Es septiembre y paseo por una sierra convertida en una manta verde de pinos, un mar vegetal que apenas deja ver unas pocas aristas rocosas y, de tarde en tarde, lo que debieron ser antiguas rozas, donde se adivinan muros de piedra y ruinas de cortijos. Estoy en un terreno que he picoteado en numerosas ocasiones y creía conocer medio bien, hasta que, preguntando por manantiales, un viejo serrano me dijo: «Mire usted, por frente a las casas de la loma del vivero había una fuente que daba de comer a un cortijo, pero aquello está muy a trasmano y tapado por el monte». A mí esas misteriosas informaciones dadas a medias me excitan irremediablemente, de forma que no dejé pasar la oportunidad. «¿Y usted sería tan amable de acompañarme, que estoy haciendo un trabajo para la universidad sobre el agotamiento de las fuentes forestales?» Mi informante, que pasa de los 80 años y es muy reservado, quizás ha pensado que no merece la pena llevarse al más allá secretos guardados durante tantos años, sobre todo si alguien puede sacarles algún provecho. Así pues accede en vernos unos días más tarde.
Mientras tanto, aprovecho el parón para investigar por mi cuenta. Las fotos del vuelo americano (1956), a las que suelo recurrir con frecuencia, me dicen poco, porque, ya muestran un considerable pinar, procedente de una repoblación antigua. No obstante, se intuyen enclavados de antiguos cultivos con sus cortijos, muchos abandonados. Poco a poco, voy cayendo en la cuenta de que el gran barranco reunía buenas condiciones de ocupación. A saber, varias exposiciones de solana protegidas de los afilados vientos del norte; algunos rellanos (es un decir) de ladera y de fondo de valle; y, en su momento, abundantes nacimientos y cursos de agua. Entonces, me retrotraigo a tiempos remotos, cuando el hambre empujó a los hombres (una vez más) a las montañas para buscarse la vida cerca de las aguas. Lugares como este, que ahora prospecto, a vista de avión, desde la pantalla del ordenador. Antiguamente, sin escrituras, el primero que llegaba, o seguramente el más fuerte, ocupaba los mejores emplazamientos, abundantes en aguas y en tierras mollares, que al rozar de monte y cultivar hacía suyas. Eran las escrituras de la Sierra, el germen del futuro asentamiento, seguramente levantado sobre otros más antiguos, y así sucesivamente. Y alrededor del primer colonizador, a mayor o menor distancia, iban buscando acomodo, como las piezas de un puzzle, otras familias sin competir por el agua (sobrantes) o por la tierra. Porque al hombre nunca le gustó estar solo, más que nada por una cuestión de pura supervivencia. Reminiscencias de la primitiva tribu, cohesionada además por el fuerte carácter social de las mujeres. Lo que no quitaba para que, aunque la organización social era comunal, si se podía cada uno en su casa y Dios en la de todos.
Sumido en estas reflexiones y en otras por el estilo, llegó el ansiado día. Con el todoterreno accedimos con bastante dificultad al volvedero de una antigua pista de saca. «Esto es lo más que podemos acercarnos, ahora toca darle a los pies». Así, de golpe y porrazo, entramos en un espeso, oscuro y lúgubre pinar, sin veredas, más allá de erráticas y efímeras trochas de animales montunos. Perdidas todas las referencias visuales, mi viejo acompañante se mueve con relativa soltura. Avanzamos sin demasiados problemas, sorteando sólo las ramas secas de las bajeras de los pinos («¡cuidado con los ojos!»), muertas porque la luz apenas llega al suelo. Sin sotobosque alguno, aquello es un espeso tapiz de pinocha, piñas, ramas y troncos muertos. De pronto, una medio trocha, que no sé de dónde diablos ha salido, nos conduce a la antigua balsa-nacimiento que andábamos buscando. «Son los animales del monte, jabalíes sobre todo, los señores ahora de estos pinares, los únicos que transitan por aquí para venir a beber y a bañarse».
¡Madre de Dios!, tanto tiempo merodeando por estos montes y nunca me habló nadie, ni supe de esta fuente escondida. «Pues para que vea usté. No crea a los que dicen que se conocen la Sierra como la palma de la mano, que esos murieron hace mucho tiempo, y además sólo se conocían el limitado terreno por donde se movían, salvo cazadores y tramperos, que esos se retiraban más».
