Cuando cursaba los últimos años de Geología en la Universidad de Granada (en la especialidad de hidrogeología), hacia finales de los 70, la teoría decía que había rocas permeables, semipermeables e impermeables. Entonces (y ahora), los materiales geológicos se dividían en atención a su comportamiento frente al agua en acuíferos (permeables), acuitardos (semipermeables), acuícludos y acuífugos (ambos impermeables). En consecuencia, en los mapas hidrogeológicos sólo aparecían coloreados los materiales acuíferos (kársticos y detríticos generalmente), dando a entender que el resto (con trama, pero en blanco) eran terrenos despreciables o con escaso interés a efectos de alumbrar y explotar aguas subterráneas.
Por eso era lógico esperar que todos los esfuerzos de investigación, los proyectos, las tesis y las publicaciones tuvieran por objeto prioritario a las unidades acuíferas, casi siempre kársticas en el ámbito de las Cordilleras Béticas, el territorio donde me formé profesionalmente. Hay que recordar el contexto de la época, en la que miles de kilómetros cuadrados de excelentes acuíferos estaban a la espera de ser estudiados por unos pocos hidrogeólogos.
Pero cómo «no todo el monte es orégano», en bastantes ocasiones me vi «obligado» a lidiar con materiales acuitardos, acuícludos y acuífugos. Entonces, poco a poco fui descubriendo que la impermeabilidad era un concepto genérico y relativo. El ejercicio profesional, el contacto con las gentes del campo y la observación del terreno que pisaba, la experiencia en definitiva, me fue abriendo los ojos, matizando y poniendo en su sitio el concepto de permeabilidad. Lo dictado por nuestros magníficos profesores era correcto, nada que objetar ahí. Las leyes físicas de circulación de fluidos lo avalaban, de forma que el concepto aguantaba la pizarra y el laboratorio, especialmente en lo que a la permeabilidad vertical se refería (muy diferente a la horizontal). Pero no ocurría lo mismo en la naturaleza, siempre «díscola», heterogénea, cambiante e impredecible, dispuesta a llevarle la contraria a la menor oportunidad a los científicos y a sus leyes, y no digamos a sus modelos matemáticos de predicción o simulación.
Como suele ocurrir, mis más sólidos aprendizajes vinieron de los fracasos, algunos embarazosos. Todavía recuerdo cuando, las primeras veces, tras estudiar una zona en el mapa geológico y echar un vistazo de campo, sentenciaba: «Aquí no hay agua, no la busque usted, que son materiales impermeables» Después venía algunas veces el bochornillo, cuando el cliente a la menor oportunidad se hacía el encontradizo para decirme con cierto retintín: «Oiga, pues sabe usted que pinchamos en la misma puerta del cortijo, para que irnos más lejos, donde había marcado el zahorí (esto lo decían para zaherir, ¿de zahorí?, más mi honrilla) y salió agua. Vamos, que estamos contentísimos, y ya va para tres años». Para mis adentros aquello era una ofensa a mi dignidad de recién licenciado. Intentaba consolarme pensando, «bueno, ya hablaremos de aquí a unos años, a ver si es verdad que el agua se mantiene o se agota». Y aunque en bastantes ocasiones esos sondeos se secaban (no me lo decían naturalmente), otras veces siguieron (¿incomprensiblemente?) dando un preciado caudal, para escarnio personal. Es verdad que eran pozos pobres, pero valían perfectamente en muchas ocasiones para el cometido que de ellos se requería, dar de beber a una cortijada o regar una pequeña superficie.
Y así, pisando el terreno, fueron cayendo uno tras otro todos mis mitos de impermeabilidad. Los granitos y cuarcitas de Sierra Morena, los esquistos de Sierra Nevada, las margocalizas de las Béticas o los limos arcillosos de las depresiones internas. Caí en la cuenta que, aunque menos cantidad y más difícil de encontrar, en todos esos materiales había agua ¡y manantiales! El proyecto «Conoce tus Fuentes» (www.conocetusfuentes.com), ese inventario participativo de los manantiales de Andalucía, que ya va para 11.000 catalogados, vino a poner en evidencia que existen (muchos) manantiales en los «impermeables», indicativos de que las aguas circulan por ellos.
E igual que me ocurrió a mí, les ha venido pasando a la mayoría de los colegas de profesión que han prospectado esas «malditas» rocas en busca de agua o han investigado sobre ellas. No en vano, una vez hechos los estudios infraestructurales de nuestros mejores acuíferos, en los últimos tiempos se ha producido un importante auge doctrinal de la hidrogeología de rocas duras y de la de medios porosos de baja permeabilidad.
Y así, madurando y trasegando en el día a día, el que termina curtiendo a cualquier profesional, empecé a comprender mejor cómo no funcionan con demasiada frecuencia las barreras hidrogeológicas de muchos acuíferos; o cómo las reglamentarias Masas de Aguas Subterráneas o los perímetros de protección son figuras paliativas, con una eficacia limitada en demasiadas ocasiones (artículo); o cómo la epidermis terrestre semeja un papel secante, por el que el agua se desplaza con pocos límites y barreras, sobre todo movida por los gradientes hidráulicos desencadenados por el hombre en cada momento y región (artículo).
Son muchos los sucedidos que vendrían a cuento y que podría rescatar de mi memoria, pero harían demasiado largo este articulillo, en el que lo que quería comentar ya está dicho. Si acaso, puede valer una experiencia ocurrida hace solo unos pocos meses, cuando estudiaba la propagación de cierta contaminación del agua a través de una formación bastante arcillosa. Conociendo cómo se las gastan estos materiales de grano fino, no me sorprendieron, ni a mí, ni a otro «senior», los resultados obtenidos, pero sí, y mucho, a los dos jóvenes hidrogeólogos «junior» que nos acompañaban, pese a que ya estaban sobre aviso. El seguimiento hidrodinámico de un pequeño sondeo perforado a testigo continuo en una arcilla «botijera» (perfectamente útil para hacer pipos y cántaros) nos sirvió para comprobar que no ejercía de barrera a la contaminación, aunque la ralentizaba mucho, y que era posible obtener de dicho sondeo 200 litros diarios de agua contaminada con recuperación de niveles si se activaba por bombeo el suficiente gradiente hidráulico.
Entonces, los miré, y me identifiqué con aquellos ojos inocentes y curiosos de recién graduados, en los que reconocí los míos de hace casi cuatro décadas. ¡Inexperta, pero bendita juventud!
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