El medio ambiente periurbano, la cenicienta de la película

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Mirador de la Silla del Moro sobre la ciudad de Granada, en el Parque Periurbano Dehesa del Generalife

 

Hoy, 5 de junio, se celebra el Día Mundial del Medio Ambiente. Es jornada de celebraciones, muchas de las cuales se llevarán a cabo en insignes espacios naturales. En las televisiones veremos bellos parques nacionales atravesados por ríos salvajes que bajan de montañas nevadas, cubiertas de densos bosques, donde habitan osos y lobos, y surcan los cielos majestuosas águilas. Aunque he exagerado, ese es el ideario colectivo del medio ambiente que se vende y al que lógicamente aspiramos. Pero como me gusta salirme del camino trazado y alinearme con causas perdidas, en este artículo voy a reivindicar (una vez más) el medio ambiente urbano y periurbano, la cenicienta de esta película. Nada que ver este maltrecho y escuálido medio ambiente con el excelso de buena parte de nuestros espacios naturales protegidos, si bien aquél es por contrapartida el más utilizado y el único al alcance de la mano de una mayoría de ciudadanos, especialmente de los más desprotegidos y de los de mayor edad. Quizás sea porque estos jirones de naturaleza los tenemos muy cerca o porque están bastante antropizados, las razones de lo poco que los valoramos, igual que nuestra administración ambiental, más dedicada a lo bello, que lógicamente permite cosechar mayores éxitos con menor esfuerzo. Porque estamos de acuerdo en que crear y conservar espacios ambientalmente apetecibles en las ciudades o en sus periferias es infinitamente más complicado, costoso y difícil (por múltiples razones fáciles de imaginar, ver al respecto «Réquiem por un humilde pinar»), que administrar los espacios naturales, heredados muchos de ellos por la gracia de Dios y no tanto por el bien hacer del hombre, aunque haya numerosas excepciones, claro. En fin, es por todo esto por lo que llamo la atención sobre estos escasos espacios verdes del interior y extrarradio de las ciudades que son solaz, felicidad y desahogo cotidiano de millones de ciudadanos estresados.

De niño, recuerdo que siempre me llamó la atención en aquellos viajes interminables de la familia por las carreteras de entonces, encontrar, de trecho en trecho, a algunas mujeres vestidas de negro paseando en comandita por los estrechos arcenes. Sabía entonces que en el siguiente recodo o al pasar el cambio de rasante próximo encontraría al pueblo. Con los años, aquél primitivo senderismo periurbano se ha incrementado extraordinariamente, de forma que ya son muchas más las mujeres (los hombres y los niños) que salen a pasear de forma cotidiana, si bien ya no van vestidas de negro y no lo hacen tanto por las carreteras, sino por senderos habilitados por los ayuntamientos, cada vez más sensibilizados con el bienestar de sus vecinos. Ese salir a andar se ha convertido en un ritual, en un ejercicio que se hace cuando se puede, pero normalmente a primera hora, antes de empezar las faenas de cada cual, o a la caída de la tarde, antes de enfrascarse con las cenas, el ordenador y los programas de la tele.

No sé, siempre me dieron mucha envidia esas gentes rurales que tenían tan a la mano la chopera, el río o la fuente. Pienso que su mayor longevidad y, sobre todo, calidad de vida, en comparación con las de ciudad, se deben a muchas cosas, entre ellas a ese contacto diario con el ejercicio y con la naturaleza, que les aligera el peso y les alegra el alma.

Y entonces, parece inevitable buscar el sucedáneo en nuestras grandes ciudades. ¡Qué pena! En la mayoría de ellas ese medio ambiente urbano se reduce a escasos y ridículos parques y jardines, en los que a poco de andar ya se ha salido uno de ellos. Y si uno quiere aventurarse al campo del extrarradio, debe entonces hacer acopio de determinación y enfrentarse a un rosario de barreras, como si la ciudad fuera una auténtica jaula de hormigón para sus habitantes. Viales interrumpidos, calzadas sin pasos, arcenes peligrosos, veredas perdidas, servidumbres de paso de cañadas y cauces olvidadas, etc, etc. Naturalmente, hay excepciones, y esas las valoro y las aplaudo.

En Granada, ciudad privilegiada donde las haya por múltiples razones, también lo es por su naturaleza periurbana. Tanto si remontamos sus ríos, el Genil (ruta del Colesterol) o el Darro (camino del Sacromonte, aunque queda pendiente recuperar la senda del río), cómo si nos adentramos por su fértil vega, cómo si subimos a las colinas de la Alhambra, es posible disfrutar del campo a tiro de piedra del centro urbano. Hay otras muchas ciudades españolas que han cuidado ese desahogo vital de sus vecinos. En Madrid, una ciudad moderna, palpitante y enorme, uno de mis espacios preferidos siempre fue el Retiro y, sobre todo, la Casa de Campo. Barcelona también dispone de abundantes y dignísimos espacios verdes, entre ellos los parques de Montjuic, Güell o el Tibidabo. Y cuando he viajado a otras viejas ciudades de Europa, siempre que he tenido oportunidad, me he dejado llevar por sus ríos, canales e inmensos parques, perfectamente comunicados a pie o por transporte público, que he admirado con mucha envidia. Ciudades imperiales, no solo por su historia, cultura y monumentalidad, sino también por el respeto y enorme sensibilidad hacia los árboles, los ríos y los parques (un buen ejemplo de ello es el Jardín Inglés de Munich).

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Arriba, la ciudad de Madrid desde el Parque de la Casa de Campo. Abajo, la de Barcelona a los pies de las colinas forestales del Tibidabo

 

Por todo esto, me reafirmo una vez más en ese sabio refrán, que viene bien a esta celebración del Día Mundial del Medio Ambiente, y que dice aquello de que «los árboles no dejan ver el bosque». Que traducido a lo que aquí conviene, querría decirnos que esos prístinos y salvajes parques naturales y nacionales, pedestales del medio ambiente español, no dejan ver la cotidianidad del sufrido y maltrecho medio ambiente urbano y periurbano, desahogo de tantos millones de personas que no disponen del tiempo (ni a lo mejor de los recursos) para disfrutar de lo más salvaje, como no sea a través de los documentales de la televisión.

Debemos impedir que las ciudades sigan estrechando los barrotes de esas jaulas de hormigón en que se han convertido. Cuidemos y reivindiquemos los parques, jardines y esos humildes retazos de campo de sus alrededores que aún nos quedan, y a los que puede llegarse andando en pocos minutos desde el portal de nuestras casas.

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