Río Darro a su entrada a Granada, entre la Alhambra y el Albayzín (grabado, detalle. A. Guesdon, 1850)
Granada tuvo antaño un sello hídrico y acuoso del que hoy apenas quedan vestigios. Poco a poco, el practicismo y modernismo imperantes en las ciudades fue cercenando, cementando y cubriendo todas las arterias del agua. De eso trata este post, de ese glorioso pasado del agua, de esa Granada acuosa que hoy es puro espejismo.
Granada se ha vinculado tradicionalmente a dos ríos: el Darro y el Genil. Muy conocidos son los versos de García Lorca que dicen: “Los dos ríos de Granada/ bajan de la nieve al trigo…/los dos ríos de Granada/ uno llanto y otro sangre….”. De ellos, el Darro fue decisivo en el asentamiento de la Iliberri íbera y romana (a partir del s. VII a.C) en la parte alta de la actual colina del Albayzín. Posteriormente, sería la Garnata zirí (s. XI) la que se expandiría por esa montaña. La ciudad, bien drenada, soleada y protegida de vientos del norte, estaba irrigada por un denso entramado de acequias que procedían del manantial de Fuente Grande (acequia de Aynadamar) y del río Darro (acequias de Axares y de Romayla), pero también del río Genil (acequias Gorda y del Cadí). Por fin, la decisión de levantar la ciudad palatina de la Alhambra, en la colina de la Sabika (s. XIII), hace que el río Darro coja definitivo protagonismo en la ciudad, a través de una nueva captación, la de la Acequia Real.
Así pues, el Darro fue siempre, con todo merecimiento, el río de la Granada vieja, el río romántico y soñado por excelencia. El topónimo se relaciona con la existencia de oro en su cauce. Los latinos lo llamaron Dauro, derivado de Dat Aurum, porque da oro. Los musulmanes cambiaron el nombre a Hadarro y después de la reconquista los cristianos adaptaron el topónimo romano de Darro.
En época romana, antes de entrar en la ciudad, las aguas del río Darro, a través de su afluente el río Beas, fueron derivadas por la margen izquierda para la explotación minera del oro, por el sistema de Ruina Montium, del Cerro del Sol. En época zirí se levantaría río abajo la presa de la Ciudad o de Axares, que abriría en dos ramales, el de Axares (margen derecha) y el de Romayla (margen izquierda), de la que queda un resto de acueducto visible desde el puente de las Chirimías, junto a la iglesia de San Pedro. Ambas acequias dieron lugar al abastecimiento del bajo Albayzín y de los barrios de la Gran Medina, Almanzora y la Judería, entre otros. En época nazarí, la presa Real o del Generalife derivó aguas para la Acequia Real (s. XIII), que a través de la empinada ladera de la margen izquierda hizo posible el levantamiento de la ciudadela de la Alhambra, y de barrios adyacentes. Disponía de dos ramales, uno más elevado, la acequia del Generalife o del Tercio (para suministro a los Albercones), y otro a menor cota, la acequia de la Alhambra.
Las imágenes de Granada que nos dejaron los pintores románticos del XIX, como Roberts, Lewis, Doré, Bossuet o Colman, sobre todo del Darro y sus puentes por el Paseo de los Tristes, Carrera del Darro, Reyes Católicos y Acera del Darro, estarán siempre en la memoria colectiva (y en la nostalgia) de los granadinos. En Dauro, un río en la imagen de la ciudad (CajaGRANADA y Fundación Emasagra, 2009) podemos ver una muestra de grabados, pinturas y fotografías de ese Darro romántico. Los viajeros describen entonces una ciudad íntimamente ligada al agua, a sus jardines, huertas y vega, con una legión de aguadores, acequieros, aljiberos, lañeros, zanaguidles, lavanderas y buscadores de oro que pululaban por sus estrechas y empinadas calles. Mas tarde serían las fotografías en sepia del mismo Darro (o del Genil, con sus alamedas en el Violón) las que darían fe de la Granada acuosa hasta bien entrado el primer tercio del siglo XX.
Lavanderas en el río Darro por debajo del antiguo puente del Carbón (S. Colman, segunda mitad del XIX)
El río Darro iba por supuesto al descubierto en toda su traza urbana, lo que requería de gran número de puentes. Catorce cruzaban el río desde el Paseo de los Tristes hasta su confluencia con el Genil. Hoy sólo quedan cuatro, que de arriba a abajo son el del Aljibillo (o del Rey Chico), el de las Chirimías, el de Espinosa y el puente de Cabrera. Los nueve que desaparecieron fueron los de los Tableros (o de los Panaderos y también mal denominado puente del Cadí), Santa Ana (o puente del Cadí), Baño de la Corona (de los Barberos o de los Leñadores), San Francisco (de los Zapateros, Gallinería o de los Sastres), del Carbón (o puente Nuevo), del Álamo (o de los Curtidores), de la Paja (del Rastro o de las Comedias), de Castañeda, y el de la Virgen. Entre los más pintados estuvo siempre el puente del Carbón.
