Últimamente ando recopilando y poniendo en papel viejas historias del agua que alguna vez me contaron, relatos que forman parte indisoluble de los territorios y de los paisajes del agua, como vengo manteniendo desde hace tiempo. Algunos de estos relatos entrarán a formar parte de la segunda edición ampliada del libro La Sierra del Agua, 100 viejas historias de Cazorla y Segura (antes eran 80), que estará disponible muy posiblemente para la próxima feria del libro de abril de este año. Pues bien, para la ocasión, me ha parecido oportuno adelantarles una historia que tiene que ver con un humedal, ahora que estamos en vísperas del Día Mundial de los Humedales, que se celebrará el próximo 2 de febrero.
Las sierras de Cazorla y Segura (y demás) son tan grandes que en sus entrañas hay lugar para encontrar cualquier ambiente, cosa, animal o persona que se quiera, solo hay que saber buscar. Al tratarse de sierras kársticas y agrestes, son poco dadas a formar lagunas, áreas encharcadizas y humedales, pero haberlos, háylos. Precisamente, esta historia tiene que ver con uno de esos humedales serranos, que salpican depresiones, navas, riberas y huelgas. Bueno, ahí va la historia.
El Tío Bartolomé atendía la barra, en la que algunos parroquianos se quitaban el frío y la modorra mañanera con machaquitos, carajillos y chupitos de orujo. Total, en el campo había poco que hacer. En lo más crudo del invierno, y tras una quincena metida en aguas que se habían llevado las nieves, se había dejado caer con el raso de la luna nueva de enero de 1956 un frío siberiano de los de verdad. La gente andaba a lo suyo trajinando en el interior de las casas, en faenas de despensa, chapuzas varias y arreglando avíos junto a las chimeneas, que las calles se habían convertido en pistas de patinaje, y afuera, aparte de tuberías reventadas, se congelaba hasta el aliento.
Ya avanzada la mañana, algunos valientes que regresaban del campo se dejaban caer al bar de Bartolomé. Más que nada, habían salido por no aguantar la casa y por ver los destrozos en conducciones y pilones para el ganado. En esas, serían las 10 o así, entró el Tío Juan, que le decían el Boticario por su afición a las hierbas. Pues eso, que entra y dirigiéndose a los presentes les dice: “Oyes, pues no que acabo de ver un pajarraco rarísimo en las huelgas del río, que es como este mostrador de alto y todo negro”.
– “Venga Juan, eso es que se te ha ido la mano con algún brebaje de esos que te preparas”, le dijo uno.
Y sin dar mayor importancia al desplante, Juan contestó: “pues eso será”, dio por concluida la conversación y se pidió un café negro con orujo de hierbas, mitad y mitad.
Pero la gente corrió la voz, y algunos se acercaron por la tarde a ver al bicho. El sitio era un carrizal, rodeado de juncos, en una vegueta del río Segura, por la zona de Yeste. Y, efectivamente, allí estaba el solitario pájaro, como desnortado, subido en un peñón que sobresalía del suelo, con el cuello en alerta, pendiente de todo. Aquél espectáculo duró unos días e incluso vinieron a verlo un par de fotógrafos entendidos. Pero en cuanto alguien pretendía acercarse, el pájaro alzaba de lejos majestuosamente el vuelo, si bien al día siguiente estaba otra vez en su sitio. Se dijo que era un cormorán, y que su presencia allí era del todo excepcional. La achacaban a que el pantano donde estuviera tenía que haberse helado y que buscando había ido a dar con aquél ojo negro donde brotaban del suelo aguas tibias que no se habían congelado. Podía ser, porque compartía vecindad con una bandada de avefrías y con un piquete de patos azulones, pájaros que, aunque no raros, se dejaban ver muy pocas veces tan a la mano en aquellos tiempos del hambre. Más de uno tuvo tentación de hacerles apostadero con la escopeta, ya se sabe “pájaro que vuela a la cazuela”, aunque más que nada era para disecar al extraño pajarraco y presumir, pero aquello estaba muy expuesto y a la vista de curiosos. Y eso lo salvó.
Los efectos placenteros y beneficiosos de las nacientes “tibias” en días de hielos era bien conocido de los animales, de los pájaros y de todos, y si no que se lo pregunten a los jabalíes. Por supuesto, tampoco escapaba el fenómeno a la sabiduría de los serranos, afilada por una dura supervivencia, que sabían de sobra que esos días de hielos negros eran buenísimos para la escopeta en humedales y manantiales. En esos lugares, entre vapores, buscaban a las liebres encamadas, o a alguna anátida de escandaloso vuelo. También eran aguas apreciadas en invierno para los lavaderos, pues parecían quemar las manos, que hasta “echaban humo”.
Quizás convenga explicar que las aguas subterráneas tienen una temperatura constante y muy similar a la media del aire anual de la zona. En concreto, las de aquel humedal brotaban a 12 grados, lo que en días gélidos suponía un oasis termal, dentro de una inmensa serranía helada, con bajos y vegas cubiertas de blanco por escarchas que no se iban en todo el día. Es el mismo fenómeno, pero al contrario, que se daba en verano, cuando las aguas de aquellos mismos nacimientos parecían salir de una nevera. Ya lo he dicho, 12 ºC constantes, lo único que variaba era el contraste con la temperatura exterior en cada estación.
Bien temprano era un espectáculo ver al pajarraco difuminado entre los vapores que se alzaban del carrizal. Y un buen día, igual que apareció, desapareció. Dicen que tomó río abajo y lo vieron recalar algunos días en la cola del embalse de la Fuensanta, donde se aposentó en una isleta lejos de las orillas, desde donde parecía tomar el tímido sol de aquellos días. Y de allí se perdió para siempre, seguramente buscando al cercano Mediterráneo y temperaturas más benignas.