«Choque de territorios», la Vega de Granada (en retroceso) enfrentada a la ciudad (en avance)
Mañana, viernes 13 de noviembre, se inauguran en Granada las I Jornadas Federación Intervegas con el objetivo de crear dicha Federación, en defensa de esos territorios agrarios excepcionales, olvidados y habitualmente maltratados. Para la ocasión, me ha parecido oportuno plasmar en este «papel digital» algunas reflexiones, que he ido acrisolando a lo largo del tiempo. Fue en 1982 cuando inicié mi particular idilio con la Vega de Granada, a raíz de los recorridos de campo que hacía en un 4L para la Tesis Doctoral sobre las aguas del acuífero. Algo ha llovido desde entonces, y mucho he visto cambiar, desgraciadamente a peor, mi añorada vega, imagino que igual que les pasaría a otros antes. La Tesis de María del Carmen Ocaña, en 1974, que fue importante referente bibliográfico, se hacía eco de una vega menos alterada de la que mis ojos vieron, apenas 10 años más tarde. Para los que no conozcan el territorio, la Vega de Granada es una vasta llanura aluvial (de 200 km2 de extensión), formada por sedimentación de los arrastres cuaternarios de los ríos que drenan, fundamentalmente, la fachada occidental de Sierra Nevada (Genil, Monachil y Dílar).
La génesis fluvial de las vegas las ha dotado de un conjunto de singularidades, más o menos comunes a todas ellas. A saber: se trata de terrenos llanos, compuestos por sedimentos detríticos de aceptable permeabilidad y drenaje, origen de buenos acuíferos. Depósitos o almacenes naturales utilizados desde épocas remotas para regular y recargar aguas de invierno, que poder extraer en verano o en periodos secos, desde manantiales, pozos y norias. Su relación genética con los ríos, que les dieron vida, es existencial, de modo que, cercenada esa vinculación, las vegas van muriendo o transformándose en terrenos diferentes. Los riegos a manta con aguas turbias de tormentas, con aguas residuales, los entarquinados y las periódicas inundaciones las han ido dotando a lo largo de los siglos de capas orgánicas superficiales potentes y ricas, razón de sus elevadas fertilidades y altas productividades agrícolas.
Por esas y otras muchas razones, las vegas fueron desde antaño lugares codiciados por el hombre, cuyas sucesivas civilizaciones buscaron además los ríos que las formaron como corredores para desplazarse, para el transporte, para el abastecimiento y la pesca. Hombres que anhelaron también las vegas como despensas de alimento (agricultura, ganadería y caza). No obstante, el hombre antiguo evitó construir sobre ellas por tratarse de terrenos insalubres, húmedos y, sobre todo, inundables, pero también porque con ello destruían feraces terrenos que les daban de comer. Las aguas de boca y de riego estaban aseguradas desde los ríos, es verdad, pero también desde los saturados aluviones acuíferos, especialmente en sectores alejados del río y durante los estiajes más prolongados.
La Vega de Granada, una enorme llanura aluvial que se extiende a los pies de Sierra Nevada, atravesada por el río Genil, va sucumbiendo poco a poco al avance (en «manchas de aceite») de las construcciones (foto Junta de Andalucía)
Paisajes que, aparte de ricos y productivos, eran hermosos. Bellos puzles y tapices formados por retazos de cultivos, humedales, perdidos, arboledas, frutales, setos, alamedas, riberas, ríos y acequias. Con el tiempo, el hombre fue poco a poco estropeando esos frágiles y hermosos ecosistemas agrarios. Primero fue el estrecho abrazo de las ciudades a las orillas de los ríos, en las que buscaban al mismo tiempo aguas de calidad con las que nutrir sus redes de acequias, y eficientes canales de evacuación de desechos y aguas negras. Pero claro, los ríos de vez en cuando se enfurecían y arramblaban con haciendas y vidas. Solución, canalizar o, lo que es mucho peor, embovedar. Se perdió con ello gran parte del atractivo que ese difícil matrimonio río-ciudad pudo haber tenido y conservado con el tiempo, para admiración de la humanidad en el caso de la universal Granada (ver La Granada acuosa, el río Darro).
