Joaquín Araujo en la presentación de “El placer de contemplar”, en la librería Picasso de Granada (24 de septiembre de 2015)
Utilizo para este artículo el título del último libro de Joaquín Araujo (con prólogo de Jorge Riechmann), campesino, naturalista, escritor y muchas cosas más. Estuvo presentándolo el jueves pasado (24 de septiembre) en Granada, acto al que tuve la suerte de asistir por casualidad. El detalle se lo debo a mi amigo Rafael Hernández del Águila, anfitrión de tan ilustre huésped en nuestra ciudad, requerido para otros eventos, entre ellos para la inauguración de la exposición “Un mundo de montañas”, en el Bosque de la Alhambra.
Escuchar a Joaquín, hombre preclaro y de sensibilidad ambiental exquisita, es siempre un deleite, especialmente para los amantes del campo. Sostiene Araujo (y Riechmann) que el hombre moderno está enfermo de prisas y de ruido, que ha perdido el interés y la destreza de contemplar (y entender) la Naturaleza. Que este sistema biocida de producir y consumir alocadamente alienta al más fuerte, más inteligente, más rápido, más ocupado, más eficiente y más excelente, en detrimento del común de los seres humanos, dotados potencialmente de una libertad y plenitud incompatibles con ese modo de vida tan inhumano. Y para mitigar tanto desasosiego, Araujo propone una medicina que es gratis. El beneficio que aporta la contemplación de la Vida y la Naturaleza. Contemplar para comprender lo que te comprende. Ver lo que miramos para comenzar a sentir. Contemplar para disolvernos. Contemplar para no echar de menos casi todo. Contemplar para desobedecer a la urgencia y a la comodidad, que son las heridas que desparrama una civilización que se ha arrancado los ojos.
Mientras hablaba con esa pasión que le caracteriza (porque evidentemente cree en lo que dice), no pude remediar abstraerme a sombríos pensamientos relacionados con lo que oía. Pensaba para mí mismo que, efectivamente, la inmensa mayoría de los urbanitas vivimos las semanas atropelladamente, con las agendas repletas de tareas, con ansiedades y agonías por estirar los tiempos, con presiones por cumplir con eficiencia y excelencia para ser competitivos laboralmente. Con bulimia y ahítos de mercancías y saturados de estímulos. Y todo ello encerrados en jaulas de hormigón, sin apenas horizontes libres, cegados por luces artificiales y aturdidos por el ruido. Y en esa vorágine de semanas ¿quién se detiene a practicar la contemplación? Y puestos a esperar al sábado, ese día que se dedica (los que no trabajan) a compras, recados y chapuzas caseras varias, veo complicado (no imposible, por supuesto) dar frenazo y esquinazo a nuestro modo de vida. Y todo ello para regresar apenas 48 horas más tarde a la rutina del lunes con un nuevo y necesario acelerón. Porque la contemplación, que se percibe con los cinco sentidos, necesita del espacio (a ser posible campo) y del tiempo suficientes para cultivarse y llegar a convertirse en hábito. Y de ahí a practicarse con la destreza necesaria para que brote el placer y con ello el beneficio para el cuerpo y la mente.
Oyendo de trasfondo su discurso, me reafirmaba en que Araujo forma parte de una minoría que ha sabido y podido alcanzar la sabiduría de la contemplación, un modo diferente de encarar la vida que desde hace decenios viene empeñándose, con diferentes herramientas de comunicación, en transmitir a sus semejantes. “Vivo en una dehesa extremeña, desde la que domino un horizonte de campo de 70 kilómetros”. Y ahí entronca otra de sus preocupaciones vitales, la de saber que si los paisajes que tanto amamos no se comprenden y admiran, a través de la contemplación, están muertos. A mi modo de ver, Araujo forma parte de ese grupo de personas que han tenido la convicción, posibilidad y voluntad de orillarse (e incluso de nadar contracorriente) dentro de esa descomunal corriente suicida a la que nos arrastra como civilización el consumismo y el derroche sin fin. Entonces, llegado a este punto, reflexiono desde mi atalaya de geólogo, que ese probable suicidio o extinción como especie forma parte de mecanismos evolutivos de la vida. Desaparecer unos para que crezcan otros, que eso lo he visto multitud de veces escrito en los estratos.
