Por debajo de esas casas, en las cuevas del Engarbo, pasa el río Zumeta, en la frontera entre las provincias de Granada, Jaén y Albacete
El flechazo tuvo lugar en la primavera del 78. Como estudiante de geología, identificaba ammonites para la paleontología de tercero. Picaba margocalizas jurásicas de 160 millones de años de la sierra de Jorquera, en el extremo norte de la provincia de Granada. Pocos conocerán ese lugar. Era una sierra perdida, áspera, brava y solitaria, como tantas otras. Mi previsión era dedicar al trabajo de picapedrero una semana, por lo que pedí permiso para ocupar la casa forestal de los Guijarros, que se convirtió por las noches en mi cálido refugio (y en el de otros dos compañeros más). Aquello era a orillas del arroyo Bravatas, cerca de la ermita de las Santas, en la ladera oriental de la Sagra, el faro-vigía de aquellas inmensidades.
En geología era obligado ascender a cumbres, desde las que hacer las oportunas observaciones. Así pues, no sé si el primer o segundo día, a través de la escarpada ladera de los Cuchillos de Malaño, hice cumbre en Puntal Blanco. La vista se me perdía al norte por la cuerda de la Guillimona, en los confines fronterizos entre Granada y Jaén. Entre brumas distinguía montañas y sugestivos picos, como el de la Muela, por tierras de la Puebla, los cuales ejercían de potentes imanes para un joven explorador. Sabía por los mapas que a la volcada de aquellos relieves se extendía otro océano de montañas, auténticos pulmones forestales, hasta llegar a la meseta albaceteña, más allá de una remota sierra que llamaban de Alcaraz.
Aquella noche, en la caseta forestal, a la luz de una lumbre que servía para sosegar mi alma y dar luz a las notas que pasaba a limpio, empecé a planificar los recorridos de la semana, escudriñando mapas, trazando senderos y ponderando tiempos y distancias. Y como el diablo siempre anda enredando allí donde hay fuego, alrededor de aquella tenebrosa luz empecé a acariciar la idea de concederme un día de descanso (acababa de llegar) con el fin de hacer una descubierta allende tierras granadinas. He de confesar que entre mis bártulos de martillos, picos, palas, tamices, sacos, brújulas y lupas figuraba una preciosa caña de pescar telescópica que apenas hacía bulto. En aquellos años juveniles me acompañaba a todos sitios, y con ella pretendía, si se presentaba la ocasión, solventar algunas cenas, porque las comidas era frugales, siempre en el campo y, a ser posible, junto a un riachuelo o una fuente. Como se sabe, en la zona tenían merecidísima fama los ríos Guadalentín, Guardal y Castril, pero cuando descubrí en el mapa que un desconocido para mí río Zumeta corría a la traspuesta del horizonte de montañas vislumbrado por la mañana, la tentación se desbocó e hizo irresistible.
Y así fue como un soleado y luminoso día de entre semana (los mejores para los solitarios) cogí el 4L y me lancé al descreste, la exploración y la conquista de nuevos territorios. Me fui por la carretera de La Puebla de Don Fadrique a Santiago de la Espada, la que me cogía más a mano. Recién coronado el puerto del Pinar, entendí que todas las aguas rendían ya tributo al río que perseguía. Entre calares y bellísimos pinares fui a pasar por el cortijo del Pinar de la Vidriera. Y así fue como terminé dejando el coche en el vado del río Zumeta del cortijo del Tobazo. Aunque siempre fui pescador de «aguas arriba», ese día, estando demasiado cerca de la cabecera, me dejé caer «río abajo», haciendo volar mis plateadas cucharillas a contracorriente.
Desde el cortijo del Tobazo me dejé caer río abajo hasta los últimos relieves de la imagen, para retornar al coche por la margen izquierda. Aquello fue un día de primavera de 1978
Con buen caudal, me llamaba la atención la extrema transparencia de las aguas y unas riberas poco señaladas por sendas y asomadas de pescadores. Pero, sobretodo, me sobrecogían los escarpes, tajos, cuevas y abrigos ribereños que parecían hablar de gentes y tiempos prehistóricos. Sabía por los mapas que lindeaba por viejas fronteras. No había descendido más que unos centenares de metros, cuando fui a poner mis botas en mitad de la cristalina corriente, en el punto exacto donde entendía que se juntaban tres provincias (Granada, Jaén y Albacete) y dos grandes regiones españolas (Andalucía y Castilla-La Mancha). Fue justo donde confluía por la margen derecha la rambla de los Vaquerizos. A partir de ahí se extendía río abajo la albaceteña sierra de Huebras, mientras que en la ladera frontera distinguía numerosos abrigos rocosos y cortijos adosados a bermejas cornisas de altos tajos. Eran las cuevas del Engarbo, de las que años más tarde supe que habían sido ocupadas por hombres del Paleolítico, con paredes decoradas de los animales que cazaban, entre ellos estoy seguro que también las sabrosas truchas del río que lamía aquellas moles de piedra.
