modo, su presencia podría ser estudiada en tramos medios de ríos, en cursos irregulares en caudal, afectados por contaminación, con relativa temperatura y moderado oxígeno, o en aquellos tramos donde por las razones que sea, o porque sean históricos, se haya considerado pertinente dedicarlos a cotos intensivos de pesca (un caso típico es el de Ríofrío, Granada). Otros escenarios idóneos para ella son las masas de aguas cerradas y artificiales, como balsas, charcas o pantanetas, con una afección muy limitada a los ecosistemas acuáticos naturales, y donde constituyen un recurso deportivo, turístico y económico adicional del mundo rural que no debiera olvidarse. Al respecto, muchas veces he pensado que la pesca deportiva de la trucha arcoíris, que practican miles de aficionados por toda España, sirve para encauzar los deseos de buena parte de los pescadores, con lo que se disminuye la presión sobre pesca de la trucha común, aunque sea sin muerte.
Pantaneta para riego (en España hay miles) en Albuñán (Granada) repoblada desde hace años con truchas arcoíris para su aprovechamiento deportivo
En las láminas de agua anteriormente citadas, sobre todo si las aguas se calientan de más, la trucha común, «la autóctona», no vive, ni se la espera, recluida por sus mayores exigencias de calidad en las corrientes caudalosas y frías, desgraciadamente cada vez más escasas, de las cabeceras de nuestros ríos, lagos y pantanos de montaña. Y si el día de mañana, haciendo un ejercicio de ciencia ficción, volviéramos a tener unos cauces permanentes, caudalosos, fríos y no contaminados, de nuevo aptos para la trucha común, todos estaríamos de acuerdo en que la que sobraría de ellos sería la arcoíris.
A mi juicio, equivocamos el diagnóstico si creemos que la trucha arcoíris es la culpable de la regresión actual de la trucha común (o de otras especies). El problema, como en la conservación de casi todas las especies amenazadas, está fundamentalmente en el terrible deterioro de sus hábitats naturales, en el caso que nos ocupa por sus exiguos caudales ecológicos (cuando no inexistentes) y también por vertidos esporádicos o permanentes de diferente tipo. Ese es el verdadero problema y no el señuelo que nos lanza esta norma en forma de trucha arcoíris invasora. Pero claro, ¿quién aplica la ley y pone orden en el progresivo deterioro de nuestros ecosistemas acuáticos, y con ello hace cumplir a las administraciones la Directiva Marco del Agua? Nadie
p.d. Me imagino cómo va a acabar esto.
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