En esos perdederos oscuros de mis reflexiones andaba, cuando le oí pronunciar la palabra Agua. De inmediato “regresé” con todos mis sentidos alertas a la sala. Mantenía en esos momentos Joaquín que la contemplación del agua naciente era uno de sus mayores deleites y placeres (¡¡y el mío!!) Que el agua manante nace a la luz, es promesa de fertilidad para la vida, caricia para la vista y el oído, y no sé cuantas bellezas más, que en verdad lo que acariciaron fue mi oído de amante del agua.
Es verdad, el agua tiene la virtud de tranquilizarnos, de sosegarnos, como paso previo a invitarnos a la contemplación, que hacemos con los ojos, claro está, pero también con los oídos, porque las sinfonías del agua, con mil y una notas, sólo pueden ser apreciadas por un oído humano. Aguas que por donde discurren hacen brotar la vida. Aguas fértiles y fecundadoras. Aguas que calman la sed y producen alimentos. Aguas que reconfortan el espíritu. Alumbramientos (¡qué bella palabra!) que semejan una criatura que abre sus brazos a la vida y a la luz con una sonrisa. Aguas de manantial que son lo más parecido a la alegría.
Aquella disertación tan elocuente y certera llegó a su fin, y gracias a los buenos oficios de mi amigo Rafael, alma gemela de Joaquín (y de Jorge Riechmann, al que conocí este año en el Caminito del Rey), pude hablar un momento de alfaguaras y veneros con Joaquín. Para despedirse eligió un “¡Gracias y que la vida te atalante! Creo que fue un epílogo al más puro estilo Araujo. Entendí al momento que esa bella (y extrañísima) palabra del mundo rural llevaba mucha intención, la de que, anidando en unos pocos, no se extinguiera. Exactamente igual que había estado defendiendo esa tarde con la contemplación de los paisajes: “todo paisaje no sentido está ya muerto”.
Rafael Hernández del Águila pertenece también a la hermandad de los contemplativos. Con él comparto muchas cosas, entre ellas el amor por la Vida y por el Agua. Ahí aparece atrapando percepciones del agua en un haiku que tuvo el detalle de regalarme (19 de febrero de 2015)
Una pequeña joya en forma de palabras es este artículo tuyo.
Yo estoy en el camino de la contemplación y la vida tranquila fuera de la urbe…todavía me queda recorrido pero ando en ello
Si el señor Araujo es un poeta de la vida y la naturaleza con sus palabras, tú no te quedas atrás con las tuyas, te lo aseguro. Un artículo para volver a leer con tranquilidad de vez en cuando y contemplarlo…
Por cierto, me has obligado a buscar “atalante” http://lenguayliteratura4eso.blogspot.com.es/2011/09/atalantar.html
Un abrazo
Hola Jesús, gracias por tus exageradas palabras hacia mi prosa, que muestran a las claras que vienen de un amigo. Y sí, ya sabía yo (y Araujo el primero) que eso de “atalante” iba a llevar a la gente al diccionario. ¿Es lo que se pretendía, no?. Ya tienes un palabro más para utilizar cuando con tus burros te cruces con alguién por esos caminos de Dios. Le podrás decir, ” A las buenas de Dios, que la vida lo atalante amigo”, y seguir tan fresco tu marcha. Pruébalo a ver
Una de tus mejores entradas porque te defines. Me apunto a ese club de los contemplativos. La foto y el haiku de Rafael definen muy bien esa filosofía. Por cierto, magnífica la exposición de las montañas en el bosque de la Alhambra, para no perdérselo. Quizás, y solo en este caso, los textos de Araújo no están a la altura de las fotografías, pero es una opinión personal. Gracias Antonio por estas reflexiones.
Hola Rosa, ¡¡yo también me uno al club de los contemplativos!! ¿Donde hay que apuntarse?. En fin, como bien sabes, muchos vivimos enjaulados (unos mas que otros, eso es verdad), a ver si enmendamos la situación de aquí en adelante o al menos la aliviamos entre amigos y cervezas….Me da vergüenza decirlo, pero aún tengo pendiente subir a ver la exposición, bien apuntada, eso sí, en mi agenda de cosas pendientes. Ya te diré.