Hace unos días, en este caluroso mes de agosto, un anuncio en el periódico Ideal nos descubrió una actividad que atrajo la atención de la familia. Hacer piragua en el embalse del Negratín, en Granada, en la depresión subdesértica del Guadiana Menor. En vacaciones, en un tranquilo pueblo próximo a Granada, nos pareció buena idea para salir por un rato de nuestro plácido «retiro».
Hay que decir que el embalse del Negratín es uno de los mayores de Andalucía, con muchísimos kilómetros de costa y varias grandes colas, por donde le entran ríos tan emblemáticos y salvajes como los del Guadalentín o Castril. Junto a la presa se encuentra el embarcadero, donde habíamos quedado citados con el responsable. Tras los pertinentes consejos de seguridad, nos aconsejó sobre lo que debíamos hacer: «Ven ustedes aquellas dos islas, están como a tres kilómetros, una media hora larga, es una excursión recomendable. A sus espaldas hay una tortuosa ensenada donde se levantan dos altas chimeneas que no deben perderse tampoco. Y en la orilla de enfrente está la playa de Freila, con un chiringuito donde tomar algo fresco». Ya teníamos el plan, y cuatro horas de navegación por delante.
Al final botamos cuatro piraguas dobles. El sol se dejaba notar, pero a esas horas de la mañana corría una brisa fresca todavía. Fuimos costeando la orilla derecha hasta las islas. Yo conocía el embalse desde tierra, pero no desde dentro del agua. Ya se sabe, los paisajes pueden ser muy diferentes según desde donde se observen. Con tan ligeras y maniobrables embarcaciones pudimos pegarnos al costero, entrar en ensenadas y cortados inaccesibles de otro modo y, sobre todo, apreciar desde ángulos imposibles el contraste brusco y enorme entre las arcillas rojas, áridas y ardientes de sus bordes y el agua azul e infinita que lentamente surcábamos. Vimos las chimeneas recomendadas y mil formas de erosión más que caían casi en vertical hasta la misma orilla de ese gran parque de los bad lands («tierras malas») granadino que es la hoya o depresión del Guadiana Menor, un pequeño desierto del Colorado español.
Junto a una de las islas
«Formas de erosión que caían casi en vertical hasta las plácidas aguas»
Posando junto a las dos esbeltas chimeneas recomendadas
La ida resultó de lo más placentero, frescos nosotros y fresco aún el día. Pero no todo iba a ser felicidad. Con el avance de la mañana se esfumó la brisa, al tiempo que el sol agosteño empezó a caer de macetilla. Sobre la marcha, alguien decidió con brillante lucidez que había que poner urgentemente rumbo de supervivencia hacia el chiringuito de la playa de Freila. Allí, refugiados en sus sombrillas de rayas, al amparo de voluminosas neveras azules, los bañistas nos recibieron con cara de asombro e incredulidad. «¿De donde vienen esos? Con la que está cayendo y míralos ahí, a pleno solano hartándose de remar». Con los líquidos y las sales ya repuestos (¡qué bien sabe y sienta una cerveza fresquita en esos trances!), recuperamos las fuerzas suficientes para enfilar el regreso hacia nuestro embarcadero, donde nos dimos el último chapuzón de la mañana.
La reconfortante playa de Freila, un verdadero oasis del desierto para los bañistas en pleno verano
La pequeña calita donde se encuentra el embarcadero de las piraguas
En definitiva, fue una experiencia singular y recomendable que no dejó indiferente a nadie. Se cumplió con creces lo de salir de nuestro plácido «retiro» del pueblo. Eso sí, si se puede, mejor evitar el golfo del día durante el verano. Según me comentaron, están abiertos desde primavera hasta otoño. ¿Alguien se anima? Nosotros repetiremos.
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