Los que me conocen bien, saben que soy de monte hasta la médula, seguramente porque me desteté en un cortijo, como dicen algunos amigos de mis padres. Pero eso no quita para que el mar ejerza sobre mí una enorme atracción (¿y sobre quién no?). Con el tiempo, he conocido mejor el Mediterráneo, su cultura y sus gentes, una auténtica suerte vivir en él y toda una delicia para los sentidos. Igual que las playas de Granada, queridas por mí porque son montañosas, con rocas, acantilados y sierras que caen de bruces al mar. Y en las que el rebalaje está alfombrado de cantos rodados, sin esa molesta arenilla que tanto gusta a mucha gente.
Durante mi adolescencia pasé parte de aquellos entonces largos veranos familiares en las playas granadinas de Calahonda y de Castell de Ferro. Allí encontré la cálida compañía de la pandilla, tan necesaria a esas edades de la vida. El baño era entonces lo de menos, eso sí, buscábamos con agonía los días de grandes olas, mientras que por la tarde me escapaba a cercanos acantilados a pescar. Cuando el sol rayaba el horizonte, era obligado volver a la playa para el último baño, con el agua aparentemente mucho más templada.
Pasado agosto, aún nos quedaban unos días de septiembre espectaculares. Algunas recalcitrantes familias estiraban las vacaciones al cuidado de las madres, que tanto sufrían los días de oleaje por sus asalvajados hijos a esas alturas del verano. Pero aún así la desbandada era generalizada. Entonces, sin tanta algarabía, el mar se me antojaba mucho más diáfano, azul, oloroso y bravío. Los días eran notablemente más cortos, las luces se tornaban más amarillentas y las puestas de sol más largas y rosáceas, recordando que el otoño llamaba ya a la puerta. Por supuesto, los baños seguían siendo fantásticos, pero se echaba de menos a los amigos que ya habían marchado.
Sí, aquellos baños de septiembre nos despertaban la tristeza por un verano más que se iba de nuestras vidas, por los amigos que dejábamos hasta el año próximo y porque quedaba por delante el regreso a la disciplina, la rutina y a un largo curso escolar.
Como un soplo de aire fresco, aparecían entonces algunas familias nuevas que buscaban esos tranquilos días del final del verano. Todavía recuerdo a aquella misteriosa niña, que durante algunos años se puso a jugar con su cubo azul junto a nuestras toallas, buscando seguramente el amparo del único grupo que quedaba a la puesta de sol en la playa.
Sí, aquellos benditos baños de septiembre están muy lejos en mi memoria, pero muy próximos en mi corazón.