«En dificultades» . Atravesando el río Fardes (foto Biblioteca de Andalucía)
Sobre estas fechas, en los meses de septiembre y octubre, son proclives las condiciones meteorológicas que dan lugar a aguaceros intensísimos (esos que son consecuencia de tormentas que los hombres del tiempo llaman ahora ciclogénesis explosivas), que suelen desembocar en inundaciones catastróficas. Es lo que se conoce como fenómenos tipo «gota fría», grandes masas de agua evaporada desde un cálido Mediterráneo, formadas por condensación gracias a la presencia de aire frío en altura. Ello acarrea lluvias torrenciales en el sureste español, y especialmente en la franja costera que va del Levante a Granada. Hace sólo unos días sufrimos efectos dramáticos en parte del litoral entre Granada y Almería, en pueblos como Albuñol, La Rábita, Adra o Dalías. Los mismos pueblos (y otros aledaños) que todavía recuerdan con pavor la avenida catastrófica del 19 de octubre de 1973, que se llevó por delante varios cientos de almas. Aunque no venga a cuento en este artículo, no me resisto a decir que, desde entonces, poco hemos puesto de nuestra parte para minimizar los efectos (salvo algunos encauzamientos de hormigón), sino más bien al contrario. Los invernaderos litorales ocupan muchas zonas inundables y en bastantes ocasiones lamen o incluso se comen literalmente el mismo cauce de ramblas y barrancos, sin dejar espacio para que el agua tenga camino expedito al mar.
Pero a lo que iba, en general, la Península no se salva de lluvias torrenciales y de la correspondiente formación de avenidas, que también tienen un punto álgido en primavera, cuando coinciden precipitaciones intensas con la fusión de nieves acumuladas en las montañas. A fin de cuentas, toda la geografía española está plagada de puntos negros de inundaciones, de arroyos, ramblas y ríos que se llevaron por delante vidas humanas, cuyo número, si las juntáramos todas, estremecería.
La mayoría de las desgracias en estos casos ocurren al llevarse las aguas enfurecidas viviendas, vehículos y personas en lugares más o menos alejados de los cauces, casi siempre (porque hay llamativas excepciones) en las llanuras de inundación, que en una racional planificación urbanística deberían haberse respetado. Ya se sabe el dicho que se utiliza en estos casos, de que el río no hizo más que reclamar sus escrituras. Lo que ocurre, es que en bastantes ocasiones esas escrituras exceden ampliamente los límites fluviales naturales, y ello tiene que ver con los obstáculos que a los canales de drenaje (léase ríos, ramblas, etc) ofrecen multitud de barreras artificiales, como pueden ser los invernaderos antes citados, carreteras, urbanizaciones, vías de tren, etc., que retienen, embalsan y amplifican los caudales instantáneos, que se cargan así de arrastres sólidos y modifican los rumbos naturales de las aguas. Y ahí si que causan daños y desgracias irresponsables e injustas, si es que estas palabras se puede aplicar aquí. Pero ese es otro cantar, en el que hoy no puedo detenerme, porque son desgracias que siendo relativamente evitables, no lo son tanto, que también, por actitudes personales.
En este artículo me interesa hablar de las desgracias que ocurren en el vadeo en vehículos de cauces, cuya responsabilidad en la mayoría de las ocasiones sí es personal e intransferible, y por tanto más fácilmente evitables que las anteriores. En esos casos, ante un vadeo comprometido o peligroso, es mejor sentarse a esperar o darse la vuelta. Ahora que todo el mundo lleva móvil que graba vídeos, y que es fácil y habitual verlos colgados en Internet (ese chivato universal), estamos aprendiendo mucho sobre cómo se forman las avenidas y cómo ocurren en directo las desgracias que suelen conllevar. Esas imágenes, algunas espeluznantes (ver vídeo) deberían servir para sensibilizarnos y para ser prudentes, aunque ya se sabe aquello de que no escarmentamos en cabeza ajena.
