Josefa y su madre, protagonistas de estos añejos recuerdos (foto A. Castillo)
Con motivo del día mundial de la Mujer Rural (15 de octubre)
Hace unos 10 años, Josefa Moya, alumna del Aula de Mayores de la Universidad de Granada (de la sede de Baza), me regaló un bello relato de sus recuerdos (y de los de su madre) de las tareas de ir a la fuente y al lavadero. Tanto me gustó aquel texto, muy bien escrito además, que, con su permiso, quise compartirlo en el libro Manantiales de Andalucía (páginas 366-369), conformando así uno de los 56 artículos de aquella obra.
Hoy, con motivo de este día en el que se rinde homenaje y memoria a esas valientes mujeres rurales, me ha parecido oportuno traer a este blog un extracto del relato original como muestra de la dureza de los trabajos domésticos que las mujeres llevaban a cabo en el mundo rural hasta hace apenas 60 años. Es un texto personal, íntimo, auténtico y directo. Ahí va esta pequeña-gran historia.
«A mediados del siglo pasado, en mi casa, como en tantas otras del medio rural andaluz, no había agua corriente. Recuerdo con cariño y nostalgia que, después de la escuela, cogía mi cántaro, junto con mis hermanas y otros niños del barrio, y nos íbamos a la fuente a por agua; los más pequeños con botijos, los grandes con cántaros; hablando, riendo y cantando trasponíamos en busca de la fuente. Como vivíamos en un cerro, la bajada era rápida hasta los Caños de la Mancoba, que venían directamente del nacimiento de las Siete Fuentes, que daban un agua pura y fresca de la Sierra de Baza.
Muchas veces me entretenía midiendo la distancia; 1.700 pasos para la bajada y 1.840 para la subida; cosa de niños. Ya en el agua, había que guardar turno debido al gentío que se arremolinaba al caer la tarde; si alguien intentaba colarse, pronto se armaba la gresca y en la discusión, más de una vez, hubo rotura de vasijas (…)
Al fin, cuando el agua estaba en las vasijas, nos poníamos el cántaro en la cadera; con la mano derecha se abrazaba y con la otra se sostenía del asa para que no se escurriera; y ahora tocaba subir al cerro, donde nos esperaba siempre vigilante mi madre. Como he dicho, 1.840 pasos, todos cuesta arriba, con 15 kg de peso, 11 correspondientes al agua y 4 kg al cántaro. Cada hermano tenía la obligación de aportar dos cántaros diarios; en casa éramos siete. Era una tarea dura, por lo que mirábamos por no desperdiciar el agua, especialmente en el aseo.
La higiene se hacía de la siguiente manera: se echaban unos dos litros de agua en un lebrillo; se empezaba por la cabeza y se terminaba por los pies; en otro recipiente se ponía la misma cantidad para irse enjuagando. Al final, el agua de deshecho se utilizaba para regar las macetas y las parras; y había que ver los geranios y los alhelíes tan lozanos que tenía mi madre sin abono químico.
Uno de los trabajos que más me llamaban la atención de niña era ir al lavadero; era todo un acontecimiento (…). El lavadero, sin cubrir, estaba improvisado en un caz que venía directamente de la fuente de San Juan (hoy seca); en el borde había ocho rampillas de cemento con ranuras, que hacían la función de tablas de lavar. Conforme iban llegando las madres con su tropa de zagales, se iban acomodando; las que llegaban después pedían turno. Algunas veces había lavanderas profesionales, que se llevaban la merienda al tajo, porque su labor duraba toda la jornada.
Mujeres lavando en un caz en Posadas (Córdoba) a principios del siglo XX (foto Biblioteca de Andalucía)
Se lavaba de la siguiente manera: una vez de rodillas, lo primero que se hacía era coger los trapos más sucios para desmugrarlos y enjabonarlos, después se enrollaban y ponían en un lebrillo para que se ablandaran y lavarlos al final (…) a continuación, se enjabonaba bien y se restregaba a “purpejo”, o sea con los puños; se insistía en cuellos, puños, manchas…La ropa quedaba más limpia que las cartas; más trabajo hacían las manos que el mejor detergente (…). Después había que tenderla al sol, para lo que se aprovechaban todas las matas que crecían alrededor (…)
La briega con la vida y con el agua mantenía a las mujeres lozanas y de buen ver; las carnes apretadas, una delantera prominente, caderas anchas, fornidos brazos, piernas musculadas y esbeltas, el pelo largo y la piel rosada (…)
Al caer la tarde, con las talegas llenas de ropa limpia y seca, nos encaminábamos más felices que unas pascuas para nuestra casa en lo alto del cerro. La ropa olía a limpio, una ropa lavada con mimo, soleada, aireada, nada que ver con los suavizantes de ahora, que huelen a química y camuflan el olor a ropa bien lavada (…)»
Deja una respuesta