Ya no tiene mérito, pero inmediatamente reconozco la entrada de agua, una especie de atajea, el rebosadero, protegido por una losa de piedra para evitar la erosión del muro de tierra prensada, y el arranque de la acequia. El manadero fue siempre el inicio de todo el sistema hidráulico colonizador. «Yo no llegué a nacer aquí, que mi madre se fue de pequeña al pueblo, pero mi abuelo materno me trajo en varias ocasiones y contaba que la balsa daba media muñeca de agua en todo tiempo. Lo justo para que de estas aguas vivieran dos familias. Sígame y le enseño lo poco que queda». Voy contento, era justamente lo que andaba buscando (le digo a mi acompañante). Un manantial usado en el pasado y hoy abrazado por un denso pinar, algunos de cuyos pies, bastante rollizos, se elevan al mismo filo del agua con alturas y grosores que superan en mucho al de sus hermanos vecinos. Raíces que beben la poca agua que circula cerca de superficie antes de aflorar, y que por eso y por falta de mantenimiento, porque ya nadie vive de esa fuente, apenas da hoy un mísero hilo (imagino que se secará en breve). Ejemplos que se repiten en infinidad de fuentes forestales, donde los pinos han dejado de manejarse y evolucionan a su libre albedrío, motivo de un próximo artículo que ando preparando, juntando testimonios y experiencias como las de hoy. Antes de continuar, no me puedo resistir a inmortalizar tan escondido lugar y le pido a mi acompañante que pose de recuerdo y referencia, a lo que accede a regañadientes, porque él no se da ninguna importancia. No obstante, tendré que volver para hacer algunas mediciones al agua y documentar mejor este nacimiento.
La fuente origen de este artículo, un manadero escondido y olvidado, una reliquia a punto de desaparecer para siempre
El serrano sigue ahora la traza de la acequia seca (el agua no llega a alcanzar la cota de salida), que ha dejado de tener forma de cuna para convertirse más bien en una plataforma horizontal, donde la pinocha ha colmado los rebajes. Al poco, pasamos por varios rellanos ganados a la ladera por muros de piedra, imagino que antiguos bancales de cultivo. Hoy, un denso ejército de esqueléticos pinos compiten entre sí para sobrevivir a duras penas en una tierra apelmazada y deshidratada. Mi acompañante mira con pena el pinar: «Los pinos dieron trabajo, quitaron mucha hambre y cortaron en seco las cárcavas que se formaron cuando todos estos balates que sujetaban la tierra desnuda se abandonaron, pero a lo que hemos llegado es un crimen. Este pinar había que haberlo entresacado hace mucho tiempo. Así estamos condenando a los árboles a una lenta agonía, o a que un incendio lo corra todo».
Y así, entre lamentos, continuamos hasta que la acequia choca literalmente contra varios muros de piedra seca. ¡Dios mío, si son las ruinas de un cortijo! Parecen un espectro, un fantasma de piedra que se alza en las penumbras del oscuro pinar. «Yo los conocí casi así, con algunos lienzos de techumbre todavía. Aquí vivieron dos familias del ganado y de lo que sembraban cuando todas estas lomas estaban cultivadas de arriba a abajo, solo salpicadas por solitarios pinos centenarios y unas pocas encinas salvadas del expolio, que entonces los árboles se hacían leña y carbón. En su tiempo, el cortijo estaba a la vista de las casas del vivero, al otro lado del hondo barranco, donde vivía el grueso de la gente, con quienes se comunicaban a chiflidos. A pesar de la distancia, los niños de todas estas lomas se juntaban las tardes de verano a jugar, cuando los días eran más largos, salvando desniveles y distancias como cabras montesas. Las casas del otro lado del barranco, las del vivero, se nutrían de una acequia de generoso caudal que venía del arroyo. Ya ve, paradojas de la vida, hoy el arroyo está seco en verano, mientras que la humilde y olvidada fuente todavía tiene algo que ofrecer».
«Un denso ejército de esqueléticos pinos compiten entre sí para sobrevivir»
Voy explorando las ruinas, intentando imaginarme la distribución de las diferentes dependencias. Distingo claramente los corrales del ganado, los gallineros y unos hoyos, que mi acompañante dice que era donde enterraban las papas, que entonces se criaban bien y quitaban mucha hambre. Papas con huevos, bendito alimento, a falta del imprescindible aceite, que canjeaban por carne.
Ando sorprendido y perplejo, como si acabara de descubrir las ruinas de un templo maya en mitad de un tupido bosque tropical. Al ver mi cara de fascinación, mi acompañante me advierte una vez más (ya venía con esa condición), «Recuerde, utilice la información para sus investigaciones, pero no dé nombres, que por estas sierras se ha puesto de moda remover y saquear las ruinas, que hasta vienen con modernos detectores de metales y lo peinan todo, sin pararse en las tumbas. Sabrá que aquí no llegaban jueces ni alguaciles, y a las pobres gentes se les daba tierra junto a sus cortijos» El hombre creo que sabe que guardaré su secreto, de forma que, bajando la voz, me dice, «Si usted quiere, otro día le llevaré a uno de esos camposantos cubiertos por la maleza, que todavía conserva tumbas y cruces, aunque ya no queda casi nada, porque el lugar ha sido profanado muchas veces. De todos modos, le va a gustar, porque verá que habrá flores de la pasada Virgen de Agosto. Que todavía quedan lejanos descendientes emigrados de los que allí enterraron». Amén le digo (me guardo para mí que ese humilde cementerio si lo conozco).
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