Arriba, «Riverilla del Darro y puente del Carbón» (litografía, detalle. D. Roberts, 1836). Abajo, «Río Darro y puente del Baño de la Corona» (grabado, J. Lewis, 1833-34)
Pero, aparte de su plasticidad y belleza, y por encima de todo, el Darro fue un río habitado y vivido. Convertido en eje de la ciudad desde el siglo XIII, a sus orillas se llevaban a cabo todo tipo de actividades cívicas, como mercados, fiestas, procesiones, baños y juegos, al tiempo que sus aguas eran intensamente derivadas por ramales. Los usos abarcaban a todo el espectro imaginable: abasto (con varias corachas que bajaban de la fortaleza de la Alhambra), casas de baños, pilares, lavaderos, molinos, mataderos, tenerías, sederías, riego, evacuación de aguas negras e incluso el bateo para la búsqueda de pepitas de oro. Toda la ciudad era un auténtico enjambre de acequias y partidores. Algunos topónimos dan fe de ello, como el de la calle Puentezuelas, debido a los numerosos puentecillos que existían para salvar las aguas, y algo parecido podría decirse de la calle Molinos.
Porque las aguas daban servicio también a numerosos molinos, de los que quedan restos en varios lugares, entre ellos en la calle San Juan de los Reyes. También eran el suministro de los baños (Haman), muy importantes en la cultura árabe. En su tiempo hubo más de 40, de los que hoy apenas se conservan cinco. Igual ocurría con las curtidurías o las sederías. El abasto se realizaba a través de cauchiles o ladrones de agua, nombre que se daba a las tomas de las casas particulares, que solían tener aljibes y pilares en sus patios. Las fuentes y pilares públicos se hallaban intramuros, a diferencia de los abrevaderos, que se localizaban a las puertas de la ciudad, donde quedaban las caballerías. Y, también estaba el riego urbano de pequeños huertos y jardines a través de multitud de ramales e hijuelas.
Pero a un Darro vivido se le sumaba un río vivo, y por tanto torrencial y peligroso en ciertos momentos. En contrapartida, también eran de temer los efectos derivados de años secos, en los que la salubridad dejaba mucho que desear, y sus escasas aguas eran foco de infección y epidemias. Desde época nazarí están documentadas numerosas sequías y avenidas extraordinarias. Se tiene constancia de una gran riada el 24 de abril de 1478 que arrasó el Zacatín, la Alcaicería y parte de la Mezquita Mayor. Pero parece ser que la más importante fue la del 11 de abril de 1482, que causó numerosas bajas. Ya en época cristiana, para evitar daños mayores, se mandó construir hacia el 1520 una presa que recibió el nombre popular de “la Terrera”, junto a la iglesia de San Pedro. Pero en la creencia de que el problema estaba resuelto, el 5 de marzo de 1600 el dique no aguantó y los efectos fueron mucho más destructivos aún.
En fin, el desapego hacia el río, el practicismo y el modernismo terminaron haciendo desaparecer su traza urbana y sus derivaciones. De esta forma, se acometería el embovedado por fases. En 1510 se cubre Plaza Nueva, Puerta Real hacia 1791, Reyes Católicos en 1884 y la Acera del Darro en 1936. Hoy, apenas nos quedan 700 metros de río al descubierto, los que van de Plaza Nueva al puente del Aljibillo (o del rey Chico), junto a la Carrera del Darro y el Paseo de los Tristes. Entre el monumento de la Alhambra y el barrio árabe del Albayzín, ambos declarados por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, se dice que discurre el paseo fluvial urbano más bello del mundo. No les falta razón a quienes sostienen eso, especialmente si se hace al oscurecer. ¡Una delicia!, eso sí, demasiado corto.
Queda pendiente continuar el paseo del río aguas arriba, desde el puente del Aljibillo hasta el del Teatino, entre las laderas del Sacromonte y la Umbría del Generalife, un anhelo que es mayoritariamente compartido por la sociedad, pero que, hasta el momento, espera en el cajón de los olvidos de esta ciudad, que se mueve tan exasperadamente lenta (ver, El placer de pasear junto a un río, a propósito del Darro).
«Riverilla del Darro» (grabado, J. Lewis, 1833-34)
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