Cuando los ingenieros de caminos desembarcaron en estas sierras con el fin de domesticar las aguas, y ascendieron a sus puntos culminantes, se encontraron con sucesivas cadenas de montañas, olas gigantescas dentro de un mar embravecido. Una gran isla orográfica y climática. Un extenso mantel de altas crestas y profundos valles que se comportaban como un extraordinario recolector de aguas y nieves de los cielos. Eran las montañas donde tenían su guarida los salvajes y caudalosos ríos que veían pasar por las tierras bajas camino de sus diferentes mares. Eran las montañas de las cabeceras del Guadalquivir y del Segura, un manadero de aguas indómitas. Así pues, pronto empezaron a trazar planes para levantar presas en las cerradas más favorables, con las que embridar las impetuosas aguas de los deshielos, con el fin de evitar inundaciones y generar riqueza.
La primera en construirse fue la de la Fuensanta en el río Segura (1933), a la que seguiría la del Tranco en el Guadalquivir (1944), la más soberbia de todas, objeto de esta historia. Después vendrían las de la Vieja en el Zumeta (1955), la de Anchuricas en el Segura (1957), la Bolera en el Guadalentín (1967), San Clemente en el Guardal (1990) y el Portillo en el Castril (1991), amen de otras más pequeñas o alejadas.
La gestación del Tranco fue larga. Aunque constan planes y anhelos de terratenientes a mediados del siglo XIX, realmente la presa se ideó en 1902, si bien el primer proyecto serio no llegaría hasta 1912. No obstante, habría que esperar a 1930 para que se iniciaran los trabajos de excavación y a 1934 para acabar los de hormigonado. Pero aún quedaban imprescindibles remates que la Guerra Civil interrumpió, de forma que el cierre de compuertas no se llevó a cabo hasta el 28 de febrero de 1944. No obstante, la obra no fue inaugurada formalmente por Franco hasta el 28 de mayo de 1946 para dar tiempo a que luciera con agua. Para ese momento, fértiles vegas, cortijadas y un pueblo entero (Bujaraiza, con 300 almas) habían empezado a quedar bajo las aguas, tras ponerle el tapón a una cuenca de 550 km2, con una capacidad de almacén de 500 hm3. Para la época fue una gran obra de ingeniería, que la situaba como el segundo mayor embalse de España y el tercero de Europa. Pero había otras excepcionalidades ingenieriles. Una de ellas fue la construcción de un elevador de madera con rampa-túnel de caída y canal de traviesas que recorría el pantano para conducir las maderadas. Otra fue su central hidroeléctrica subterránea, una de las primeras de la época, o la notable altura de la presa, de 95 metros.
«Un mar de azules aguas, entre verdes pinos». El Tranco, el mar del Alto Gualdaquivir, en las sierras de Cazorla y Segura
Pero aparte de la pantalla de hormigón y de modificar el paisaje inundando tierras de los valles de los ríos Hornos y Guadalquivir, lo más trascendental fue el importante cambio social, etnográfico y ambiental que llevó aparejada indirectamente esa obra. Posiblemente fue el principio adelantado del fin de una época de autarquía y aislamiento serrano, que llegaría sin remisión más tarde, sobre los años 60, a todas las comarcas rurales de España. A ello contribuyó decisivamente, en este caso, que entre 1928 y 1929 se abriera la carretera de acceso a la presa desde los prósperos pueblos olivareros de la Loma. Y a que en 1930 se construyera el poblado que albergaría a casi el millar de trabajadores del embalse, procedentes en gran parte de aquellos contornos. Unos se alistaron voluntariamente, mientras que otros llegaron más o menos obligados tras las primeras expropiaciones de las tierras que quedarían inundadas. Años más tarde, irían poco a poco saliendo de la Sierra los habitantes de cuevas, covachos, chozas, cortijos y cortijadas que vivían principalmente de labrar y de la ganadería. Fue un proceso que se auto aceleró al ir extendiéndose las comunicaciones con una buena red de caminos forestales. En esa diáspora social hubo de todo. Gentes que emigraron, gentes que fueron realojadas en pueblos del Instituto Nacional de Colonización, algunos lejanos, y otras que se engancharon a trabajar para el Patrimonio Forestal del Estado. Roturadores que vendieron o fueron expropiados y trabajadores forestales fueron realojados finalmente en el poblado de Coto Ríos, a partir de los años 60.
Pretendía la administración tener pleno dominio sobre el territorio para reforestar y corregir hidrológicamente la cuenca vertiente al embalse. Así fue como la cuenca sería declarada de interés forestal nacional en 1941. Ello generó un profundo cambio en el modo de vida de los serranos y más tarde una imparable transformación del paisaje, que fue cubriéndose y cerrándose de pinos y de monte. Aquellas inmensidades forestales del Estado fueron la antesala del Coto Nacional de Caza, creado en 1960, y posteriormente del actual Parque Natural, el espacio protegido más extenso de Europa.
Poco a poco, lentamente, aquellas emigraciones, forzosas y voluntarias, que de todo hubo, fueron asimilándose ante la contundencia de un mar que se había apoderado del territorio y que bañaba grandes islas, ensenadas y playas. Al final, ¡qué remedio!, los serranos fueron acostumbrándose a la contemplación de un horizonte de aguas azules y verdes pinos. Así fue como se empezó a asimilar, adoptar y a beneficiarse finalmente de este mar serrano. Desaparecieron las roturaciones, aminoró mucho la ganadería, pero floreció la cubierta vegetal y la fauna, y con ella el turismo, que incorporó inmediatamente el embalse como elemento atractivo que sumaba al de bosques, ríos y calares. Se intensificó el interés por la pesca y los deportes náuticos. Mientras, las orillas del agua eran frecuentadas por visitantes, fotógrafos y zoólogos, muchos de la mano de los reportajes de la berrea de Félix Rodríguez de la Fuente. Muy notable fue el auge del turismo cinegético, auspiciado por la propaganda del régimen y de las personalidades que venían a cazar. Y durante muchos años se mantuvieron con mucha fuerza los trabajos forestales de conservación. La Sierra viró claramente hacia una vocación conservacionista, recreativa y turística. Se construyeron hoteles, casas rurales, ventas, restaurantes, camping y embarcaderos. Mientras, río abajo, los generosos desembalses primaverales y estivales dejaban riqueza en forma de electricidad y fertilidad a tierras ribereñas del Guadalquivir. Eso sí, nada quedó de esos aprovechamientos en la Sierra.
Esas colas y ensenadas del pantano eran escenario de luchas de celo, de combates, de berreas otoñales, a las que acudía Rodríguez de la Fuente y multitud de visitantes y turistas
Y así ha sido como el embalse ha pasado a incorporarse al imaginario popular serrano, con bellas postales que son hoy seña de identidad querida de estas sierras de Cazorla y Segura. Algo parecido a lo del Tranco, con su escala correspondiente, ocurrió con el resto del embalses que taponaron los demás ríos que discurrían por sus respectivos valles.
Aquellas sucesivas cadenas de montañas, que antaño contemplaran los primeros ingenieros de caminos, siguen semejando hoy olas gigantescas dentro de un mar embravecido. Pero ahora, por el fondo de los valles se ven discurrir serpientes de agua, fiordos noruegos de azules aguas entre apretadas laderas de verdes pinos.
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