Vista del Monumento Natural de la Cueva del Gato desde el mirador de la carretera de Ronda a Benaoján (foto Antonio Castillo, 11 de mayo de 2015)
Tenía pendiente esta entrada, una reflexión en voz alta, desde que en mayo de 2015 comprobé que la chopera de la fotografía ocultaba la salida del río Guadares por la boca de la monumental cueva del Gato (Benaoján, Málaga). Nada nuevo, una situación frecuente en muchos miradores, balconadas, panorámicas y monumentos. En realidad, desde que el hombre se hizo contemplativo la controversia sigue abierta. No obstante, imagino que antiguamente el litigio era menor, de manera que cuando un espigado árbol o una densa arboleda tapaban lo que se creía de mayor interés, la administración la podaba o la cortaba, y punto. Hoy las cosas han cambiado sustancialmente, de manera que cortar un árbol, y no digamos si son varios, es cosa seria, aunque lo hagan sus propietarios o la propia administración, según los casos. Y, también es verdad que motivos no faltan, porque todos conocemos talas de árboles valiosos, innecesarias o abusivas (y con más razón si se realizan por la administración pública).
En Granada, ciudad donde vivo, es la pertinaz lucha que libran desde hace siglos los jardineros de la Alhambra (Patrimonio de la Humanidad) para que los árboles no tapen al conjunto monumental, que tan espléndidamente se divisa desde el barrio del Albaicín (también Patrimonio de la Humanidad). De este modo, la bellísima y universal estampa de la Alhambra, que millones de turistas contemplan y fotografían cada año desde las calles y plazas del barrio (de día y de noche) no sería posible si no se entresacaran árboles y desmocharan anualmente las altas copas de su bosque (ahora mayoritariamente almeces). E igual podría decirse de otros muchos monumentos protegidos.
Hace tiempo escribí en este mismo blog un artículo que tenía cierta relación con esto, y que titulé “Ríos embovedados de vegetación”. En aquella ocasión reflexionaba sobre cómo de unos años a esta parte los cauces de los ríos se han emboscado extraordinariamente, hasta el punto de quedar literalmente encofrados por una tupida maleza (no digo arboleda, que también). Abandonados prácticamente los usos tradicionales, avanzar por las márgenes es tarea imposible, así como divisar siquiera muchas veces el agua, aunque sepamos que está allí porque la oímos. En el artículo citado exponía que ese proceso, aunque lo parezca, no es tan natural como podría pensarse, e intentaba explicar algunas de sus causas. Una de ellas es que la derivación, represa y sobreexplotación de los ríos ha hecho menos frecuentes e intensas sus periódicas avenidas, que eran las que mantenían los bosques de ribera más limpios de malezas, sin necesidad de acudir al diente del ganado, o a cortas y desbroces, que antaño eran habituales.
Y enlazo con el asunto que da pie a este artículo. Verán. Un radiante domingo primaveral, camino de la cueva de la Pileta, fui a detenerme en el mirador de la carretera que se asoma en balconada sobre la cueva del Gato. Se trataba de un ritual que habían ejecutado desde tiempos inmemoriales muchos otros antes que yo, atraídos por el espectáculo visual y excepcional de contemplar un río que brotaba de las fauces de una especie de gato de piedra, motivo del nombre de la cueva de la que hablamos. Una perspectiva en alto permitía dominarla bien, de forma que desde ese lugar se habían realizado multitud de pinturas, dibujos, grabados y, más recientemente, fotografías, imágenes que dieron a conocer mundialmente la citada cueva. Las primeras procedían de ilustres viajeros románticos (ingleses la mayoría) que recorrieron esa enigmática serranía de Ronda en los siglos XVIII y XIX, cuando los bandoleros todavía campaban a sus anchas por estos abruptos territorios. En Travels through Portugal and Spain (1772), Richard Twiss destaca el espectáculo de un torrente saliendo de una gran caverna. Y como ese, se podrían citar otros libros y diarios extranjeros (en Manantiales de Andalucía, 2008, hay un artículo dedicado a las impresiones que causó esta cueva a algunos de los primeros viajeros románticos). Pues bien, aquel día un ramillete de frondosos álamos, plantados ex profeso (en 1996 no estaban), ocultaban la salida del río subterráneo, amenazando en poco tiempo con tapar incluso la abertura superior de la cueva. No había dosel arbóreo, más bien parecía la típica pantalla o barrera vegetal que se receta más bien para la ocultación de canteras y vertederos clausurados. Cuando inicié mi descenso fui perdiendo cota, de forma que efectivamente las copas de los árboles me taparon completamente la cueva. Al atravesar el río Guadiaro, que discurre entre el mirador y la cueva, un rugido de aguas nacientes daba a entender el inminente encuentro. Ahora si. Ante mis ojos se mostró misteriosa (como siempre) y altiva, más si cabe, la cueva. Ello supongo que era efecto de la proximidad y de la relativa sorpresa del encuentro. La estampa era bella, no cabe duda, pero la grandiosidad del lugar se mostraba disminuida por una visión excesivamente a bocajarro y limitada, sin esa necesaria perspectiva que brinda la distancia.
