Detalle de parte del pinar quemado, en la margen izquierda del río Genil. Al fondo, las altas cumbres de Sierra Nevada (29 de agosto de 2014)
El verano es tiempo de ríos y de fuentes agostadas, y desgraciadamente también de incendios forestales. Parecía que nos íbamos a librar los granadinos este año, pero no. Me entristece este post, pero he creído oportuno incluirlo como póstumo homenaje al bosque quemado a las mismas puertas de Granada y cómo reflexión sobre la conservación de los espacios verdes periurbanos. Los paisajes del agua también son los de los bosques que la producen, la filtran y nos la ofrecen fresca y limpia. Ahí va pues esta triste historia.
Hace unos días que se quemó. Fue por otro incendio provocado por la mano del hombre (dicen que por una negligencia). Uno más en los alrededores de Cenes de la Vega. Pero, sobre todo, uno más en el cinturón de Granada.
Volcanes pavorosos de humo negro ascendían con rapidez cegando el sol y la localización del origen del fuego. ¡Por Dios!, ¿sería en la Alhambra? (nada más pensarlo sobrecoge el alma), ¿sería en el Llano de la Perdiz?, ¿sería en la Umbría del Generalife?, ¿sería…? No, ya no había muchas más posibilidades. Las demás se fueron reduciendo a ceniza con los años. Al final, se iba confirmando, lo que ardía era el pinar de la Loma del Genil, por frente a Cenes.
Conocía bien esa mancha verde, la había recorrido en numerosas ocasiones. Desde el mismo centro de Granada era una excursión accesible a pie. Bastaba con coger la popular «ruta del Colesterol», junto al río Genil, para subir a la loma de los Rebites, crestear hasta el collado del Contadero (donde viene a juntarse el Camino de los Neveros) y bajar de nuevo a la vera del río por alguno de los cortafuegos (es un decir) de la loma del Cagil.
Era un humilde pinar de repoblación bastante naturalizado, pero sobre todo era un bosque superviviente, salpicado y acosado por el envite de fuegos anteriores, que había agarrado milagrosamente en suelos pobres entre cárcavas y profundas barranqueras. Era casi la única mancha verde que quedaba al alcance de la mano en ese transitado valle del Genil, la principal vía de escape de los paseantes granadinos, junto a la del valle del Darro.
Antes y después del incendio. Fotos tomadas desde Cerro Terreras (18 de marzo y 29 de agosto de 2014)
¡Pero oiga, tampoco es para ponerse así. Tan solo era un pinar de repoblación, que ni siquiera había sido merecedor de protección alguna!– habrán pensado seguramente algunas personas que no lo conocían. Efectivamente, en sus sombras y frescuras no se refugiaba ningún endemismo animal ni vegetal. Solo un animal muy común lo utilizaba permanentemente, el hombre. Su amable amparo era buscado por gentes de muy diverso pelaje: senderistas, excursionistas, domingueros, parejas, paseadores de perros, corredores, seteros, ciclistas, moteros (que, dicho sea de paso, lo mancillaban en sus pronunciadas veredas y cortafuegos). Esa era su fauna principal, amén de la que descansaba su vista en las copas de los pinos desde el frontero pueblo de Cenes. Por eso me ha dolido especialmente esa pérdida, porque somos muchos los que nos hemos quedado huérfanos de su agradable compañía. Porque ni nosotros ni nuestros hijos lo volverán a ver jamás. Porque a los montes de la ciudad se le ha dado un bocado más. Porque Granada ha perdido otra manchita verde de su maltratado extrarradio, cosido a puñaladas por los criminales incendios, que poco a poco van vistiendo sus lomas de desértico erial.
Los bosques periurbanos son muy valiosos como solaz y disfrute de la ciudadanía, que cada vez aprecia y demanda más esas zonas verdes junto a las ciudades. El Llano de la Perdiz, la Umbría del Generalife, la Alhambra y el Cerro de San Miguel son los pequeños reductos boscosos que todavía le quedan al entorno más próximo a la ciudad, ese al que todavía es posible llegar paseando desde cualquiera de sus calles.
Deberíamos llevar a cabo una valiente y generosa apuesta por esas masas arboladas que aún nos quedan. ¿Se puede hacer algo más por invertir esa dinámica de autodestrucción? La respuesta es rotundamente sí. Los profesionales saben bien lo que hay que hacer, sólo hace falta que los poderes públicos les den más medios (a la larga muy rentables) para el tratamiento de las masas arbóreas, con una mayor autoridad y disciplina ambiental, todo ello en la prevención. Aunque se haya actuado con eficacia en la extinción (siempre costosa) y evitado así males mayores, el fracaso y el despropósito económico (obligado, por supuesto) han sido inevitables. Y ahora toca sumar los gastos de una incierta recuperación ambiental de la zona. Otra vez hemos llegado tarde.
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