La droga del móvil está causando estragos entre los adolescentes, que han renunciado a contemplar a la Madre Tierra si no es a través de las pantallas de metacrilato (foto Ideal)
Hace unos días, el 18 de octubre pasado, el periodista Esteban de las Heras publicó en Ideal de Granada un artículo de parecido título, El triunfo del gran jefe blanco. Esteban es un nostálgico del «campo, de sus cosas y de sus gentes», lo que le viene de sus vivencias de niño en San Martín de Rubiales, un pequeño pueblo burgalés a orillas del Duero. Sensaciones que, cada vez que tiene oportunidad (y la busca a menudo), nos trasmite con brillante maestría a través de su pluma, de forma que, para muchos de sus lectores del sur, ha puesto a su pueblo (del que, hay que decirlo, es hijo predilecto) en esta España nuestra, en la que tenemos la suerte de vivir. Pues bien, el artículo citado es una remembranza de recuerdos, luces, sonidos y olores de tiempos lejanos, una llamada de atención sobre la enorme brecha abierta entre el campo y las ciudades. Y, especialmente, también un quejido que alerta de la deriva de nuestros jóvenes, indigestados por un atracón de tecnología e información.
Sus escritos me recuerdan mucho a los que salieron de la cabeza y el corazón de otro castellano de pura cepa, del maestro Delibes, especialmente en su etapa madura. Muchas veces leí sus preocupaciones sobre el progreso voraz, incapaz de acompasarse con la Naturaleza. Un mundo que agoniza (1979) fue fértil fuente en la que bebí, pero hay otros libros suyos deliciosos que dejaron en mi juventud (cuando se conforman los caracteres de las personas) honda huella por su enorme amor hacia las tierras de Castilla La Vieja, que no entendía sin sus personajes, sin sus gentes («¿Qué interés tiene preservar la naturaleza… si no se encuentra allí a los que saben dar su nombre a la montaña y que, al hacerlo, le dan vida?»).
A lo que iba, sostiene Esteban que la droga del móvil está causando estragos en los adolescentes, que han renunciado a contemplar e interesarse por la Madre Tierra, si no es a través del metacrilato. Según él, las pantallas de Silicon Valley, que inundan los mercados, les están robando la mirada a las nuevas generaciones. ¿Les suena?, otra vez el progreso vertiginoso e inhumanizante frente a la Naturaleza. ¿Es necesario ir tan deprisa, producir tan deprisa, consumir tan deprisa?…
En 1855 el jefe de los indios Seattle, ante la presión para que su pueblo abandonara las tierras salvajes y se instalara en las ciudades, le dijo al jefe blanco Franklin (presidente de los Estados Unidos): «No hay silencio alguno en las ciudades de los blancos, no hay ningún lugar donde se pueda oír crecer las hojas en primavera y el zumbido de los insectos. No hay un solo sitio tranquilo en las ciudades del hombre blanco». Aquella batalla, como sabemos de sobra, la perdieron los indios de Norteamérica. Esa misma lucha, en España la ganó igualmente el jefe blanco a lo largo de la segunda mitad del siglo XX sin usar la fuerza. Las gentes de nuestros pueblos y campos se vieron forzadas a un éxodo masivo hacia los horrendos extrarradios impersonales de las ciudades.
Hoy, después de la rendición de los Seattle y del éxodo rural español, una nueva revolución, esta vez tecnológica, amenaza con desconectar del campo (más si cabe) a los jóvenes, que ya tampoco viven mayoritariamente en él. En las pantallas de sus tabletas, ordenadores y móviles ven vídeos acaramelados de animales y bellas postales de naturaleza, animales y lugares que no han visto ni pisado, que no han vivido, que no han sentido. En definitiva, paisajes y territorios que no conocen, que no aman y que, por tanto, malamente sabrán conservar en el futuro. Una vez más, el jefe blanco de Silicon Valley le ha ganado la batalla a la Tierra, le ha robado la mirada y el interés a las generaciones de ahora.
Vengo manteniendo desde hace tiempo que lo que no se conoce no se ama, y consecuentemente no se protege. Y las nuevas generaciones ya no conocen las cosas del campo, no por falta de tiempo, sino, lo que es peor, por absoluto desinterés. Marchan como zombis por las ciudades pulsando el alfabeto en la pantalla, ajenos a todo, atentos sólo al mensaje y a las fotos que brotan del cristal del aparato. Pero, por si ello no fuera suficiente, es que de aquí a poco tampoco habrá niños en el campo a los que enseñar. «El campo, sus cosas y sus gentes» languidecen, sin apenas ojos que las lloren, salvo los últimos padres supervivientes y los hijos que emigraron, gentes que, como Esteban, necesitan volver de vez en cuando a sus raíces, aunque también los hay que pasaron página para no emborronar sus felices recuerdos regresando a tierra quemada. Lo de ahora, a lo sumo, es uso del campo los fines de semana como vía de escape pasajera al estrés y a la rutina diaria.
En esas circunstancias, cómo explicarles a los que vienen detrás el olor a paja mojada, cómo distinguir un vencejo de una golondrina, cómo trasmitirles el sonido de las hojas del álamo temblón, cual es el canto de la dorada oropéndola, o cómo cruje bajo nuestros pies la blanca escarcha. De todas formas, en un país donde los pocos niños que hay tampoco quieren vivir fuera de las ciudades, el problema no será el cómo, sino el dónde.
Cada vez que Esteban regresa de su añorado y querido San Martín de Rubiales, donde aún es posible oler a estiércol y a humo de chimenea, viene cargado de nostalgias. «Acabo de volver de una tierra donde todavía manan las aguas cristalinas del arroyo Jarrubia en el valle del Cuco; donde la calandria anuncia lluvia con su canto si sopla el aire por el pico Bocos o el Abujerón. Vuelvo de una tierra donde el ciclo de la vida apenas trae niños a quienes poder enseñarles como huele el cantueso o el romero de piedra. Olía a tierra mojada, pero no había chiquillos que sintieran en su piel el soplo de aire que traía el aroma de los pinares».
Iglesia de San Martín de Rubiales (Burgos), del siglo XVI (foto www.sanmartinderubiales.es)
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