Aparte de ello, junto al agua y bajo la sombra de los álamos, varias familias desplegaban a aquellas tempranas horas de la mañana sillas, tumbonas, mesas, mantas, neveras y viandas para pasar cómodamente el domingo. Aquello era un área recreativa y de baños en toda regla, con barbacoas y una gran poza represada, convertida en piscina natural. No sé, en otoño e invierno no había caído, pero ahora me chocaba el paisanaje que contemplaba con la declaración de la cueva como Bien de Interés Cultural en 1985 y Monumento Natural del Andalucía en 2011 (dentro del Parque Natural de la Sierra de Grazalema). Lo más probable es que las declaraciones de protección de la cueva la han convertido, aún más, en lugar de peregrinaje, lo que consecuentemente ha movido a las administraciones a acondicionar el entorno para recibir a sus visitantes, ejerciendo todo ello un nuevo efecto llamada, retroalimentado de ese modo. Las cosas están llegando a un punto de masificación, ante una excesiva afluencia para un espacio tan reducido, que este verano de 2018 el ayuntamiento de Benaoján ha empezado a cobrar entrada a los bañistas.
Para mí, la belleza de ese enclave, quizás deformada por mi condición profesional y de amante del patrimonio geológico, necesita de un espacio exento (también de personas) que permita ver la cueva, la piedra, y, por encima de todo, el agua, ese elemento mediterráneo escaso y vital, junto al que crece lo verde, que refuerza la belleza del conjunto si está equilibrado en el espacio. Es lo que correspondería a los excepcionales valores paisajísticos, geológicos e hidrológicos, que fueron los que justificaron las figuras de protección aludidas.
Invierno-primavera y casi diez años separan estas dos imágenes (marzo 2006 izquierda y mayo de 2015 derecha. Fotos Antonio Castillo)
Retorné al mirador de la carretera y proseguí mi camino. Apenas 500 metros más adelante, una venta a la derecha indicaba que en ella, aparte del café que urgentemente necesitaba, se vendía queso de cabras payoyas, e hice otro alto. Como si fuera obra del destino, de sus paredes colgaban tres preciosas fotos de época de la cueva del Gato. Aparecían tituladas y fechadas en 1890 («Cueva del Gato»), 1895 («Construcción del ferrocarril») y 1900 («Puente del ferrocarril acabado»). La de 1890, antes del paso del ferrocarril, era especialmente hermosa, con la belleza cromática que ofrece el blanco y negro, la nostalgia de lo irrepetible y la pátina romántica con que tiñe el tiempo a las fotos antiguas. Aunque no me cogió por sorpresa, quedé nuevamente maravillado por la espléndida y salvaje visión que contemplaron los primeros viajeros románticos que recalaron en aquella salvaje Serranía de Ronda de los siglos XVIII y XIX, cuando el tren todavía no pasaba por allí, y no había apenas turistas ni visitantes.
Imágenes de la cueva del Gato sin arboledas, a la izquierda, foto Fundación Endesa, sin fecha conocida, y a la derecha, foto “Benaoján, memoria del agua”, 1996
Días después, colgué la foto de la alameda y la cueva en facebook, seguida de un escueto comentario en el que pedía parecer sobre si era o no oportuno desmochar, entresacar o talar los árboles. Es un experimento social que de vez en cuando hago para testar sensibilidades y opiniones. Inmediatamente empecé a recibir comentarios. Un buen número de ellos no aprobaban mi parecer (políticamente incorrecto, añado), defendiendo el “derecho a la vida” de aquellos álamos. Argüían que, aunque plantados y sin especial valor, llevaban tiempo y, sobre todo, formaban parte esencial de la concurrida área recreativa existente en el lugar. Consideraban que esa alameda era imprescindible para pasar los plomizos festivos estivales junto a la gran poza convertida en piscina natural. Otros había que no veían contradicción alguna entre árboles y cueva, sino más bien todo lo contrario, y unos pocos indicaban, además, que había fauna asociada que se beneficiaba de los álamos. También encontré conformidad y receptividad con mis reflexiones.
Prudentemente mostré mi disconformidad, pero era imposible debatir, los argumentos estaban en planos diferentes, unos eran técnicos (fríos) y otros pragmáticos y sentimentales (calientes). En una consulta ciudadana no sé lo que saldría, pero si esta fuera restringida a la población local, estoy seguro que la alameda se mantendría (la cueva la conocen de sobra), y, una vez cumplida su vida útil se apostaría por reponerla. En cualquier caso, parece más que probable que las cosas cambien poco. Solo cuando diga de reponerse la alameda cabrá, si acaso, la posibilidad de poner de nuevo sobre la mesa este viejo debate entre ciudadanos, gestores, científicos y responsables políticos. Podría entonces dejarse la boca de la cueva expedita, parecida a como la pintaron los viajeros románticos y correspondería, a mi juicio, al respeto debido a un BIC y a un monumento natural geológico. Una solución de consenso o intermedia podría ser la plantación de árboles de sombra de menor porte, densidad y altura. El tiempo dirá.
Textos relacionados:
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