Carmelo en un haza del cortijo Trevijano, de la Vega de Granada, «barajando» un cuerpo de agua en un entarquinado (1989)
Conocí a Carmelo a mediados de los 80 del siglo pasado. Estaba de agricultor en el cortijo Trevijano, en plena Vega de Granada. El pozo de la finca era punto de control periódico de aguas subterráneas de la Universidad de Granada. Antes, a finales de los 60, lo había sido de la FAO y más tarde del Instituto Geológico y Minero de España (IGME). Era lo que se decía un punto histórico, de esos que ya apenas quedan, olvidados a su suerte por una administración cada vez más insensible a los escasos registros históricos que nos van quedando.
Pues bien, mientras hacíamos las medidas y anotaciones pertinentes, Carmelo dejaba sus tareas por un rato y se sentaba junto al pozo, que era de los antiguos, de los de garrucha y caldero. Intrigado por las investigaciones, deseaba escuchar, aprender y entablar algo de conversación, siempre escasa entre los hombres del campo. Pero éramos nosotros los beneficiados de su saber sobre el agua y las cosas de la vega. Como persona criada desde pequeño entre surcos y acequias, era todo un manantial de sabiduría. De esa que no se aprende en la escuela, ni en los libros, sino después de muchos años de duro trasegar con la Vega y la Vida. Amaba a aquella tierra negra y honda, que tan generosamente daba cosechas que «rompían los sacos». Y sufría al ver como las aguas iban perdiendo su calidad de antaño por los cada día más abundantes vertidos de aguas negras.
«Se sentaba junto al pozo, humilde, deseoso de escuchar y aprender»
– «Mire usted, en esta acequia que pasa por la puerta del cortijo, que es un ramal que viene de la acequia Gorda del Genil, hocicábamos de mozuelos cuando apretaba la sed. Era un agua limpia y fría, que venía directamente de la nieve de Sierra Nevada. Hoy, ya ve, cualquiera se atreve, que hay ocasiones en que el olor echa patrás»
Verlo trajinar con el riego era todo un espectáculo. Cómo gestionaba caudales importantes repartiendo las aguas por parejo sin romper los surcos. O cómo metía un cuerpo de agua en las hazas de barbecho para «entarquinarlas», lo que a nosotros tanto nos interesaba porque ello suponía una excelente recarga para el acuífero. Murió sin llegarlo a saber, pero con el paso de los años una foto suya, la que encabeza este artículo, fue motivo de portada de un libro que saltó a las américas (editado por la Asociación Internacional de Hidrogeólogos). En la querida y lejana Argentina apareció hermanado con agricultores de la cuenca del arroyo Feliciano, en la provincia de Entre Ríos. Nuestro trabajo comparaba el uso y costumbres del regadío en la Vega de Granada con las de aquella remota región de Argentina. La portada quedó bien y con ella, tanto por parte española como argentina, se quiso rendir humilde tributo a los regantes y agricultores tradicionales de ambos países.
Portada del libro. Un hermanamiento técnico y científico, a través de la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, sobre las prácticas agrícolas de la Vega de Granada y las de la cuenca del arroyo Feliciano
Hoy, la Vega de Granada anda descabezada, sin rumbo fijo. Con ayudas y alicientes insuficientes, son pocos los sufridos agricultores que aguantan el trance de hacerla rentable. Ese sería el primer paso para contener esa invasión silenciosa, implacable e irreversible, lo peor de todo, que suponen el asfalto y el hormigón. Necesitamos conservar este excepcional espacio verde y productivo, despensa y solaz que siempre fue de los granadinos, seña de identidad de esta ciudad universal. En ese territorio, Carmelo fue un ejemplo de agricultor cabal, que con su trabajo defendió del cambio de uso y de la especulación su pequeña parcela de cultivo: el cortijo Trevijano.
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