Carretera inundada en el término municipal de Arboleas (Almería) en las lluvias torrenciales del pasado 7 de septiembre (foto Ideal.es)
En general, el peor enemigo de los hombres en estos casos es el exceso de confianza, y también la impaciencia. Unas veces porque conocemos perfectamente el puente o vado, y lo consideramos inofensivo al verlo habitualmente seco o con caudales controlados. Y otras veces porque desconociendo el lugar, consideramos que la crecida no es suficiente para causarnos daño alguno, si acaso ofrecernos un buen subidón de adrenalina. Y pecamos de impaciencia, porque cuando sí que somos conscientes del peligro, la pereza de dar un amplio rodeo, o la «necesidad» de llegar a nuestro destino en hora (el maldito tiempo y las prisas), nos empuja a una aventura, que no siempre acaba bien. Aquí hacen un papel efectivo los cortes de carretera que imponen los agentes de la autoridad, pero hay que tener en cuenta que pueden existir en el área azotada por la tormenta cientos de puentes y vados de barrancos, arroyos y ríos en carreteras y carriles.
Perdida la prudencia y la paciencia, y acometido el vadeo, pueden ocurrir varias fatalidades. Una es que las aguas de la crecida estén ocultando ladinamente un socavón, o que la profundidad del agua sea mayor de la estimada (eso ocurre con mucha frecuencia en los vados sin losa de hormigón). Basta con que el agua nos llegue hasta las rodillas y tenga cierta fuerza para crearle problemas al coche. En esos casos, el vehículo entra en flotación, y suavemente, incluso, empieza una deriva aguas abajo, que ya suele ser imparable. Entonces, dependiendo de la anchura y velocidad de la corriente, pueden (o no) los ocupantes quedarse únicamente con un susto de muerte o con algo más.
Otras veces, cómo hemos visto en numerosos vídeos, se tiene la fatalidad (aquí es más impredecible el riesgo y más disculpable la imprudencia) de ser alcanzados por el frente o cabeza de la avenida justo en el instante en el que estamos atravesando el cauce, que puede haber permanecido incluso prácticamente seco hasta esos precisos momentos. Es frecuente que una ola (algunas veces gigantesca) de palos y brozas venga abriendo paso a la gran masa de agua. Ello puede corresponder como hemos dicho, al frente de avenida, o también a la rotura de diques previamente formados por atranques en el canal de desagüe principal o en sus tributarios. Si eso nos coge no hay escapatoria posible. Aquí solo vale pasar con las ventanillas bajadas la vista puesta en el cauce y, sobre todo, con los oídos bien aguzados, porque el ruido avisa.
Por fin, otras fatalidades ocurren si al paso de nuestro vehículo cede o colapsa el puente en cuestión. Tampoco aquí hay escape posible. Cuando el agua, y sobre todo su carga sólida (arrastrada y flotante), no caben por los ojos del puente, el nivel de la corriente asciende hasta desbordar por la rasante. ¡Ojo, alerta aquí! Aunque el agua que pase sobre la calzada en ese momento sea apenas del grosor de una hoja, la que está circulando bajo el puente es impresionante, y ello significa que su estructura está siendo sometida a esfuerzos importantes. En esos casos, el paso no compensa el riesgo que se corre, salvo que se trate de puentes muy robustos y con experiencia, que se hayan visto en esas y peores situaciones.
Imagino que estas observaciones que expongo aquí, que seguramente sonarán algo paternalistas, van a servir de poco, ya que aparte de conocidas de sobra, solemos pensar que a nosotros estas cosas no nos van a ocurrir. Pero la realidad es muy tozuda, y todos los años el vadeo de cauces desbordados recoge su cosecha de vidas humanas. Pero en fin, dicho queda ahora que estamos en unas semanas especialmente propicias a tormentas e inundaciones súbitas y locales.
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