Pero ese proceso, que tenía sus fundamentos y sus lógicas dentro de los cascos históricos de las ciudades, fue extendiéndose al extrarradio y a campo abierto, donde se siguió construyendo en zonas inundables y de vega, tanto en disperso como en concentrado. Todo un modelo urbanístico irracional y enloquecido, que fue requiriendo, conforme la población aumentaba, de mayores viales de comunicación que troceaban el territorio y atraían a su vez otras edificaciones. Y, entonces, fue necesario prolongar los encauzamientos y nuevas comunicaciones, y así sucesivamente.
Con ese pérfido proceso en bucle o espiral se puso en marcha (hace ya años) la lenta agonía de estos territorios amables y generosos para con el hombre. Las periódicas aguas de avenidas e inundaciones dejaron de fertilizar tierras y recargar acuíferos. Las corrientes, constreñidas por encañonados de hormigón, aumentaron sus velocidades, haciendo una eficiente labor de excavado de sus lechos, desconectando poco a poco los ríos de las márgenes (antiguas llanuras de inundación). Aparte de ello, otras acequias y terrenos han sido cercenados por viales, barreras y construcciones de diferente tipo. Y, es verdad, tampoco corren buenos tiempos para la agricultura tradicional, lastrada por el minifundio, la globalización y las habituales oscilaciones de los mercados. Su rentabilidad es pequeña, así como insuficiente el relevo generacional, de forma que esas mismas tierras de cultivo se van rindiendo, en forma de lento goteo, al abandono y a la especulación urbanística. Una espiral que es necesario romper, con muevas ideas, ayudas, incentivos e impulsos. Si no lo conseguimos, estaremos destruyendo fértiles tierras, únicas e irrecuperables, que en el futuro muy seguramente volveremos a necesitar como despensa de alimentos (soberanía alimentaria se dice ahora a esta sabia estrategia de autoabastecimiento). Y ello sin contar, la enorme pérdida histórica, cultural, etnográfica, ambiental, educativa y de ocio que estos espacios agrarios y verdes tienen para la población, a las mismas puertas de las ciudades.
A la par que eso ocurre, vamos vaciando los depósitos de aguas subterráneas, que se nutren en buena parte de filtraciones y retornos de las actividades ligadas al regadío. Descensos freáticos que, de ser importantes, afectarán directamente a miles de captaciones de riego y de abastecimiento (Granada misma dispone de una batería de sondeos de emergencia), además de provocar en el futuro asentamientos diferenciales y deterioros estructurales en viviendas y obras civiles, con un incremento, además, del poder destructivo de los movimientos sísmicos. Y no quiero seguir, porque cuando se va en la dirección de trastocar tan drásticamente un sistema agro-cultural de casi 10 siglos son inevitables los reajustes, que casi siempre terminan pasando su particular factura al hombre (en cadena o en efecto dominó).
200 km2 de terrenos llanos y fértiles regados por abundantes aguas del deshielo de Sierra Nevada. Un paradisíaco vergel a los mismos pies de la universal ciudad de Granada que, si nadie lo remedia, se irá troceando y extinguiendo poco a poco
Y por si fuera poco, una homogénea y miope política europea de modernización de regadíos, muy razonable en su conjunto, pero que no atiende a especificidades climáticas, hidrológicas, ambientales, ni históricas (especialmente del sur de Europa), pretende ahora que se riegue (obligatoriamente) por goteo o aspersión. De no impedirse tal desafuero en estos territorios históricos tan especiales y vulnerables (en donde se incluirían también los de agricultura de montaña), se habrá dado la puntilla a estos espacios de recarga y cultivo que conocimos y hemos denominado «vegas tradicionales».
Realmente, esta Federación Intervegas, que mañana arranca andadura, tiene mucho trabajo por delante. Enfrente se va a encontrar con unos colosos formidables, la especulación y la ausencia de protección efectiva por torpeza o, lo que es peor, por corrupción, mal hacer o dejadez política. Querría pensar que las cosas pueden cambiar y que no todo está perdido. Las nuevas generaciones juzgarán. No soy optimista, lo siento.
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