No hizo falta andar mucho más para que aquel río salvaje y desconocido me «atrapara el corazón», entre aguas limpias y generosas, y una tupida ribera de saucedas y mimbreras. La verdad, es que, ensimismado con lo que veía, no había puesto aún demasiado empeño en pescar nada. Por debajo de la segunda recurva del Peñón de las Mulas saqué mi primera pintona. ¡Qué alegría!. Era la prueba fehaciente de que el río tenía truchas comunes (como no podía ser de otra forma). Andaba rápido, ansioso de dar vistas al siguiente recodo y así sucesivamente. Era la típica agonía del que quiere descubrir mucho en poco tiempo. Y así, por tierras de Castilla-La Mancha, llegué a la cerrada de los Recodos (nombre apropiado), donde las tablas daban paso a un rosario de pozas, en las que empezaron a ser casi continuas las picadas. Mientras trajinaba con las truchas, el río se me hizo extrañamente solitario y desierto, de forma que llegué a pensar si no estaría pescando en día o en zona prohibida. No eran truchas grandes, pero aquello era el paraíso para cualquier amante de los ríos. Bajando, bajando, hubo un momento que ponderé regresar al ver un camino alto a mi izquierda. Atravesé el río, me pasé a Andalucía, remonté la ladera hasta el cortijo del Vado y me volví, enlazando carriles y veredas por los bajos de Santiago de la Espada, hacia el coche. Un recorrido de 15 kilómetros, que me supo a poco.
El río Zumeta por los bajos de Santiago de la Espada. Unas aguas cristalinas como pocas
Aquella noche, al resplandor de una nueva lumbre, nos comimos (mi dos compañeros y yo mismo) ahumadas a la teja, dos buenas truchas, las únicas que finalmente eché en mi cesta de mimbre, cesta que aún conservo colgada de una viga en una vieja cocina cortijera. Allí fue, en la caseta de los Guijarros, a orillas del Bravatas, cerca de las Santas y del pico de la Sagra, donde prometí amor al Zumeta, un sentimiento que dura 40 años. Entre tanto, serían muchas más las veces que regresé al encuentro de ese río querido. Recuerdo especialmente una mañana de junio de mediados de los 80. Aquél día trabé conversación y afinidades por el agua con un viejo labrador de Santiago de la Espada. Se llamaba Juan, y daba riego a un lienzo de alfalfa junto al río, en el que cantaban algunas codornices. Él fue quién me acompañó a ver las hondas pozas del Salto de la Novia, en un desfiladero por encima de la aldea de Tobos. Yo le alababa al río y a las truchas, y él me quería hacer ver que el río era un espejismo del que él había conocido de chiquillo. Adonde va a parar el río de agua y de truchas de antes con el de ahora, me dijo. Guardo buen recuerdo de aquella conversación, que, corriendo el tiempo, dio lugar en 2012 al relato El silencio de la ausencia, fuentes que se secan, dentro del libro La Sierra del Agua, 80 viejas historias de Cazorla y Segura.
A esos desfiladeros horadados por el río Zumeta, que separan Andalucía de Castilla-La Mancha, me llevó el Tío Juan, un labrador de Santiago, para que viera el chilanco del Salto de la Novia
Dejé de pescar truchas comunes cuando vi flaquear a mis queridos ríos por mermas de caudales (algunas dramáticas) y heridos por sucios vertidos. Entonces, las hidalgas truchas que iban quedando me parecieron unas supervivientes que no merecían ser importunadas con la pesca sin muerte, y mucho menos extraídas de las aguas. Pero, nunca he abandonado mi amor por los ríos y por el agua. A esas nobles tierras de Santiago y a ese río regreso casi todos los años, como las golondrinas africanas que a partir de mayo anidan en los abrigos calizos del río. Ya no voy en busca de peces, sino de fuentes y manantiales para el catálogo andaluz «Conoce tus Fuentes» (www.conocetusfuentes.com). Por cierto, ¿sabían ustedes que el término de Santiago-Pontones posee el record de los 778 municipios de Andalucía en fuentes catalogadas? En estos momentos tiene más de 550, y las que faltan.
Como me viene ocurriendo con casi todos los ríos que conocí en mi niñez y juventud, ahora la memoria me juega malas pasadas, de forma que veo al Zumeta cada vez más pobre, como ya lo veía para sí el Tío Juan a mediados de los 80. Pero si me olvido de mis primeras impresiones, sigo reconociendo que es un río precioso, e igual que a mí les ocurre a otros muchos. En ese sentido, me satisface saber que en 2015 fue declarado Reserva Natural Fluvial, siendo considerado como uno de los ríos vírgenes más desconocidos de España.
Nota.- Este artículo fue publicado en la revista Zurribulle, nº 4 (agosto 2017)
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